16 años no es nada: Crónica de una noche con olor a 2001
Pedro Perucca estuvo en la movilización de la tarde del lunes contra la reforma previsional y en el posterior cacerolazo que recuperó las calles luego de la brutal represión policial. Crónica de una enorme movilización autoconvocada con reminiscencias del 2001 que los medios masivos ocultaron absolutamente.
A la memoria de Alejandro Cánepa
La de este 18/19 de diciembre fue una jornada compleja y movilizante que puede marcar un punto de inflexión en la resistencia a la runfla canalla que nos gobierna. O eso quisiera creer, a pesar de que los diputados, en una frágil mayoría, votaran a favor de legalizar el saqueo a jubilados, niños y ex combatientes de Malvinas. En cualquier caso, ya desde la fallida sesión del jueves pasado y la consecuente (en todas sus acepciones) represión de Gendarmería, la convocatoria al Congreso de este lunes era una cita de honor.
Desde hace meses se sabe que hay que ir preparados a las marchas porque la represión ya no es una eventualidad sino una certeza. Zapatillas, ropa cómoda y, en un bolsito, limón, bicarbonato, pañuelo y una remera de repuesto por si te marcan con pintura para indicarle la presa al resto de la jauría de perros rabiosos. Allons-y, entonces. A la plaza.
La concentración es enorme, una las más grandes de un año que tuvo una decena de movilizaciones que superaron las 100 mil personas. También puede que el cambio de escenario influya en la percepción. Esta vez es en una Plaza de los dos Congresos vallada desde el monumento, con su acceso desde Callao obturado por otro masivo operativo de “seguridad”. Ja. Poco después la confirmación del quórum y ante las primeras pedradas, la PFA comienza a dar algunas lecciones prácticas sobre el particular. No estuve en la parte áspera del asunto porque ya había desconcentrado, pero puedo ver por TV que tal vez ellos también hayan aprendido algo de la jornada. Un freiriano “quién enseña, aprende, y quien aprende, enseña”, podríamos decir, sólo que con piedras contra balas, gases e hidrantes. Algo parecido dirá más o menos en ese momento la diputada massista Graciela Camaño en la Cámara de Diputados citando al Nelson Mandela más radicalizado: “Un Gobierno que emplea la fuerza para imponer su dominio enseña a los oprimidos a usar la fuerza para defenderse”. Pensar que, no hace mucho, Majul comparó a Macri con Mandela. Sin comentarios.
La labor policial continuó con más represión en la 9 de Julio, gases en el subterráneo, compañeros y compañeras aterrados ante un estado de sitio de hecho, refugiados en distintos negocios sobre Avenida de Mayo, ocultándose de los ratis cebados. “Vengo a traerles paz”, repiten mientras tanto Marcos Peña y Mauricio Macri. Sigo las noticias puteando porque ya es casi imposible distinguir a C5N, A24 y TN en cuanto a sus niveles de fascismo y justificación (hasta exigencia en muchos casos) de la mano dura contra los “violentos” que atacaron a los pobres policías. Entonces comienza a sonar una cacerola en el patio interno de mi edificio actual. Primero solita, tímida. En principio me cae fatal. Desde Nisman para acá su sonido es como un silbato policial o el tambor que marca el ritmo de un himno al gorilismo. Alguien grita varias veces desde una ventana de un edificio cercano: “Fuera Macri”. No se sabe si el grito es en apoyo o en competencia con la cacerola. Por Twitter los trolls y demás amigos de la confusión ya comenzaban a anticipar la versión que luego reproducirían algunos periodistas tan serios como Santiago Del Moro o Alejandro Fantino: se trata de manifestaciones de apoyo al gobierno y de repudio contra la violencia de la tarde. Habrá que ir a la calle para confirmar o desmentir. Pongo a descongelar el pollo para la cena y bajo, esta vez sin limón y demás accesorios, previendo apenas una ronda de reconocimiento.
A media cuadra de la esquina de Corrientes y Paraná me encuentro, providencial, una olla y un cucharón. Un regalo más de los tantos que me ha dado la basura. La olla de aluminio sin una manija tiene un fondo hediondo de fideos pegoteados, puchos y cenizas. Me decido a llevarla por lo oportuno del encuentro sin prever que su pegajosidad me acompañará hasta la madrugada. Pero no importa demasiado porque ahí nomás suenan sus hermanas. Cuando llego, todavía las 50 o 60 personas que hay no se han decidido a cortar completamente la avenida. Se canta: “Macri, basura, vos sos la dictadura”. Quien dice que son cacerolas en apoyo al gobierno miente descaradamente. Autos y colectivos pasan por uno o dos carriles pero en un rato vamos cerrando la grieta. Le envío un audio a mi compañera para avisarle que voy a demorar: “Está buenísimo esto. Me encantaría tener memoria fotográfica para acordarme de todas estas caras y después saludarlos cuando me los cruce por la calle, como para no quedarme con la idea de que es un barrio tan carrioísta de mierda”. Se ve que la voz me tiembla porque me responde: “Estás emocionado”. Obviamente. Porque es cierto que Carrió sacó uno de cada dos votos en esta ciudad, pero el otro 50% también juega. Y somos más ruidosos y más organizados y recordamos el 2001. No es poca cosa.
Miro a mis vecinos y vecinas en este primer corte. Más de cuatro deben haber estado en aquellas jornadas de diciembre de hace 16 años. ¿Habrá también algún votante amarillo decepcionado? Ojalá. Es posible. Otros son jóvenes, milenials, para los que este revival dosmilunero es la oportunidad de vivir aquello que les contaron o que recuerdan de muy chicos, de la mano de sus padres. Caceroleo y me emociono. Pienso en la ollita abollada de Alejandro, fetiche de autoorganización popular que estuvo mucho tiempo colgado en el patio del local de Socialismo Libertario de la calle Ferrari. Festejo la recuperación de la cacerola como símbolo de lucha para este lado dándole duro (y esperando secretamente que la convexidad que los golpes ya empiezan a generar contribuya a aflojar del fondo los restos apestosos que trato de ocultar de la vista de mis vecinos). Un viejo flaco, alto y de barba canosa me mira y nos vemos la emoción. Dice “Gracias” y cuenta que para él ésta es una reivindicación de compañeros que ya no están, que quedaron en el camino. Claro que lo es.
El 19 de diciembre de 2001 por la tarde había participado de la asamblea de Corrientes y Ángel Gallardo, que se había reunido temprano luego de que, ante la situación de crisis inminente, se decidiera levantar uno de los «escraches» contra represores que impulsaba HIJOS en aquél entonces. Antes de ir a laburar pasé por mi departamento de Almagro. Entonces trabajaba en turno noche en una oficina de Corrientes y Callao haciendo un clipping de noticias de energía. Y bueno, era el 2001. A eso de las 21, después de que De la Rúa declarara «estado de sitio», según redacción del hoy agregado cultural en Alemania Darío Lopérfido, empieza a sentirse fuerte el ruido a cacerolas. Entonces no teníamos parámetros para decodificarlo. Era como escuchar a las ranas croar en el microcentro. Pero era verdad, tal vez una de las cosas más verdaderas que me hayan sucedido.
Apenas bajé a la esquina de Hipólito Yrigoyen y Quintino Bocayuva sólo tuve que dejarme llevar por la gente que avanzaba, imantada, hacia el centro. Derivé por Medrano y al entrar a Corrientes me encontré en medio de la concentración humana más grande que me tocó vivir. La avenida estaba llena de una marea de cuerpos de la que no se veía principio ni final. Pasé por la oficina a prender la computadora y dejar constancia de que había estado y volví a salir hacia la Plaza de Mayo. Parecía haber más gente aún. También había entusiasmo, alegría, camaradería. Aún no había muertos, claro. La batalla por la Plaza de Mayo del día siguiente fue mucho más amarga y concentrada, pero al principio de esa noche aún todo era felicidad, como derivada del descubrimiento de un poder benéfico que no sabíamos que estaba allí y que nos hermanó a todos y todas en la calle mientras caminábamos y hacíamos ruido con lo que podíamos.
Ahora pasa uno en bici por Corrientes y Paraná y dice que en Plaza de Mayo se está juntando gente pero nuestra pequeña columna arranca en dirección contraria. Vamos a Corrientes y Callao. Ahí ya somos muchos más. Unos 500, 600, algo así. Es temprano aún. Los grupos de WhatsApp estallan de informes sobre pequeños caceroleos en distintos puntos de la ciudad. La masiva presencia de celulares es una de las diferencias más claras con el 2001. Todo se fotografía y se filma. En un ratito iremos a Congreso, seguro. Pero antes disfrutamos del hecho de sabernos cada vez más, de sentirnos juntos aquí. Nadie tiene noticias de lo que pasa en el recinto, donde se sigue debatiendo. Una chica me pregunta si vi el video del pibe al que pasan por encima las motos de la policía. Sí, lo vi. En parte por eso estoy acá.
Le doy fuerte a la olla, siento los músculos del hombro algo doloridos y pienso que los años no vienen solos. 16 veranos atrás podía golpetear durante horas. En fin. También noto que el cucharón de plástico negro resultó más resistente de lo esperable. Me fijo en la marca: Plasutil. Tomo nota mental para luego escribirle a los fabricantes, que imagino argentinos, agradeciéndoles por la nobleza de su producto. Luego un googleo me desengaña: Industria brasileña. No les escribo un carajo.
Al marchar hacia Congreso se comienzan a ver señales de la batalla de horas atrás. Los restos de piedras se multiplican al llegar al vallado de Bartolomé Mitre. Ahí están las vallas, ahí están otra vez los policías, ahí está todo lo que está mal en el mundo. Los perros guardianes, los sádicos con permiso para golpear y matar. Ahí están, preparados. Pero esta es una manifestación notablemente pacífica. Es otra composición respecto de la del turno tarde. Mucho más clase media capitalina, estudiantes, trabajadores del tercer sector, skaters, intelectuales, familias con niños, parejitas, jubilados amorosos. Un joven agita una bandera argentina con una caña de pescar como asta. Hay remeras de Star Wars, de Breaking Bad, de Radiohead, de Joy Division, de El viaje de Chihiro. Una vieja diminuta, toda rulos y lentes, golpea con energía sorprendente dos botellas de gaseosa vacías. Al pasar me dice: “Vamos, compañero”. Hace un buen rato que no necesito de los gases del macrismo para lagrimear.
Un improvisado vigía desde arriba de un puesto de diarios/mangrullo dice que viene más gente desde Corrientes. Damos vuelta a la manzana y finalmente podemos entrar a la plaza. Allí ya se ven algunas pocas banderitas: PO, PTS, MST, Democracia obrera. También una wiphala. Los terroristas kurdo-mapuches no deben estar lejos.
Son las 11.30 y no para de sumarse gente a la plaza desde todos lados. El “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” se canta casi con nostalgia, pero los hits de la noche son “Unidad de los trabajadores, al que no le gusta, se jode, se jode” y “Qué boludo, qué boludo, la reforma, se la meten en el culo”. Diego Trerotola hace un chiste en FB sobre la fijación anal argentina. No puedo encontrarme con Claudio, que se quedó sin batería, con quien compartimos calles y asambleas en 2001, pero me cruzo con Pato Escobar, uno de los directores de La crisis causó 2 nuevas muertes. Es una noche de claras señales. Él está con una conjuntivitis que casi no lo deja ver y anticipa que, en esas condiciones, al primer gas se toma el palo. Y de pronto me doy cuenta de que ya es 19 de diciembre.
Más tarde me encontraré con más compañeros y compañeras, amigos, camaradas. Con algunos marchamos juntos desde hace muchos años. Ahora hay más panzas y menos reflejos. Si hubiera que correr y apedrear seguramente nuestro papel sería más lamentable que hace 16 años. Pero estamos. Por suerte alrededor se ve un notable relevo generacional. Un amigo me dice por WhatsApp que uno de los pocos medios que levanta la noticia del cacerolazo habla de 20 mil personas. Puede ser. A lo mejor más. Pero ni esa noche ni al día siguiente habrá cifras oficiales de la Policía ni de Clarín para confirmarlo. Es más, casi parece que no hubiera sucedido. Lo único que hay en los grandes medios son macarteadas contra los “violentos” de izquierda.
Pero en esta plaza de medianoche vive algo de eso que latió e hizo temblar al país en 2001. Década y media después, ese latido se hace sentir bajito en esta plaza autoconvocada en denuncia contra la enésima estafa del macrismo, en este enorme abrazo a los viejos y viejas. Algo pequeño pero familiar. Algo que ni cerca de aquello, claro, pero que al mismo tiempo es lo más cerca que volví a estar de lo que vivimos en aquél enero delirante de 2002 en que marchábamos una vez por semana desde la asamblea de Parque Rivadavia a Plaza de Mayo, aún debajo de la lluvia, cantando: “Esta lluvia de mierda nos quiere parar, esta lluvia de mierda nos quiere parar, es Duhalde, que no para de llorar”.
En Congreso, a las 3 de la mañana, poco antes de abandonar la plaza y de una nueva represión policial, me acuerdo de Las sirenas de Titán. En su descripción de un Mercurio que “canta como una copa de vino”, Kurt Vonnegut habla de unos seres translúcidos en forma de pequeños rombos que viven en las cavernas de las profundidades del planeta, alimentándose de vibración, sin conocer jamás el hambre, la envidia, la ambición, el miedo, la indignación, la religión o la codicia sexual.
“Tienen poderes telepáticos débiles. Los mensajes que son capaces de transmitir y recibir son casi tan monótonos como la canción de Mercurio. Tienen sólo dos mensajes posibles. El primero es una respuesta automática al segundo y el segundo una respuesta automática al primero.
El primero es: «Aquí estoy, aquí estoy, aquí estoy».
El segundo es: «Me alegro de que estés, me alegro de que estés, me alegro de que estés».
Por su amor a la música y su complacencia en desplegarse al servicio de la belleza, los terráqueos dan un nombre encantador a las criaturas. Las llaman harmoniums.”
Aquí estamos, aquí estuvimos, aquí estaremos. Y nos alegramos de estar aquí, de resistir y de luchar juntos y juntas. No subestimemos el poder de la alegría. La alegría no es sólo brasilera, se sabe, pero mucho menos es propiedad de los dueños de la «revolución de la alegría». Tal vez esta noche comenzamos a recuperar algo más que las cacerolas. Tal vez mi amigo Adrián tenga razón y la de esta madrugada haya sido una derrota con olor a triunfo.