De la pura felicidad como una de las bellas artes de la tristeza
Por Jotaele Andrade
Jotaele Andrade se aproxima al último disco del Indio Solari para indagar en la pura contradicción de un artefacto que es fiesta y tristeza simultánea. El Ruiseñor, el Amor y la Muerte trabaja en la compleja fusión de dos estados de ánimo irreconciliables.
El Indio y su tribu – Ontología de la triste felicidad
El ruido de una puerta que se abre da paso a ruidos de reunión festiva, las palmas que arrancan junto con la música, el coro “anarco-pontificio” bate palmas y entona con alegría conmovedora una canción que cuenta los desangelados milagros del callejón. El relato sobre pibitos jugados en la boca de lobo del sistema. Es también el relato de las dos víctimas (“Estás atado en el piso del baño/ boca abajo y BANG! BANG! BANG!”).
“Charcos amargos son tus quince años”, canta Indio, despegándose apenas del coro, una línea poética finísima. Los charcos ocurren en la irregularidad de la tierra, en los pequeños desniveles. ¿Qué otra cosan son los años de excluidos sino pozos que se rellenan con el líquido de la miseria? Allí se chapalea, se hace barro la existencia.
¿Por qué un coro alegre, para una canción que revela sin piedad que los milagros son del orden de lo dual? Ahí, en lo dual está una de las claves para escuchar esta obra avasallante. Indio no está solo en este disco, lo acompaña su tribu íntima, personal, algunes levemente enmascarados a través de alias, como él mismo, sí: Así desfilan Jay jay, Marcello Raiter, Ax, Rosie, Don Martín, Gustavo Cielito, Culito, Deborah, Luciana. Se puede decir que es el disco menos Indio Solari y más Carlos Solari. En esa tensión de mito y persona ocurre Protoplasman, quien firma las letras de las canciones de ese disco.
El coro “anarco-pontificio” es nombre con que se ha bautizado al conjunto coral que interpreta la tercera pista, es un oxímoron, es decir aquello que lleva en sí mismo su contrario, e ingresa así al orden de lo dual. La canción invita a mirar la oscura doblez del milagro con imágenes de una factura poética que no elude las referencias al orden mítico “jardines con sus manzanitas de oro”, que reelaboradas dentro del relato nos evidencia que los jardines de la existencia están llenos de limones, es decir de frutos ácidos; y da otras imágenes poderosas como “La Muerte que te mira hace visera”, donde conviven el gesto de la muerte de enfocar la mirada, ponerse la mano encima de los ojos y también está la visera como sucedáneo de “gorrita”. La muerte es un maestro de Alemania, escribió Paul Celan, en Fuga de la muerte. La muerte es un pibe-gorrita en el imaginario miedoso de cierto sector social.
Cuando pasa El callejón de los milagros deja flotando la sensación que el yo poético (interpretado coralmente pero salido de la pluma solariana) ha indagado hasta dar en cierta ontología de la triste felicidad, lo que hay o queda al final de todo o en el inicio de nada. En el pasado este yo poético ha dicho: vivir sólo cuesta vida. Aquí la vida cuesta sus agonías y sus intensidades, su tránsito por existencias que son carne de cañón y que, aun así, se viven como con la potencia del rayo.
En el Ruiseñor, el Amor y la Muerte esta ontología se establece en el discurso dominante de lo que va a perecer. Se construye, se levanta a sí misma en la tensión ambigua de la vida y la muerte. Se canta alegremente lo que se llora a moco tendido: “Qué rosa oscura vive y florece en los pantanos”, “Mi lengua dice todo el tiempo tonteras, que vine a vivir con mi muerte también”. El juego de convivir con la finitud y de vivir más allá del final está sostenido por una voz que casi susurra, que dice morosamente el tiempo que le está sucediendo.
¿Qué es lo que hay? La experiencia de haber sido. Una roca vuelta arena sobre la que va y viene el mar para seguir desgastándola.
Ontología de una construcción
Hay un corpus visual, una galería de personas, que recorre todo el librito que hace de soporte del cd. Pasan nombres conocidos, y otros no tanto.
Si lo que existe es lo que se puede representar mediante un discurso, este despliegue de personajes muestra una construcción de ser, en tanto receptor emocional, de diferentes discursos formativos en lo artístico, lo político, lo emocional, etc. Se podría decir que es una exposición virtual que transformó a Carlos Alberto Solari en Indio, en el artista. Ahí se nos muestra, y podemos tantear, los materiales discursivos que hubieron y trabajaron sobre la materia susceptible de la voracidad emocional de la persona y del artista.
Para ligar a ambos está, en este caso puntual, Protoplasman.
Si el protoplasma es el material viviente de la célula, es decir todo el interior, donde ocurre todo el metabolismo inherente al estar vivo, y comprende los procesos de digestión, respiración, absorción y excreción; entonces Protoplasman, es decir Indio, es decir Carlos Alberto Solari, es el producto ontológico de haber sido conmovido, tocado, modificado y, obviamente, “hecho” en todos los sentidos, que se dice, y nos dice, mostrando lo que fue esencial en su construcción de ser el que es.
Esto va hilándose y deshilándose al mismo tiempo en ese hecho concreto que es El ruiseñor, el Amor y la Muerte, objeto material, hecho artístico que construye en sí mismo, hasta el objeto sonoro que son los quince temas, hasta la lírica en que se resuelve cada canción, que a su vez…
Por los jardines se pierde el jardinero es un magnífico poema de Rita González Hesaynes, allí se escribió: “para hacer grande el mundo/ tuve que abrir los ojos”. Si para extender el concepto mundo más allá de lo evidente hay que ampliar la mirada no sólo se hace con la propia sino que en ella se incluyen las de la otredad. Eso es abrir los ojos. Esa es la función constructiva del corpus álmico-discursivo que se nos presenta en blanco y negro, que en términos de técnica artista podríamos figurarlo como una analepsis, ¿la fotografía es otra cosa que esa construcción del pasado en forma instantánea?
Este juego solariano parece decir lo que Rita en su poema:
“en mi propia creación supe extraviarme
para volver a verme en los retoños”
Una mano detrás del corazón
“El dolor más puro es el de haber sido tan feliz” se escucha en la canción que comparte el nombre con el disco. Otra vez la dualidad. Otra vez diciendo los pétalos para decir la flor. Construcción y deconstrucción. Lo deconstruido da la unidad perdida. Como decir la taza rota a través del estrépito.
La poeta, Olga Orozco escribió: “al pájaro se lo reconoce por su canto”. Este ruiseñor canta como si fuera la última vez pero por primera vez. Desde su título que remite tanto a Horacio Quiroga como al Oscar Wilde de la fabulita-cuento El ruiseñor y la rosa, el canto, la voz, de Indio es reconocible pero canta de otro modo. La voz por momentos es reflexiva, entendiendo esto en un tono que parece permanecer flotando en su decir, en lo que va diciendo. Otras veces entra como un agua de inundación. Sobre panderetas, aplausos, coros, riffs épicos y solitarios, melodías casi desnudas, desprovistas de tantas capas de texturas como en los anteriores discos, guitarras acústicas y pianos dulces, trompetas que inciden como si las atravesara esa luz que “amanece en el día del que no se podrá ver el fin”, con esa carga tremenda de lirismo, la voz de Solari tiembla de otro modo, dice de otra manera, pone una mano detrás del corazón de todes nosotres.
Es imposible que no ensombrezca/ilumine esta lírica, su mano detrás del símbolo emocional. Aquí, otra vez lo dual, ya en nosotres, desde lo enunciado/cantado.
En La moda no es vanguardia asistimos, nuevamente, a las torsiones poéticas brillantes:
“Me invento plegarias vacías, sin sed de fe, demasiado ciertas para ser verdad”. ¿No son las canciones las plegarias para un cantor? y, lo cierto no radica en la verdad. Una canción es un hecho cierto, podríamos decir.
La voz de Solari es la voz afinada casi hasta el filo que corta en esta canción, casi se hace silencio para decir:
“perdí lo que no tuve
gané lo que nunca merecí… y más”. Hay un eco en ese “que” repitiéndose hasta el final de “no tuve”, que se vuelve pregunta en esa repetición, qué, qué, qué. Es la mano poética haciendo sombras chinas en el corazón de los escuchas.
La triste felicidad: cotillón poético
“La oscuridad es otro sol” y “También la luz es un abismo”, son los títulos de los dos libros de relatos poéticos de Olga Orozco. Ese concepto que invierte las propiedades de la oscuridad y de la luz podría decirse de este disco y, muy puntualmente, en algunas canciones. La canción La oscuridad es oscuramente luminosa. O viceversa. Conmueve hasta las lágrimas, pasa como un guante de vidrios rotos sobre la carne del alma.
Quizás este sea el mejor disco de Indio. Ha frotado la lámpara del lirismo para decir la llaga de la existencia bajo la luz magnífica de la poesía. Va de la nada a la gloria (parafraseando una lírica anterior) “Gastá tu vida alguna vez/ bailando hasta el amanecer”, “el que la seca la llena allá en tu barrio”, pega donde duele “a casi nadie contenta su vida hoy”, “si la adversidad triunfa/ dolerá porque fui feliz”, pasa de la búsqueda de la felicidad donde se acepta “ya sé, dejé jirones de mi vida”, a la angustia fáctica que deja la felicidad “El dolor más puro fue haber sido feliz” y llega a la sorna cáustica “los tontos no descansan jamás”.
El baile de las chispas
Los personajes que en la voz de Solari se confiesan alrteanamente traidores, se hacen presentes otra vez en canciones como La ciudad de “Los encandilados”, desfilan ¿otros? ¿los mismos traidores? personajes como Panasonic, Chas Chás, El borrego. Todos puntualmente con su carroña personal pudriéndoseles. Para ellos pareciera ser urgente una de las propuestas ante el aletear de la muerte: “A bailar que no hay infierno!”.
Las líneas poéticas, de todas las canciones, caen como el cotillón para los desangelados, sobre la fiesta de los que bailan mientras mueren, como palabras de amor sobre la lucidez del que baila, sobre todo, porque no hay paraíso.
¿Entonces qué es lo que hay? Lo dicho: el peso de lo acontecido, su “puro dolor”, una ontología de la experiencia dada en el hecho artístico de un disco magnífico que se mira a sí mismo como el baile de la chispa desprendida de un fuego irrepetible.