A 30 años del asesinato de Bulacio: «Matar un rati para vengar a Walter»
Por Marcelo Simonetti
Al cumplirse 30 años de la detención y posterior asestinato del joven Walter Bulacio, detenido cuando intentaba ingresar al recital de los Redondos en Obras y torturado brutalmente en la Comisaría 35, Marcelo Simonetti recuerda lo que implicó el caso para los jóvenes de aquellos tiempos menemistas y el impacto de la masiva lucha contra la impunidad y la violencia policial que se llevó adelante en su nombre.
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Este 19 de abril se cumplieron 30 años del día en que la Policía Federal se llevó a Walter Bulacio de la puerta del Estadio Obras. No fue al único que se llevaron. Fueron más de 100 chicos detenidos ilegalmente, de los cuáles a 73 se los anotó como ingresados. A pesar de que como menor de edad no podía ser detenido sin intervención judicial, en la Comisaría 35 lo golpearon brutalmente y al día siguiente, cuando vieron que no reaccionaba, lo trasladaron al Hospital Pirovano, donde se confirmó la bestial violencia de las fuerzas de seguridad que le dejó golpes por todo el cuerpo y un fatal traumatismo de cráneo. Cinco días tardó Walter en morirse, no sin antes acusar a la policía por su tortura.
Desde ese 19 de abril, Bulacio fue tomado como estandarte por la juventud que acudía cada vez más masivamente a los recitales de rock, sufriendo la persecución, el hostigamiento y la represión de la yuta. Fue un momento de quiebre, que generó masivas movilizaciones de centros de estudiantes, organizaciones políticas y organismos de derechos humanos que denunciaban la pervivencia de las prácticas dictatoriales en las famosas “razzias” y exigían que el asesinato de Walter no quedara impune.
Mi caso no fue la excepción. Yo tenía 16 años, uno menos que Walter, y hacía un año y pico que había ido a mi primer show. Para mí, lo mismo que para otros miles, la convivencia con el abuso policial era la norma, la forma concreta en que el Estado intervenía sobre nuestras expresiones culturales. Eso era ser joven para nosotros. Iba a Cemento, a Die Schule, al El viejo correo, a New Order, a donde fuera que tocaran Los Violadores y Todos Tus Muertos. En los shows de Los Muertos era normal ver en la puerta a más policía que gente. También eran más los que se llevaba la yuta que los que lograban entrar. Los punkies de entonces ignorábamos que tan bien le empezaba a ir a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota porque los públicos del rock estaban claramente divididos en tribus musicales. A los punkies no nos caían bien los rolingas ni stones, claro. Pero todas las diferencias desaparecieron ante el asesinato de Walter.
La primera marcha exigiendo justicia por Bulacio se concretó con él todavía en coma. En la segunda, más multitudinaria, durante los primeros días de mayo de 1991, hice mi entrada a la vida política, como muchos otros jóvenes de las distintas tribus rockeras, todos exigiendo justicia y movilizándonos contra un enemigo común. Las marchas comenzaron a hacerse todos los jueves, empujadas por miles de adolescentes hartos del modus operandi del brazo armado del Estado, que desde la dictadura venía ensañándose con los hábitos juveniles.
Las movilizaciones, que se fueron haciendo cada vez más numerosas, tenían dos caras visibles: la abuela de Walter, junto al resto de su familia, y la abogada que los representaba, María Del Carmen Verdú. Fue precisamente el caso de Walter el que impulsó la formación de la Coordinadora Contra La Represión Policial e Institucional (Correpi). Y, junto con el caso del soldado Omar Carrasco (asesinado por los militares mientras cumplía con el servicio militar obligatorio) y los proyectos privatistas del gobierno peronista contra la educación pública (con la Ley Federal de Educación y la de Educación Superior), fueron los grandes eventos que pusieron a la juventud en la vanguardia de la lucha contra el menemismo desde 1991, cuando el grueso de las privatizaciones ya habían pasado, hasta el surgimiento de las luchas de los trabajadores desocupados, ya en la segunda mitad de la década.
En las movilizaciones por Walter era notoria la presencia de gran cantidad de escuelas organizadas y de chicos que concurrían con sus amigos de recitales, como era mi caso. Nos sumábamos al reclamo sin dudarlo, sabiendo que Walter podía haber sido cualquiera de nosotros. En las marchas también convivíamos con músicos de todas las tribus, que luego fueron convocados por Correpi a los shows que hacían en cada aniversario. A los músicos participantes también, como a Los Redondos, la policía les podría haber matado a uno de sus jóvenes fans en cualquiera de las razzias de rutina. En su momento, Verdú comentó: “De todo el arco de solidaridad que abarcó al rock, no hay banda que no haya estado en algún festival por Walter. Por fuera del rock también, todos se sumaron. La única que no pintó nunca fueron Los Redondos”.
Claro que, más allá de los guetos estilísticos, el rock de los noventa tenía una gran grieta (hoy imperceptible) entre el mainstream y la contracultura. Muy pocas bandas del rock “institucionalizado” se solidarizaron con la lucha por justicia para Walter y por la eliminación de los edictos policiales y de las bandas que batallaban en el under sólo una faltó, precisamente la que tocó aquél 19 de abril en Obras. Los Redondos no sólo hicieron silencio en un principio, sino que tampoco convocaron o participaron de marcha o festival alguno. En 1994 el Indio Solari eligió al diario Clarín para romper el ya estruendoso silencio mediático sobre el caso, planteando: “Una de las cosas que no me canso de decir en los shows es que cada uno debe cuidar su culito”. En pleno ascenso de la lucha contra la impunidad de los asesinos de alguien de su público, la frase generó un inmenso repudio. Años más tarde, el líder de la banda explicaría que no participaron en ninguna movida porque no querían que se haga una utilización del dolor genuino. Así comenzó a consolidarse la bronca de jóvenes de distintas tribus del circuito under con la banda e incluso la ruptura de muchos viejos fans ricoteros.
Es también en esos años, en el contexto de lumpenización y la falta de perspectivas para millones de jóvenes en los años más duros del menemismo, cuando la banda se vuelve definitivamente de masas, con su correlato menor en la expansión el rock barrial. Mientras que, por un lado estallaba la masividad de Los Redondos y se consolidaba el llamado rock barrial, por el otro, se profundizaba una lucha consecuente de la familia Bulacio, de su abogada y la Correpi, acompañada por organizaciones políticas y de derechos humanos y miles jóvenes del circuito contracultural.
En abril de 1996 se cumplían cinco años cinco años de la muerte de Walter. El 28 de ese mes Correpi organizó en Parque Rivadavia un festival para exigir justicia una vez más. Hacía tiempo que yo había comenzado a militar en el trotskismo, por lo que decidí concurrir al evento no sólo como público de rock sino también como parte de una organización política. El parque explotaba de heavies y punkies. En una esquina, tratando de amedrentar a los pibitos sueltos que se acercaban, estaba el habitual grupo de skinheads, esa policía voluntaria y casi vocacional que también nos acechaba alrededor de los tugurios donde nos reuníamos los fines de semana.
Pero ese día los pelados hicieron un mal cálculo. Improvisamos una reunión de las corrientes políticas presentes para ver qué hacíamos y no se llegó a un acuerdo. Entonces un amigo que después fue apuntado por los medios y por la yuta se subió al escenario en medio de la presentación de Actitud María Marta y desde el micrófono arengó al público a ir a buscar a los fascistas. Un grupo importante de la enorme concurrencia, al que nos sumamos algunos militantes sueltos, fue a buscar a los pelados. Los punkies y heavies estábamos acostumbrados a mutuos encontronazos violentos que operaban casi como gestos de reconocimiento tribal, pero esa tarde la acción contra el enemigo común nos hermanó y los fachos huyeron despavoridos. Fue la primera vez que esa guerra juvenil me sonó a justicia. Alguno que otro facho se plantó y le fue mal. Uno se encerró en un puesto de libros y le fue peor. Al neonazi Marcelo Scalera le fue peor que a todos los demás. La jornada me dio, y aún me da, una cierta emoción, pese a que los medios inmediatamente trataron de equiparar la muerte de Scalera con la de Bulacio. Pero teníamos muy claro que no todas las muertes son iguales.
La apreciación personal de Solari sobre la utilización que presuntamente hicimos de esta enorme lucha por justicia y por la eliminación de los edictos siempre tendrá una valoración subjetiva. Pero es incuestionable que esa masiva lucha juvenil logró que las cosas cambiaran un poco cada sábado, en cada recital, sobre todo en la vieja Capital Federal (porque en provincia la Bonaerense siguió poniéndonoslo difícil). Las razzias para cumplir con la cuota de detenciones por averiguación de antecedentes dejaron de ser la norma y la impunidad y el patoterismo policiales ya no fueron los mismos. Correpi, la organización fundada al calor de la lucha contra la impunidad en el caso Bulacio que fue la responsable de los festivales de resistencia más importantes de la fatal década final del siglo pasado, también contribuyó a abrir un camino de lucha antirrepresiva que sigue vigente.
Con la ridícula lentitud de los tiempos judiciales y su consecuente apuesta por la impunidad, recién en 2013 el comisario de la 35° Miguel Ángel Espósito fue condenado sólo por “privación ilegítima de la libertad” de un menor de edad sin considerar la tortura seguida de muerte, recibiendo una condena de apenas tres años de prisión “en suspenso”, sin aplicación efectiva. Diez años antes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) había fallado reconociendo la responsabilidad del Estado argentino, exigiendo que se eliminara la potestad policial de pedido de identificación y detención discrecional. Esta prohibición fue anulada en 2016, en clara violación del derecho internacional, volviendo a darle a las fuerzas de seguridad más libertades para su permanente vocación represiva.
Poco pudimos disfrutar de este fin de los edictos policiales de 2003 ya que al año siguiente, en Cromagnon, el Estado y la futbolización del rock se cobraron la vida de casi 200 pibes. Después vino el operativo de desmembramiento de todos los espacios de encuentro del circuito juvenil en nombre de la seguridad. Pero esa ya es otra historia. En cualquier caso, queda claro que los derechos y las conquistas que logramos arrancarle a las instituciones con la lucha y la movilización no son peldaños de una escalera que nos lleva al paraíso sino un territorio en permanente en disputa.
Walter fue la cara pública de miles y miles de jóvenes que vivimos la pervivencia de las lógicas de la dictadura en las fuerzas de seguridad y la bandera que llevamos durante años y que hoy seguimos agitando como símbolo de resistencia y lucha. Este compromiso contra la represión institucional y la impunidad fue una escuela que nos enseñó más de la vida que todas las teorías escritas en los libros y todas las proclamas.