Afuera se irán las penas y el dolor: Una crónica del AD10S

Por Nacho Saffarano

Nacho Saffarano comparte con Sonámbula una crónica emocionada de lo que significó estar en la Plaza de Mayo para la frustrada despedida al barrilete cósmico. Las miserias políticas y los bastones policiales ya habían hecho su jugada para clausurar el duelo, pero la gente no se iba de esa Plaza en la que tantas otras veces hemos llorado y resistido.

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Esta crónica es un trozo condensado de la historia tal como yo la viví. Le robo el comienzo del Prefacio de Diez días que conmovieron al mundo a John Reed y pido perdón por el uso de la primera persona. Este también es un pedazo de mi duelo.

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La espalda de la Casa Rosada se ve impactante desde las escalinatas del Paseo del Bajo. Ayer esa fue la frontera física entre la Buenos Aires opulenta que toma sol en los bares de Puerto Madero y el aluvión que copó Plaza de Mayo y alrededores para despedir a Diego.

Entramos a la Plaza por una avenida Rivadavia flanqueada por unos camiones/tanques de la Federal que metían miedo de solo mirarlos. Llegamos tarde, es cierto. Salimos de La Plata después de laburar, cuando la feroz represión ya había pasado. Toda la Autopista estuvimos viendo videos de cómo se buscaba despejar la 9 de Julio para cortar la fila que seguía intentando llegar a la Rosada para ver el féretro y tirarle una rosa, una camiseta, llorar o hacerse la señal de la cruz. A nosotros eso no nos interesaba, tal vez porque ya se había convertido en un imposible. Que termina a las 16, a las 19, que capaz que sigue hasta mañana, que va a haber caravana, que firmó un papel para que lo embalsamen.  Como el propio Diego, todo era posible y todo era incierto. Entonces nos resignamos y fuimos a buscar al Diez que estaba en la calle, tomando birra, haciendo pogo, llorando y abrazándose con sus iguales.

El clima estaba raro. Mucha gente se había ido, mucha gente se abstuvo de ir. Si el objetivo de las balas de goma, de las motos a toda velocidad entre la gente, de los tanques de las Fuerzas de Operaciones Especiales, eran lograr despejar la zona e intimidar a otros para que no se acerquen, hay que reconocer que fue brutalmente efectivo. Lo que debería haber sido un festejo de millones -sí, una muerte que el pueblo en la calle transforma en festejo- se vio opacado por la incapacidad de la clase dirigente de organizar una ceremonia a la altura de lo que Maradona representa. Es injusto caerle a Claudia y a sus hijas como responsables de esta bestialidad. Si el Gobierno aceptó el imposible de querer velarlo durante sólo diez horas en la Casa Rosada, desde ese mismo momento se sabía que el desenlace iba a ser el que fue, si se no proponía una alternativa. Hermano, sos el Estado. Tenés toda la maquinaria a tu disposición. Poné 50 pantallas, cortá Avenida de Mayo hasta el Congreso, imprimí gigantografías, inventá un Paseo Maradoniano, pero no reprimas, viejo ¿Cómo vas a reprimir el funeral del Diego? ¿A nadie se le ocurrió una sola alternatia que no fuera tirar tiros para todos lados? Y si la idea existió, ¿por qué siempre es la fórmula de los palos la que gana?

A pesar de estas sesudas reflexiones, nos metimos en la Plaza. Parecía una de aquellas clásicas presentaciones de Fútbol de Primera, donde se veían hinchas de todos los clubes haciendo la previa para entrar a la cancha. Solo que acá estaban todos juntos y revueltos. Excursionistas y Defensores de Belgrano, Central y Newell´s, Juventud Antoniana y Central Norte, River y Boca. Y no había cancha. Pero estaba el Diego, que es el fútbol y mucho más que el fútbol. Por eso no sirven de nada esas comparaciones de Maradona con cualquier otro futbolista. Porque tal vez Pelé, tal vez Messi, tal vez el robot que juegue en el futuro, puedan ser mejores futbolistas. Pero nadie nada nunca va a conmover a un planeta entero, ni cumplir ese sueño del Esperanto de construir un lenguaje universal sólo a partir de su nombre, ni lograr que los hinchas de Vélez y de Chicago colaboren para armar una barricada en Diagonal Norte con vallas afanadas para evitar el paso de las motos de la yuta.

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El monumento a Belgrano se transformó en un gran paravalancha. Banderas de Boca y de Argentina, de nuevo camisetas de cualquier equipo que se nos ocurra, “Diego, mi buen amigo, esta campaña volveremo´ a estar contigo”, giraban alrededor del caballo de bronce. Ese era el punto neurálgico del encuentro, donde la mayor cantidad de gente estaba reunida. Bien pegados a la reja, haciendo uso de la altura para ver si se podía pispear algún movimiento. Ese también era el epicentro favorito para los canales de televisión, que tiraban zooms disgustados para confirmar que los negros no respetaban el distanciamiento social.

La pandemia suspendió nuestras vidas y la muerte de Maradona quizás nos ofreció el momento más cuerdo de este año enloquecido. Un instante para sabernos frágiles y contradictorios, para renunciar por un rato a ciertos cuidados porque elegimos cuidarnos desde otro lado. Ayer necesitábamos ese abrazo, ese calor del encuentro callejero que la peste nos venía arrebatando desde marzo. Ayer, el día 1 d.D. (Después de Diego), también fue primero de la nueva normalidad.

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A eso de las 17:30 hubo un fuerte desplazamiento hacia el lateral izquierdo de la Rosada. Salía el féretro y comenzaba la caravana. El caos del mediodía había abortado cualquier posibilidad de seguir el recorrido de cerca. El velorio de la gente, sin embargo, seguía en la Plaza mientras la caravana fúnebre aceleraba. Nadie se fue y las birras empezaron a rematarse (ya estábamos en condiciones de conseguir 2 por $150). Lo mismo con los choris. Y se seguía cantando. Pasaron el himno, los maradó-maradó, el que no salta es un inglés. El sol empezaba a caer y la escena se volvía cada vez más melancólica. Me hubiese encantado darle un abrazo, un consuelo a aquel gordo de metro noventa con musculosa de Boca que lloraba y se apretaba una bandera de Argentina contra el pecho. Vaya uno a saber cuántas tristezas caben en un solo llanto.

El sol ya cayó y el Diego ya no estaba. Pero nadie se iba. Es que, parafraseando a Zitarrosa, no hay cosa más sin apuro que un pueblo haciendo su duelo.

 

Foto de portada: Guido Piotrkowski