Argentina, 1985: En esta familia, de política no se habla
Mercedes Alonso fue a ver Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre que se erigió como el acontecimiento cinematográfico del año en nuestro país. El curioso caso de una película que aborda uno de los hechos políticos centrales de nuestra historia reciente pero que pareciera pretender hacerlo como si se tratara meramente de un caso judicial. Porque en esta familia, de política no se habla.
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El viernes después del estreno de Argentina, 1985 estaba dando una clase en la que un estudiante, a cuento de otra cosa, dijo que ya la había visto. Faltaba algo más de media hora, pero la clase quedó ahí o se transformó en otra cosa porque no había casi nada que pareciera más importante en una carrera que forma gente para hacer cine que hablar de eso; el gran acontecimiento cinematográfico del momento (que no es para nada lo mismo que la película del año).
Hay dos preguntas que dan vueltas en ese intercambio: qué está haciendo el cine argentino con la representación del pasado y si es una película de derecha (una frasesita que circula sin que nadie explique nunca demasiado qué significan esos términos).
A medida que la pienso sin verla, mientras la veo y mientras tipeo en las notas rápidas del teléfono desde la butaca (al final, con las luces de la sala prendidas, por supuesto), lo que se va armando con las dos intrigas y otras más confluye en el sistema de referencias a los géneros y a las películas del pasado al que apela la de Santiago Mitre.
Entrada
Argentina, 1985 tiene algo de melodrama, porque nos conmueve y nos reconcilia, y algo de épica, porque hay alguien que toma la decisión de hacerse cargo de una tarea difícil, corre peligro de muerte, consigue apoyos, conquista posiciones y triunfa. Y porque todo eso pasa en casi 140 minutos (no es un dato menor en el género).
Hay una estructura narrativa que es clave para sostener esto porque sigue la del camino del héroe o la del western: la reticencia del fiscal Strassera a asumir la tarea, la aceptación de lo que le corresponde porque es su obligación y su responsabilidad y el proceso de selección de “los chicos” que van a integrar su equipo.
Hay, también, tres significantes clave: “¿Te pueden matar?” en boca del hijo, Javier o “Strasserita”, más fascinado que asustado; la circulación de la palabra “héroe” y el mapa de los centros de detención en un plano propio de película bélica.
Hay, finalmente, un efecto: en mi función, la gente aplaudió la lectura de la acusación con más convicción que el final de la película.
Strassera es el héroe de una historia que su hijo sintetiza en la pregunta simplificadora que se le disculpa porque es un niño: “¿Vas a meter preso a Videla?”. Está también la micro-cruzada de Luis Moreno Ocampo contra la familia militar: el que se aparta del camino fácil en nombre de la justicia y gana, no tanto porque gane el juicio sino porque conquista un tibio apoyo de su madre, que va a misa con Videla.
Por este lado, Argentina, 1985 tiene algo de La historia oficial. Construye el relato del terrorismo de Estado de manera tal que convence a personajes imposibles de convencer: la apropiadora que encarna Norma Aleandro en la película de Luis Puenzo y la madre de Moreno Ocampo. Las dos son el modelo de lxs espectadorxs que se proyecta incorporar al sentido común que propone cada película.
Intensidad
Argentina, 1985 tiene también algo de La noche de los lápices porque pone en escena los testimonios con, de nuevo, vocación pedagógica. Su presentación, sin embargo, es opuesta en los términos que plantea una polémica clásica sobre la representación del horror. La opción en este caso es evitar las imágenes narrativas de la violencia. Lo que aparece, en cambio, son los documentos en pantalla y las versiones orales del Nunca Más: algunos fragmentos durante la recolección de pruebas, un collage de voces que se oyen y se apagan mientras la cámara se desplaza por la sala, y las versiones más integrales durante el juicio, especialmente el testimonio de Adriana Calvo de Laborde. Su historia, que es clave durante el juicio y produce momentos cruciales de la película, es segmentada en varias partes para dosificar su intensidad dramática.
La doble intensidad del testimonio y de la narración cinematográfica golpea a pesar de que no hay imágenes, como sí había en La noche de los lápices, o justamente porque no las hay. Quizás también porque Laura Paredes interpreta a Calvo de Laborde. El golpe de efecto tiene una función narrativa, una en la reconstrucción histórica que debe producir reconocimiento e identificación y es central para la transmisión de la memoria a las nuevas generaciones, una forma más precisa de lo que antes llamé vocación pedagógica.
El modelo de recepción son los jóvenes que integran el equipo de Strassera: un conjunto de identidades, conciencias e inconsciencias políticas variadas que aprenden sobre el pasado a lo largo de la investigación. Argentina, 1985 también es un relato de aprendizaje. Narrar el horror de lo real -con o sin imágenes- siempre sirvió para esto, como en La noche de los lápices, que se cita con la aparición de Pablo Díaz como testimoniante en el juicio (en el que Alejo García Pintos, el actor que lo interpretaba en la otra película, es el juez; trivia inútil y a la vez un guiño que no puede no ser consciente).
Lo que escuchamos de su testimonio corresponde a la escena a la que La noche de los lápices le confiaba gran parte de su impacto: la violación de María Claudia Falcone, que ninguna película muestra, aunque la otra sí represente escenas de tortura (hay, en el cine argentino, desde entonces hasta ahora, una tortura que se muestra y otra que no y hay, incluso, formas de mostrarla: las manos crispadas como elisión del resto del cuerpo fueron muy de los 80).
La referencia al golpe de efecto de la película de Héctor Olivera es un golpe de efecto en la de Mitre. Es, también, una invocación del cine argentino en crisis al cine de los 80 como modelo industrial. Sin embargo, ¿puedo estar en contra de la cita y la repetición del gesto de la película con la que buena parte de mi generación ganó conciencia política?
Fuga
En Argentina, 1985 hay, por último, una referencia a El secreto de sus ojos. De manera más notoria, aparte de la presencia de Darín, por el despliegue de una picaresca de Tribunales hecha de los chistes que en la película de Campanella concentraba el personaje de Francella y ahora se combinan con la seriedad de Strassera para aligerar la tensión melodramática y épica que corre por los pasillos. De paso, es una invocación a la otra superproducción del cine argentino de los últimos años. Argentina, 1985 pide un Oscar. A la vez, cumple, para una nueva generación, la función de al menos dos de las películas citadas.
Hay un momento anterior a verla, que coincide con el episodio de la clase que conté al principio, en el que pienso que el cine argentino sobre el pasado está dejando la década del 70. Pero no es cierto, va a los 80 como marco (estético) para seguir hablando de los 70. Es la película sobre los 70 para la generación de la nostalgia por los 80, lxs que ven Stranger things, por ejemplo, y podrían entusiasmarse cada vez que en la película suena Los abuelos de la nada. Cambian el enfoque, lxs destinararixs, las estrategias.
A la vez, no deja de ser una película para que las generaciones anteriores reconozcan el pasado: los personajes, la historia, los espacios de Buenos Aires. Argentina, 1985 apuesta por la nostalgia de los tonos apagados, la luminosidad en sepia, el reconocimiento y la reconstrucción histórica como respuesta a una demanda de fidelidad que empieza con que está inspirada en hechos reales y termina con las imágenes en blanco y negro que muestran los “modelos reales” de lxs personajes, con un triunfo técnico en los momentos finales del juicio en que las imágenes de archivo y las de ficción se funden y confunden.
La identificación de espacio y tiempo es el juego que define el doble título, Argentina, 1985: para el público (de diferentes generaciones), para el Oscar.
Por eso, tal vez, la película está llena de aparatos de época: teléfonos, radios, televisores. Sobre todo los últimos, que resultan utilísimos para exponer representaciones del público: los que miran las pantallas, los que escuchan y ven lo que les corresponde y lo que no (los que espían, como el hijo de Strassera a los jueces que deciden las sentencias en Banchero), hasta el público del juicio que modeliza la recepción en la sala.
La secuencia más conmovedora, sin embargo, está mucho antes, cuando Strassera sale al balcón durante la televisación del informe de la CONADEP y mira las ventanas iluminadas por los televisores en los edificios de enfrente. El público define las elecciones narrativas de la película, el destino del héroe y el resultado del juicio.
Basta
No tengo certezas ni respuestas para mis propias preguntas; sobre todo para la segunda, si es una película de derecha o incluso, si lo que hace Argentina, 1985 es cine político, que es otra categoría que se escuchó. ¿Por qué lo sería? ¿porque habla de política? ¿porque toma partido? ¿Alcanza con eso? ¿O porque lleva gente a las salas, se ve y se discute?
Me quedo con una última resonancia, más que referencia: cuando la madre de Moreno Ocampo dice “en esta familia de política no se habla” escucho a Mariano Llinás diciendo lo mismo sobre “el cineasta” en Corsini interpreta a Blomberg y Maciel, su película anterior, y a Gatica en la película de Leonardo Favio: “yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”. El juego de Argentina, 1985 también es no hablar de política: contar un hecho político como si fuera un hecho judicial y como si no se lo filmara desde ninguna posición más que, como se escuchó, la defensa de la democracia, como si la democracia fuera sentido común y como si el programa político del radicalismo fuera la Constitución (como decía Yrigoyen), un contexto en el que Darín puede ser el héroe nacional. Pero esas posiciones, incluso la última, que implica una forma de hacer y ubicarse en el cine argentino, su industria y su star system, son políticas.