Aristipo recomienda: La revolución, según Perry Anderson

Patricio Rago, fundador de Aristipo, una de las librerías más interesantes de Buenos Aires, va a compartir periódicamente con Sonámbula alguno de sus textos favoritos, clásicos, descubrimientos sorprendentes o lo que le dicten su capricho y su buen gusto. Hoy un fragmento de “Modernidad y Revolución”, de Perry Anderson.

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Perry Anderson es, según nuestra humilde opinión, uno de los historiadores más importantes y lúcidos de los últimos tiempos. Nació en Londres en 1938. Actualmente vive en California. Entre sus libros recomendamos Transiciones de la antigüedad al feudalismo, El Estado absolutista y Teoría política e historia: Un debate con E.P. Thompson.

En esta ocasión, nos gustaría compartir con ustedes un fragmento en el que Anderson nos recuerda el significado de la palabra revolución. El fragmento forma parte de un texto llamado “Modernidad y revolución” compilado por Casullo en El debate modernidad posmodernidad.

Modernidad y revolución (fragmento)

«La revolución es un término con un significado preciso: el derrocamiento político desde abajo de un orden estatal y su sustitución por otro. No hay nada que ganar con diluirla en el tiempo o con extenderla a cada porción del espacio social. En el primer caso, resulta imposible de distinguir de las meras reformas, es un simple cambio, por gradual o fragmentario que sea, como en la ideología del eurocomunismo moderno o en las versiones afines de la socialdemocracia, en el segundo, se queda en una simple metáfora que puede ser reducida a supuestas conversiones psicológicas o morales, como en la ideología del maoísmo con su proclamación de una «Revolución Cultural». Frente a estas devaluaciones del término, con todas sus consecuencias políticas, es necesario insistir en que la revolución es un proceso puntual y no un proceso permanente. Es decir: una revolución es un episodio de transformación política convulsiva, comprimida en el tiempo y concentrada en sus objetivos, que tiene un comienzo determinado (cuando el viejo aparato del Estado está todavía intacto) y un término preciso (cuando este aparato es roto definitivamente y en su lugar se erige uno nuevo). Lo distintivo de una revolución socialista que creara una auténtica democracia poscapitalista sería que el nuevo Estado tendría un carácter de auténtica transición hacia los límites practicables de su propia autodisolución en la vida de la sociedad en general.

En el mundo capitalista avanzado de hoy, es la aparente ausencia de cualquier perspectiva de este tipo en un horizonte próximo o incluso lejano —la falta, al parecer, de cualquier alternativa concebible al statu quo imperial de un capitalismo de consumo— lo que obstaculiza la posibilidad de cualquier renovación cultural profunda comparable a la gran Era de los Descubrimientos Estéticos del primer tercio de este siglo. Las palabras de Gramsci siguen siendo válidas: «La crisis consiste», escribía, «precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer, en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas de enfermedad». Es licito preguntarse, sin embargo: ¿se puede decir de antemano algo sobre cómo podría ser lo nuevo? Creo que sí se puede predecir una cosa.

El modernismo, como noción, es la más amplia de todas las categorías culturales. A diferencia de los términos gótico, renacimiento, barroco, manierismo, romanticismo o neoclasicismo, no designa en modo alguno un objeto descriptible: carece por completo de contenido positivo. De hecho, como hemos visto, lo que se oculta tras esa etiqueta es una amplia variedad de muy diversas —y de hecho incompatibles— prácticas estéticas: el simbolismo, el constructivismo, el expresionismo, el surrealismo. Todas estas prácticas, que poseen programas específicos, fueron unificadas post hoc en un concepto global, cuyo único referente es el mero paso del tiempo. No hay ningún otro concepto estético tan vacío o tan viciado. Porque lo que en un tiempo fue moderno pronto se vuelve obsoleto.

La futilidad del término y de su correspondiente ideología puede verse con toda claridad en los actuales intentos de aferrarse a los restos de su naufragio y sin embargo nadar con la marca más lejos aún de él, mediante la acuñación del término «posmodernismo»: un vacío que esconde otro vacío que esconde otro vacío, en una regresión serial de cronología autocongratulatoria.

Si nos preguntamos qué haría la revolución (entendida como ruptura puntual e irreparable con el orden del capital) con el modernismo (entendido como este flujo de vanidades temporales), la respuesta es, sin duda, que le pondría término. Porque una auténtica cultura socialista sería una cultura que no buscaría insaciablemente lo nuevo, definido simplemente como lo que viene después, destinado a ser rápidamente arrinconado con el detritus de lo viejo, sino más bien una cultura que multiplicaría lo diferente, en una variedad de estilos y prácticas concurrentes mucho mayor de la que jamás ha existido antes: una diversidad basada en una pluralidad y complejidad de posibles formas de vida mucho mayores que las de cualquier libre comunidad de iguales, que no estaría dividida ya por clases, razas o géneros. Los ejes de la vida estética serían, en otras palabras, horizontales y no verticales. El calendario dejaría de tiranizar u organizar la conciencia del arte. La vocación de una revolución socialista, en este sentido, no sería prolongar ni servir a la modernidad, sino abolirla.»