Banda sonora de un confinamiento distópico
Por Natalia Santucci
Natalia Santucci comparte con Sonámbula una suerte de diario musical de la cuarentena, donde cada uno de los múltiples estados de ánimo que todxs atravesamos en este largo mes de aislamiento social dispara una canción o construye un recuerdo.
.
Me gusta pensar que todes tenemos una banda sonora. Si emprendemos un viaje retrospectivo y recordamos diferentes escenas de nuestra vida, seguro vienen a nosotres acompañadas de una o más canciones. Y a la inversa, si escuchamos una canción probablemente nos lleve a algún momento del pasado. O construya en el presente un recuerdo que, en el futuro, traerá letra y melodía. Lo que solemos llamar un loop.
Esta pandemia se inscribe de mil maneras en las subjetividades. A nivel individual y colectivamente. Personalmente transité por diferentes humores. Y a cada humor, o mezcla de ellos, corresponde una canción.
Home sweet home
And I thank you for bringing me here
For showing me home
For singing these tears
Finally I’ve found that I belong here
«Home», Depeche Mode
El 12 de abril se cumplen 5 años de nuestra mudanza. Antes vivíamos en plena urbe, con el sonido estridente del bondi al frenar en la esquina, con ese murmullo constante que sólo se aquieta en la madrugada. Ya un lustro de amanecer con teros alborotados y horneros gritones. Todas las ventanas de mi casa me llenan de verde. Hasta la del baño: sentada en el inodoro voy siguiendo como se viste y desviste el roble. Somos conscientes de este privilegio.
El último año fue difícil. Una crisis de esas que te dejan en carne viva. Hubo días que no quería volver a casa. Al salir del trabajo, en plena ciudad, subía al auto, ponía música y fantaseaba con seguir, y seguir, y seguir… Pero me esperaban mis hijas. En esos meses ellas fueron mi hogar. Cuando hubo pasado el tiempo, y el dolor me anestesió lo suficiente para quedarme quieta, mi casa fue mi refugio. Aprendí mucho de mí, de mi familia y de mi forma de amar.
En las vacaciones de verano nos fuimos al sur. Un viaje deseado desde hacía bastante. La patagonia tiene esa vastedad que te permite la suficiente intimidad como para no perderte de les tuyes. Te mantiene en eje, en un equilibrio entre el disfrute con otres y el goce con une misme. Mi temor era volver. Después de un año donde la prioridad fue desarmarme para rearmarme, y después de otros años donde el acento estuvo en la maternidad, necesitaba pensar mi perspectiva laboral. Ya en diciembre tenía un par de planes y quería ponerlos en marcha. Sin embargo la misma idea de redirigir la energía hacia proyectos más personales y fuera de casa me generaba ansiedad y desazón. Me había aquerenciado y temía perder lo ganado una vez atravesado el temporal.
El 16 de marzo llegué al instituto, al lab, a la facu (depende quien sea mi interlocutor tengo diferentes formas de llamarlo), revisé el correo, tomé unos mates a la par que preparaba mi note y mi cuaderno con los últimos experimentos, me agendé un turno en un equipo (en caso de que el viernes pudiera volver) y salí hacia casa con la incertidumbre de lo que vendría. El 19 de marzo la cuarentena me escupió en la cara el deseo de resguardarme en casa. Con angustia, con temores, con hastío, pero en casa.
Everyday is like Sunday o la monotonía de los días
This is the coastal town
That they forgot to close down
Armageddon, come Armageddon!
Come, Armageddon! Come!
«Every day is like sunday», Morrisey
Me despierto bastante más allá del horario en el que me hubiera gustado. Me cuesta distinguir con claridad si es miércoles o jueves. Dos semanas atrás tenía establecida toda una agenda de actividades. Mía y de las nenas. Sin embargo hoy me cuesta hasta pensarlo. La humedad, cual traje de neopreno, se me adhiere a la piel. Todo es como gomoso últimamente. Desde mi aspecto hasta el transcurrir de los días, en una cadencia que me exaspera. Y sin embargo nada me activa. Nada de nada. Lo único que no para es mi cabeza. Miro cifras, leo artículos, pienso. Algún meme que me hace reír en las redes, la radio que suena de fondo, mi compañero y el ritual del mate (¿deberemos abandonarlo pronto?). ¿Cómo sostener este confinamiento sin estallar y, a la vez, permiténdome hacerlo?.
Nunca me gustaron demasiado los domingos. De niña me deprimían los parques atestados de gente. De adolescente, los pasaba adormilada, post trasnochada del sábado. Luego la facultad, cuando el domingo se aprovechaba desde muy temprano para preparar parciales y finales. Y después, la plena adultez y la propia familia me permitieron cierta reconciliación y hasta su disfrute. Hoy todos los días huelen a domingo, transcurren en una intimidad profundamente abrumadora. Como en El día de la marmota, me siento una especie de Bill Murray, aunque no sola sino en la compañía de millones, prisioneros, al igual que yo, de esta pandemia.
Somos parte de ésto
This is just a nightmare
Soon I’m gonna wake up
Someone’s gonna bring me ‘round.
«Four minute warning», Radiohead
Cuando este confinamiento empezó a presentarse como una opción, el discurso hegemónico fue “aprovechemos el tiempo”. Leamos, escribamos, pintemos, cocinemos, hagamos laborterapia, trabajemos desde casa, en pantuflas si es posible. De pronto nuestra casa devino en atelier, reforzando esta noción de búnker primoroso que es nuestro hogar, como resguardo de todo el horror que encierra el mundo. Sin embargo en muchos casos no existe hogar y el horror duerme a nuestro lado. Además, nuestro hogar, por más primoroso que sea, es parte del horroroso mundo que hemos sabido construir.
¿Acaso no se detuvo el planeta? Estamos viviendo una situación muy atípica, ¿entonces por qué todo debiera continuar como si nada? Los ánimos están enrarecidos, se nos llena la cabeza de contradicciones, mil preguntas y pocas respuestas ¿Será que la angustia ha dejado de ser nuestro derecho? No todes tenemos los mismos recursos subjetivos y materiales para sostener esta cuarentena. Y a todes se nos juega la vida o la de les que queremos pero de distintas maneras. La vida es hoy, en la más dramática de sus acepciones. El ejercicio de la empatía debiera estar a la orden del día. Pero no.
Durante años la biopolítica viene pidiendo ser parte del TEG. La política socioeconómica no debiera ser pensada sin la profunda mirada de la biopolítica. La ecología, como disciplina científica novel (y no tanto, en su rol de eterna cenicienta), es fundamental en el tablero, no ya para ofrecer alternativas veggie en el menú sino para pensar modelo agroproductivo, cuidado del medio ambiente, políticas de reforestación, resguardo del agua como recurso vital y no renovable. Sólo nos salvaremos con el otre, ya no a costa del otre. Esa es la advertencia a la que nos enfrenta la Covid 19. Permitamos al otre que nos ayude a despertar.
Extraño el cuerpo de les otres
Y supimos,
de los lazos y los cuidados
del silencio
y estar acompañados
«María», Acorazado Potemkin
¿Tal vez los días más aciagos puedan guardar cierta felicidad, o será otra nueva percepción que trae esta pandemia? Veníamos pidiendo más amor a una humanidad arrasada moralmente y, de pronto, en la imposibilidad del abrazo, ese amor se configura de otras maneras, en pequeños y grandes gestos que nos hacen sentir acompañades mientras reconstruyen cierta ética olvidada. El contacto con les otres toma una dimensión diferente y muches reforzamos esta idea de que somos seres sociales, de que nos gusta y elegimos vivir en sociedad.
En lo personal, y pese a que esta cuarentena me permite la compañía constante de mis hijas y mi compañero, siento la falta del abrazo, el roce y el beso. Mirar de cerca la nueva arruga en la cara de mi vieja. Las risas o enojos de mis compañeres de trabajo. El rimmel corrido al final del día en los ojos de mi amiga. Una panza que crece y aun no he podido ir a celebrar. La carcajada desbordante de les pibes a la salida de la escuela. Montones de pequeños sonidos y detalles que ponen en evidencia que la vida transcurre en una sucesión de escenas mínimas, siempre con otres. Cuando no están, el vacío nos desorienta y el silencio nos ensordece.
Si se posterga el contacto, el reloj se detiene. Como si enero fuera eterno, con les amigues de vacaciones y en lugares lejanos. Con la tensión de la expectativa por lo que está por llegar. Dicen que la carencia genera el deseo, y yo ardo en las ganas de mirar a la cara a mi gente, no ya desde una videollamada sino en el placer infinito de la calidez del abrazo, el roce y el beso.
Artes del fuego o el fuego-amor de Cave
Some begged, some borrowed, some stolen
Some kept safe for tomorrow
On and endless night, silver star spangled
The bells from the chapel went jingle-jangle
«Do you love me?», Nick Cave
Desde enero que no voy a mi galpocito, devenido-taller. Hoy tengo ganas de sentarme en el torno. Una de las muchas cosas que me gustan del lugar donde ubiqué el torno es que, cuando levanto la vista de la pella, veo la entrada de mi casa y la calle. Una calle tranquila, por la que pasan pocos autos, algunas bicicletas, perres amigues y mis hijas cuando deciden trasladar su juego hasta allí. Necesito música, y la cerámica se acompaña muy bien con Cave.
Encuentro un poco de arcilla húmeda, las nenas no llegaron a usarla el otro día, cuando quise sentirme menos mala madre y se las ofrecí para que jugaran un rato. Como me enseñó mi profe, amasar la pasta es un acto de amor, hay que hacerlo durante el tiempo suficiente para que las partículas de arcilla desplacen las burbujas de aire atrapadas y puedan fundirse, abrazarse. Eso que nosotres hoy podemos poco o nada. Hay que amasar todo lo que dura un tema musical y Spotify pone «Spinning song». Los dedos se humedecen y empastan, las palmas mantienen la arcilla en su lugar y mis pectorales trabajan durante más de cuatro minutos.
Me siento en el torno y «Tupelo» permite que me enfoque e intente centrar la pella. Me lleva un rato. Algo en su interior delata inestabilidad, al igual que en mí. Cierro los ojos para sólo sentir, recuerdo la imagen del video con las palmeras sacudidas por la tempestad. Me decido a abrirla. Cuando hundo los dedos estalla una burbujita de aire. Y todo se calma. Ya suena «Do you love me?» Cómo no hacerlo.
Entonces abro lo suficiente y levanto un hermoso cilindro, de esos que en tus primeros ejercicios de alfarería te parecen imposibles. El juego de fuerzas es entre mis dedos que, desde dentro, se oponen a los de mi otra mano que, por fuera, empujan la pared y hacen crecer a mi cilindro. Nada mal, hacía tiempo que no torneaba. Es como andar en bicicleta. «Henry Lee» me hace cantar mientras ajusto mi nuevo futuro trasto. La calle está desierta, como casi siempre en estos días. PJ también merece una crónica.
Busco la tanza y corto en la base. Me seco bien las manos para poder sacarlo del torno sin destruirlo. Acerco una tabla. El momento de levantar la pieza me llena de nerviosismo porque eso que uno gesta puede ser muy frágil en sus comienzos. Lo saco y la boca se ovala un poco. Me humedezco el dedo y, como si estuviera untando una vagina con lubricante, le devuelvo su forma mientras suena «Girl in Amber». La cerámica es pura metáfora.
Lo que no se nombra
Todos tienen algo que envidiarle a los muertos
Parecido a estar dormido; no se tapan, ni oyen ruidos
Y no sueñan pesadillas y no hay que madrugar
«Los muertos», Acorazado Potemkin
La Covid 19 me ha llevado a pensar recurrentemente en mi viejo. Mi viejo en verdad no era mi papá, era la segunda pareja de mi mamá. Pero mi viejo era mi papá. Mi viejo murió hace más de 4 años. Tenía EPOC, un día sus pulmones dijeron “hasta acá”. La última tarde que lo vi fuera de la UTI, jadeaba. De haber sabido que era su última tarde conmigo, le hubiera dado las gracias por tantísimo amor, por tantísimo padre que fue y que es.
La Covid 19 nos enfrenta a muches con las representaciones que tenemos de la muerte. La de nuestres padre y madre, y también de la propia. Es un secreto a voces que estamos asustades por la proximidad de la muerte. Y escapamos a esas imágenes como podemos. Mediante nuestros vaivenes neuróticos elegimos padecer por muchos otros motivos, pero no por la muerte. Les que nada o poco tienen para perder en ésta, les que la sienten respirarles en la nuca todo el tiempo parecieran andar en otras tribulaciones. Será que la neurosis también es un privilegio de clase.
Alguna vez estuve cerquita de la muerte. Otra vez se llevó mi niño que no nació. Y en mis dos embarazos subsiguientes, tuve mucho miedo por las noches. Pensaba que ladrones podrían entrar a casa. Les sentía caminar en la terraza. En verdad temía a quedar plantada otra vez ante el vacío. Después esos episodios se fueron. Hasta hace un par de noches atrás, cuando unes gates me sorprendieron en la madrugada. Y otra vez sentir ladrones en la casa. Y otra vez el miedo al abismo.
Como dicen les viejes, hay que pasar agosto. Tal vez entonces pueda dormir nuevamente sin mayores sobresaltos. Lo que no se nombra también existe. Y a veces gusta de aparecerse travestido.
Un poco sola
Oh it’s opening time
down on fascination street
so let’s cut the conversation
and get out for a bit
because i feel it all fading and paling
«Fascination Street», The Cure
Todavía falta. Llevo 33 días, pero todavía falta. Lo sé, soy plenamente consciente de ello, incluso acuerdo. Pero aún entendiendo razones, hay momentos en que se hace pesado. Hoy subí al auto y salí. Tenía que resolver algunas cuestiones personales y aproveché para sumar tareas. Desde el 20 de marzo que no subía a la ruta. El auto, la ruta y yo. Una tríada que adoro.
Spotify ya estaba seteado, cosa que ni bien enganchara el bluetooth sonara The Cure. Arrancó «A forest» y subí el volumen. Bien fuerte y las ventanillas apenas bajas para no acalorarme. La nostalgia en seguida me acunó. Se extraña andar un poco sola, un poco suelta, sin la permanente interferencia de la cotidianeidad hogareña. Estiré el tiempo en la calle todo lo que pude. Celebré las largas colas y las esperas. Llegué de una amiga y codazo mediante me dispuse a saber de ella, cara a cara. Pero con metro y medio de distancia. Al rato llegaron dos amigues más y en su galería celebramos una tertulia de cuatro adultes. Algo inusitado en estos tiempos que corren. Nos despedimos bajo promesas de futuras fiestas con gente, con abrazos y con Roberto.
Otra vez al auto. Ya casi las 2. El sol de la siesta de un sábado siempre me pone melancólica. Me recuerda otro tiempo, cuando todo estaba por suceder. La moneda girando en el aire, las apuestas aún por cerrar. Hoy Sara subió por primera vez a su bicicleta, la que antes era de Helena. Fue como verla probarse un par de alas. Volvió con un raspón y la certeza de que la libertad a veces duele. Pero siempre es tan hermoso agarrar el volante y empezar a andar.
Canción de cuna
Recordando tu expresión
vuelvo a desear,
esas noches de calor
llenas de ansiedad.
«Pronta entrega», Virus
En mi vida antes de mí, yo nací en un pueblo. Uno de esos pueblos linditos del sur de Santa Fe. Y tuve un padre (mi papá biológico, así lo nombro con les amigues, deformaciones profesionales). Un padre que cumplió veinte años cuatro días antes de mi nacimiento. De mi vida antes de mí, en ese pueblo y con ese padre, recuerdo las discusiones que marcaron el ocaso de una relación de pareja cuyo único propósito quizás haya sido traerme al mundo. Agradecida estoy de la vida que me dieron. Y también de que estrenen el derecho al divorcio vincular. Siempre pionera, mi mamá fue la primera divorciada de su pueblo. Y ante tamaño hito histórico, decidimos irnos a vivir a Rosario.
En algunas ocasiones, ciertos fines de semana y vacaciones, yo volvía al pueblo para visitar a mi papá. Había dos clubes y mi papá estaba en la comisión directiva de uno de ellos, el más “social” de ambos. Los sábados a la noche el club organizaba “tertulias”, una suerte de peñas a las que asistían les jóvenes del pueblo. Empezaban a las diez y se extendían hasta el amanecer. Y mi papá era el DJ. A mis seis años las tertulias eran toda una experiencia antropológica. Solía ir a la barra y servirme Coca en un vaso de whisky, lo hacía girar para enfriarla con el hielo. A mis siete años esperaba el momento en que Virus y la hermosa voz de Moura empezaran a acunarme. Después, a la hora de los lentos, juntábamos algunas sillas y me improvisaban una cama. Volvíamos a su casa, que nunca fue la mía, cuando el sol ya empezaba a trepar.
Cuando ambes crecimos, nos distanciamos un tiempo. Y como pasa con muches que crecen separades, cuando nos reencontramos éramos bien diferentes. Diván mediante acepté que les parientes no se eligen. La Covid 19 lo tiene bien asustado. Aunque le cueste asumirlo, por su edad está dentro del grupo de riesgo. Me pide asesoramiento cada vez que está por comprar buzones de teoría conspirativa. A mí me genera compasión y trato de acomodarlo. A veces me siento madre de mi padre. Como a los siete, cuando nos acostábamos a las 8 de la mañana y pasábamos el domingo de resaca.
Mal de muches
It was fun for a while
There was no way of knowing
Like dream in the night
Who can say where we’re going
No care in the world
Maybe I’m learning
Why the sea on the tide
Has no way of turning
«More than this», Roxy Music
Me gusta leer. Ya de muy niña los libros eran parte del ritual previo a dormir. Encuentro en ellos un espacio de calma. En este confinamiento vengo leyendo poco ¿Será que no encuentro esa calma? Tampoco he reemplazado la lectura por series o películas. No tengo proveedor de internet así que Netflix no es una vía fácil de entretenimiento. Eso me excluye de muchas conversaciones. La única serie que me convocó y me predispuse a mirar es Black Mirror. Pero parece que esa clase de distopías no son tan atractivas. No tengo con quien comentarla.
Quiero terminar Serotonina. Ya Houellebecq no me divierte tanto. Será que a la luz del feminismo algunas cosas pierden su brillo. Me cansa que las mujeres siempre ocupemos el mismo lugar en su literatura, “zorras que sólo pensamos en hacerles una buena mamada” (Anagrama y las malditas traducciones al español). Unos meses atrás leí a Despentes. Si bien ambos escriben sobre el reviente parisino, se nota la diferencia de perspectiva. Pasa igual con el porno, pega mejor cuando lo dirigen mujeres. El costo de las sustituciones paradigmáticas es que a veces perdemos cosas que otrora disfrutábamos. Y está bien. Todo no se puede.
Quedan sesenta páginas para llegar al final del libro. No sé con qué seguir. Me gusta el papel y me resisto a otros formatos. Será porque en mi trabajo todo lo leo en la pantalla. Además está el ritual de comprar un libro. El olor a las librerías, el paseo por las mesas de ofertas y de novedades. Es un universo que recuperé hace poco cuando, a los codazos, logré empezar a generar espacios exclusivos para mí. El beneficio de las sustituciones paradigmáticas es que ganamos derechos que otrora vivíamos como favores.
Intento no abandonar libros a medio leer. Pero además, cuando estaba dudando sobre este, Houellebecq me hizo un guiño. Cierra un capítulo diciendo cuán tranquilizador puede ser en medio de los propios dramas conocer la existencia de otros dramas. De otros dramas que nos hemos ahorrado, dicen autor y traductor. Yo prefiero prescindir de esa aclaración. Muchas veces, ante mis pequeñas o grandes tragedias personales he encontrado amparo ante el relato de otras tragedias. Hoy, que el drama es colectivo y a la vez personal, me rebelo al «mal de muches, consuelo de tontes». En un contexto de pandemia, sabernos acompañades en nuestras pequeñas y enormes miserias de alguna manera nos alivia.
La huésped
We’ll ride through the city tonight
See the city’s ripped backsides
see the bright and hollow sky
see the stars that shine so bright
sky was made for us tonight
«The passenger», de Iggie Pop en versión Siouxie and the Banshees
Iba a suceder. El mal humor tenía que llegar. Vino de la mano de una mala noticia. De esas que dejan tu pequeño enorme ego destrozado en el piso. Nadie murió, nadie enfermó. Sólo yo, que no logro el desenojo y me pongo amarga a la lengua de todes. Fue la gota que derramó el vaso. Equilibrio metaestable. Tentempie en eterno vaivén. Siempre pendular, por momentos alegre, por momentos apesadumbrada.
Quiero salir, necesito aire. Sentir la noche fría en la jeta. Un cielo nocturno de risas con amigues en un umbral, viendo el humo del cigarrillo flotar. No fumo, nunca fumé. En cuanto pruebo el tabaco empiezo a toser, me quema la garganta, me arde el pecho. Quiero asfalto bajo los pies y delineador negro en los ojos. Y la risa. La carcajada, los ojos chinos. Ahí afuera hay un cielo ya oscuro y con estrellas. El viento sur se llevó la lluvia. Dejó una tarde de otoño seguida de una noche fría. Quiero que me inviten a pasear. Como ya han dicho muchas antes que yo, este encierro se parece al puerperio.
Discuto con el compañero, parece que el trabajo me absorbe más de lo deseado (por él). Se han desorganizado mis días, llevo el ritmo de une estudiante. Soy la mala madre que deja a sus hijas hacer. Una huésped en la casa, esperando que el transfer la pase a buscar. Pasajera en una terminal desierta, revisando la fecha en el pasaje.
La vuelta
One day I know
We’ll find a place of hope
Just hold on to me
Just hold on to me
Walk tight, one line
You’re wanted this time
There’s no one to blame
Just hold on to me
«A place called Home», PJ Harvey
Me va ganando la ansiedad, a la par que el desorden se apodera de mi casa. Me noto menos tolerante que lo habitual. He silenciado todos los grupos de Whatsapp. Me irrita el sonido constante de aviso de mensajes. Y presiento que no soy la única. Pienso en el día en el que se abra el confinamiento ¿A dónde es que vamos a volver? De alguna manera la incomodidad de este encierro es menor a la incertidumbre que me genera el después. Así y todo, elijo confiar. Confiar en que hasta el más sombrío de los pronósticos guarda la esperanza de variables que se escapan a los analistas. Porque la vida es eso imposible de abordar en un mero proceso de abstracción y síntesis.
Este mundo que empieza a nacer sobre la podredumbre del anterior, como materia viva que engulle la muerta, me llena de miedo a la par que de anhelos. Como el momento de estirar el brazo y ganar la sortija que asegura una vuelta más de calesita. Y entonces Juan canta, y yo le desafino a la par, “Y mi corazón que ruega una noche más, una vuelta más. Calesita iluminada esperame allá, esperame allá…”