Blame! o el miedo a la máquina
Por Juan Mattio
Juan Mattio piensa que «la ciencia ficción, como práctica social, es una de las pocas prácticas que nos libera del mundo inmediato y nos propone pensar el futuro» y vuelve al animé para comentar Blame!, la joya nipona de Hiroyuki Seshita. Se trata de una distopía donde la tecnología desatada se volvió contra la humanidad y la derrotó, mientras robots incansables siguen construyendo una ciudad para nadie en la que los humanos son polizones indeseados.
La historia que soñó Tsutomu Nihei -y que Hiroyuki Seshita hizo animé- parte de un tópico de la literatura cyberpunk: las máquinas ganaron la guerra. Y en esa ciudad distópica que Nihei plantea, ya ni siquiera hay una memoria precisa del conflicto. Las generaciones de humanos que sobreviven en refugios dentro de la Ciudad (que es una y no tiene nombre), se aferran a unos pocos mitos que fijan el pasado.
Y la Ciudad es un organismo hiperconectado por la tecnología. La Ciudad es la máquina. Los humanos viven en ella ocultos, diezmados, al borde de la extinción. Pequeñas aldeas donde la humanidad volvió a la caza y a la pesca. Ahora no en ríos, sino en el musgo que crece dentro de los cables que son el sistema nervioso de la Ciudad. Son, se llaman a sí mismos, electro-pescadores.
La ciencia ficción, como práctica social, es una de las pocas prácticas que nos libera del mundo inmediato y nos propone pensar el futuro. Alguna vez, eso también fue la política. Aunque ahora se haya vuelto un régimen pragmático que contabiliza el tiempo en años electorales.
Pero la ciencia ficción todavía está ahí. En palabras de Fredric Jameson, en estos relatos se puede detectar y relevar -tras los vestigios escritos del inconsciente político- los contornos de una cierta coyuntura histórica de una colectividad dada en que examina con inquietud su destino y lo explora con esperanza o temor.
Y el temor acá es la desconexión. Porque el mito de Blame! dice que hubo un tiempo en que la humanidad se conectaba a la ciudad a través del cuerpo. Cada hombre y cada mujer portaban el Gen Terminal de Red, un dispositivo orgánico que les permitía entrar al sistema operativo de la Ciudad y servirse de ella. Y fueron ellos, nosotros, los humanos, los que crearon un dispositivo de seguridad donde los que no tuvieran el Gen, fueran perseguidos y aniquilados.
¿Y entonces? Un virus. Una enfermedad que eliminó o bloqueó, no queda claro, el Gen Terminal de Red en cada ser humano y lo volvió un extraño para la Ciudad. Desde entonces, todos somos el extranjero de Camus en nuestra propia casa.
Blame! (el animé, que es de lo que estamos hablando, que se puede ver en Netflix) muestra dos tipos de máquina. O, mejor dicho, dos actividades para la máquina. Por un lado la construcción interminable de la ciudad que sigue su curso. Y no puede saberse si es una acción dirigida por una inteligencia artificial o el simple piloto automático que dejó la humanidad antes de la epidemia. La cierto es que la Ciudad crece y crece, cada vez con más niveles, dispersando a los pocos sobrevivientes humanos a lo largo, a lo ancho y, sobre todo, a lo alto en la megaestructura. Por otro, la Salvaguardia, las máquinas de aniquilación a todos aquellos que no tengan el Gen Terminal de Red. Es decir, a todos.
En la imagen del mundo que generó Nihei no hay afuera de la Ciudad porque no hay afuera de la tecnología. Es imposible el retorno a un estado anterior. La única esperanza -y es tan pequeña que a muchos humanos les parece absurda- es encontrar a alguien que todavía conserve el Gen Terminal de Red. Y por esta vía, la historia se vuelve metafísica, al formular la pregunta: ¿Hay algo en lo humano, algo capaz de sobrevivir a pesar de las mutaciones orgánicas, que lo ligue a la máquina para siempre?
La película, amigos, no responde. Y lo bien que hace. Trabaja sobre la fascinación del hombre frente al objeto técnico. La fascinación que desconoce a la máquina como trabajo humano objetivado y lo percibe como lo Otro. Pero Nihei propone una inversión interesante, acá es la máquina la que desconoce lo humano y lo percibe como lo Otro.
Cuando Gilbert Simondon dice que “la producción industrial desvía al hombre porque lo pone en presencia de objetos que no están inmediatamente claros para él, están muy cerca de él en tanto que objetos de uso, pero le son ajenos porque no son fácilmente descifrables y porque al acción humana no sabe encontrar ya sus puntos de inserción”, parece estar hablando del miedo que cristaliza en Blame! El miedo al virus que nos desconecte, de una vez y para siempre, con nuestro dominio sobre la tecnología.
Si la alienación que impuso la revolución industrial nos trajo como pesadilla al autómata -una variante del fantasma dentro del imaginario tecnológico-, el resultado de la revolución digital es una inteligencia artificial que nos desconoce. Porque el hombre, en tanto individuo, ya no es capaz de descifrar los procesos técnicos que resultan en máquina. Y mucho menos, los procesos técnicos que resultan en ciberespacio o algoritmo.
El único elemento de negatividad o resistencia en la película es la aparición de Kiri, un vagabundo que recorre la Ciudad en busca de alguien que todavía conserve en el Gen de Terminal de Red. Su aparición es importante porque no se puede precisar su naturaleza. Su posición política es en favor del bando humano pero él mismo parece ser al menos un cyborg cuando no un robot. Es decir, un elemento rebelde de la máquina. En una escena uno de los artefactos que custodian la Ciudad le dice: “eres solamente un cuerpo robado a la Salvaguardia”. ¿Robado por quién? ¿Por un grupo de sobrevivientes que logró ganar a Kiri para su causa? ¿Cómo? ¿O es una conciencia que se autonomiza de la máquina como totalidad y decide, en su particularidad, colaborar con los sobrevivientes? En cualquier caso, él puede enfrentar mejor a la Ciudad porque conoce su lógica. Y en ese mestizaje, el de la máquina con intereses humanos, aparece el último refugio de humanismo -un humanismo cyborg- en la ciudad distópica.
Creo, además, que la pesadilla de Nihei captura otra característica de la tecnología. Se trata de su forma reticular. Simondon afirma que “la verdadera tecnicidad es un carácter de la red de objetos y no del objeto mismo». Y completa: «Para hablar con propiedad, un automóvil no es un objeto técnico sino un elemento dentro de un conjunto técnico formado por la red de caminos, la red de estaciones de servicio y la red distribuidores de piezas de recambio que efectúa las reparaciones necesarias. La fosa de engrase y el automóvil son realidades complementarias que no deben ser pensadas la una sin la otra”.
Entonces, la función constructiva de la Ciudad no sería distinta a su función policial. Porque, y esto es una hipótesis, es posible que la supervivencia de la cultura tecnológica que creamos dependa no ya de su condición no-humana sino de su mutación a anti-humana. Es posible que la máquina haya entendido que para conservarse -y conservar en ella el trabajo humano objetivado, las miles de generaciones de trabajadores que han sido necesarias para liberar la energía suficiente que supone ese nivel de automatismo- haya que prescindir de todos nosotros. Pero a no deprimirnos. Tal vez esa sea la única posibilidad de sobrevivir para la humanidad. Supervivencia por otros medios, claro. Sobrevivir como memoria del origen de las máquinas.