«Cajas de humo», un cuento de Yamila Bêgné
Cajas de humo es un dispositivo singular. Como otras veces en la literatura fantástica, Bêgné logra trabajar con elementos de la realidad que se asocian, se condensan o se dispersan de acuerdo a una lógica oculta al lector.
En este sentido el relato tiene la estructura de un sueño. No cualquier tipo de ensoñación sino una ensoñación freudiana. Porque fue Freud el que llegó más lejos en la tarea de pensar el sueño como dispositivo. Fue él quién desarrolló la serie de procedimientos por los cuales esos materiales que él llamó resto diurno, y que hasta entonces habían aparecido encriptados para el soñante, ahora se volvían inteligibles. La clave para desarrollar ese sistema de lectura estaba en encontrar qué energías eran las que conectaban o disociaban los elementos. es decir, qué lógica reemplazaba a la lógica de la vigilia.
No fue, claro, el primer intento. Hubo antes, aunque en sistemas más fragmentarios y débiles, tentativas de introducir una racionalidad al caos del sueño. La adivinación, por ejemplo, que instalaba en las visiones nocturnas las energías del futuro que permitían la precognición.
creo que esa es la fuerza que anima a Cajas de humo. El sueño no sólo es un tema para Bêgné (no es sólo lo que se representa), es el relato mismo el que se va estructurando de acuerdo a energías que al lector le resultan extrañas aunque no desconocidas (la familiaridad siniestra de los propios sueños). La literatura toda es una galería de alucinaciones que se ensamblan con distintas cadenas lógicas. Bêgné lo sabe y usa la fuerza de la representación para mostrar que no importa de qué eventos estamos hablando, lo fundamental es saber cómo se conectan.
Curaduría y notas: Juan Mattio
Cajas de humo
A las tres veintitrés de la madrugada del 6 de octubre de 1799 me convertí en el primer ser humano en soñar con el tren a vapor. Según informó el instituto de análisis estadístico Racing REMs a la mañana siguiente, fui yo el que obtuvo el primer lugar en la reñida carrera de esa noche de octubre. Después del mío, siguieron, en otras dos cabezas de otros dos hombres, el segundo y el tercer sueño con trenes a vapor, la misma noche, pero a las tres y veinticinco y a las tres y veintinueve. Para el mediodía del 7 de octubre, mi primer puesto estaba ya confirmado por todos los organismos pertinentes. Algunos ya empezaban a decir que era un premio que no merecía, que yo solo había dado un paso muy preliminar, demasiado preliminar, hacia la invención de la primera máquina capaz de circular con éxito sobre rieles. Sin embargo, mi nombre apareció encabezando la tríada en The Daily Dreamer, el periódico especializado de la zona. Aunque en un principio los otros dos nombres me resultaron desconocidos, tras varias relecturas pude comenzar a repetir sus sonidos con familiaridad. George Stepson y John Blinkistop; nombres como cualquier nombre, como el mío también. Nombres de los tres primeros sueños humanos con locomotoras. Richard Trevithink, el mío, arriba de los otros dos.
Un mes después de la publicación, ya habíamos acordado el encuentro para relatarnos los tres sueños. Queríamos compararlos, verlos uno después del otro para intentar visualizar el dibujo que trazaban en conjunto. ¿Serían iguales? ¿Habríamos soñado con el mismo tren, con las mismas locomotoras, con los mismos vagones? No lo sabíamos. En verdad, lo que sabíamos era muy poco: en ese entonces, ni siquiera teníamos los nombres para los objetos que íbamos a tener que mencionar. Recién en 1804 iba a enterarme yo de qué era un cilindro; recién en 1811 Blinkistop patentaría el sistema de cremalleras; recién en 1826 llegaría Stepson a realizar el primer diseño completo de una línea de ferrocarriles. No sabíamos casi nada, solo lo que habíamos soñado, cada uno, por su cuenta; solo que habíamos sido los primeros en soñar con trenes.
Un miércoles de lluvia, después del almuerzo, nos dimos cita los tres en un bar del centro de la ciudad. Aún no nos habíamos visto las caras, por lo que, en nuestra correspondencia previa, convinimos en llevar sombrero de ala amplia y en acomodarnos cerca de la entrada. Cuando abrí la puerta del local, Stepson y Blinkistop ya estaban conversando. Con los sombreros todavía encastrados en las cabezas, parecían entablar un diálogo de formas cordiales e introductorias. Un paso, dos pasos, tres pasos. La mano de Stepson, la mano de Blinkistop. Los tres sombreros describieron una curva que los soltó de las cabezas y los depositó en la mesa. Las sillas, al unísono, hacia atrás. Los sacos, desabotonados de repente. Los chalecos, estirados hacia abajo.
Después de las primeras palabras que nos dijimos, fue claro que un solo encuentro no sería suficiente para adivinar el trazo que los tres sueños podían dibujar, uno al lado del otro. Stepson dijo que el suyo era por de más complejo, que él no llegaba a entenderlo. Blinkistop dijo más o menos lo mismo del suyo: que ahí adentro no sabía reconocerse a sí mismo. Estaban angustiados; con miedo, incluso. Por mi parte, haber sido el primero me daba un poco más de ímpetu para afrontar el relato; pero solo un poco más. Decidimos, ahí mismo, que nos encontraríamos tres veces, a razón de un sueño por vez.
Sueño número uno
Mi padre, en la cabina, controla la locomotora. Lleva un traje blanco, cigarro en la comisura derecha de los labios y aceite nuevo en el pelo. Sonríe a medias mientras, con una sola mano, dirige los controles giratorios de la máquina. La sonrisa se le dibuja un poco más, asciende hasta que la brasa de su cigarro le ilumina la pupila derecha. Doy vuelta la cara, hacia atrás: las pasturas verdes de afuera pasan a velocidad y se confunden con el campo de tulipanes que tienen que proteger. El viento se escurre hacia adentro de la cabina y me hace girar nuevamente. Mi padre ya mira de nuevo hacia el frente, sus ojos en los circuitos y su cigarro cerca del foco aspiratorio de su garganta. La sonrisa permanece y todo está más frío.
The Daily Dreamer cubrió con una crónica los tres encuentros. Fue una crónica por entregas, en tres partes. El cronista le había puesto como título “Cajas de humo”. Que en nuestras conversaciones se hallaba el futuro de la industrialización, decía. Que nosotros tres juntos, y solo nosotros tres, éramos suficientes para que los trenes pasaran a ser una realidad concreta. Que si alguno de nosotros llegaba a morirse, o a desaparecer, o a enloquecer, la locomotora a vapor nunca llegaría a existir. Contaba sobre el premio en metálico que nos había dado Racing REMs: aunque no especificaba la cifra, dejaba en claro que no nos alcanzaría para mucho. Además, en la primera entrega, la nota recogía en coro nuestras voces. El reportero citaba a Blinkistop primero: “Con los trenes sobre rieles, avanzamos hacia adelante, en progreso permanente”. Y después a Stepson: “El tren perfecto funciona como una flecha en el espacio vacío, sin rozamiento, pura dirección”. Y, en el último párrafo, a mí: “Van hacia adelante, sí, pero a la vez vienen del pasado”.
Sueño número dos
Abro los ojos. La señora de tocado azul que subió en la última estación desenfunda un refrigerio casero; sus mejillas rosadas me sonríen flacamente y luego vuelven a los mordiscos gustosos que da la boca. Se abre la compuerta del camarote. El fogonero nos pide los boletos con un ademán de su mano callosa. Las gotas que le bajan por la cara enjuagan apenas los restos de ceniza, los humedecen. La señora revuelve en su comida y encuentra un rollo de papel, que le entrega. Él la mira conforme, con un parpadeo, y ella vuelve a su alimentación. Me paro, revuelvo entre mis ropas. En el bolsillo interno del saco, doy con un cuerpo rugoso. Lo agarro. Abro la mano, ahora negra, y le doy al fogonero una piedra de carbón. Él prepara un nido entre sus manos y ahí la encierra; la mira, la escucha, la aspira.
En la segunda entrega, el reportero dio un giro en el enfoque de su crónica y, seguramente atizado por sus editores, se abocó a hacer un intento de perfil crítico de cada uno de nosotros. Presentaba a Stepson como un advenedizo a la cultura industrial, nacido en un entorno agrícola y alfabetizado muy tardíamente. En su fase más predictiva, el cronista vaticinaba que Stepson ganaría una importante licitación con un modelo de tren para unir las ciudades más importantes de la zona. Decía, también, que se iba a morir enfermo de pleuresía. De Blinkistop decía que solo le preocupaba reducir los costos de transporte para la empresa que lo contrataba y que no tenía ningún interés real en el suceso científico que la invención del tren iba a significar. Volvía a predecir: Blinkistop moriría antes de llegar a los cincuenta años. A mí, según el cronista, me había ido muy mal en mis años de escuela. Llegaba a insinuar, incluso, que nunca debí haber salido de las minas en las que había nacido. Con mi futuro, sin embargo, la nota era un tanto más favorable: viajaría a tierras lejanas, cruzaría océanos y, en general, tendría una buena vida hasta que, un día, todavía lejos de casa, me quedara sin dinero. Ese mismo día, por un acto fortuito del futuro, me cruzaría con Stepson: sería él quien me prestaría, agregaba el reportero, las cincuenta libras para el pasaje de vuelta.
Sueño número tres
Mi esposa, de pie y despeinada; sus pechos laten altos sobre el vestido de encajes viejos pero apretados. Con movimientos rápidos, agarra todo lo que puede cargar con los brazos: algunas ropas de viaje, un pequeño maletín que me pertenece, las valijas. La articulación exclamatoria de sus labios indica que me está gritando algo urgente que no puedo oír. Hasta que comienzo a escuchar todos los gritos. Y miro. Las parejas se besan antes de saltar del vagón; los padres dan a sus hijos el ímpetu necesario para abandonar el tren en movimiento; los ancianos se entregan a sus asientos, con los gestos detenidos. A los suspiros y llantos se suman los golpes secos de los cuerpos que dan contra la tierra, vagón tras vagón tras vagón. El espacio aéreo exterior se habita de equipaje, arrojado como inservible. Mi esposa vuelve a mirarme. La miro. Vuelan nuestras ropas y nuestras valijas. El aire se embolsa en los pliegues reñidos de su vestido y llego a ver la extraña pose de sus piernas al caer.
La tercera y última entrega reproducía los tres sueños, narrados en una primera persona uniforme, anticuada por demás, que no daba ninguna cuenta de los rasgos propios de cada uno de nosotros: las excentricidades de Blinkistop estaban borradas, al igual que las sutilezas de Stepson y mi clara inclinación por el énfasis. Dispuesta esta vez en forma de columna, la nota presentaba los sueños en orden cronológico, uno detrás del otro. El cronista, al fin, incluía su nombre: Matthew Murray. Lo hacía, precisaba en la nota, porque con su nombre aportaba sustento a la interpretación con la que quería terminar su texto. Decía que una crónica por entregas no podía estar cerrada sin una intromisión ostensiva del reportero; y que, en nuestro caso específico, The Daily Dreamer no podía omitir acercar al público una lectura, al menos una, para el conjunto de los tres sueños. Y, en pocas palabras, eso es lo que hacía Murray en los dos párrafos finales de su texto. Decía que el dibujo que los tres sueños trazaban conjuntamente parecía, de algún modo, invisible, transparente. Decía también, desmintiendo sus propias afirmaciones de la primera entrega, que no había que dar demasiado crédito a los contenidos concretos de nuestros sueños, que no valían más que cualquier otro, que ser los primeros tres no los hacía ni más premonitorios ni más visionarios ni más exactos en términos científicos. Era, simplemente, decía Murray, una mera arbitrariedad que hubieran sido nuestros sueños, y no cualquier otra tríada, los que habían salido primeros en el certamen de Racing REMs.
Por nuestra parte, Blinkistop, Stepson y yo nos encontramos una cuarta vez, en el mismo bar. No llovía, no hacía frío, y los tres nos conocíamos, entonces, cuatro veces más que antes. Llevamos los recortes de la nota de Murray y la releímos entera con las primeras cervezas. Con la segunda tanda, Blinkistop dijo algo sobre un sistema de cremalleras como mecanismo de acople para las vías, Stepson puso sobre la mesa los primeros bocetos de un diseño nuevo y yo les conté cómo pensaba avanzar en el proceso de construcción de los cilindros. El premio en metálico que nos había dado Racing REMs ya nos lo habíamos gastado casi todo; nos quedaba solo una pequeña parte, muy pequeña, que habíamos acordado reservar para pagar las bebidas de nuestro último encuentro. Era tarde cuando nos paramos. Las sillas, para atrás. Los sombreros, de nuevo sobre las tres cabezas. La mano de Blinkistop, la mano de Stepson. Y eso fue todo.
El texto fue publicado en Los límites del control, el más reciente libro de cuentos de Yamila Bêgné editado por Alto Pogo. Previamente publicó El sistema del invierno (Ediciones Outsider) y Protocolos naturales (Metalúcida).