Cemento

Por Dolores Reyes

Dolores Reyes fue al estreno de Cemento, el documental y lo cuenta para Sonámbula, junto con los recuerdos de interminables horas en esa tremenda y hermosa caja sudada y multitudinaria por la que pasó lo mejor del rock nacional de los 80 y 90. Como a tantos y tantas, el templo del rock le cambió la vida.

 

Para mi hija Ashanti Molina Reyes,
porque ésta también es parte de su historia

La fila para entrar al Gaumont da la vuelta a la esquina. El público es heterogéneo, con claro predominio de ropa negra y birra en mano. Me miro en el espejo, nada que ver. No necesito disfrazarme para venir a ver un documental sobre Cemento. Miro la entrada que alguien me regaló. Tampoco pagaba para entrar a Cemento. Alguno siempre habilitaba y si no, lista de invitados.

Entramos. Rápidamente van cubriéndose las butacas de gente en su mayoría de unos 45 años. Muchos se abalanzan sobre el merchandising como si llevarse un pedazo de ese lugar tatuado en un gorrito o una remera les produjese alguna calma.

Me siento. Cuando Lisandro Carcavallo, el director del documental, pregunta: -De todos ustedes, ¿Quién estuvo en Cemento alguna vez?, soy de los que levantan la mano.

No sé por qué, pero me dan ganas de llorar.

En esa época nunca lloraba, ni siquiera cuando me iba con las dos piernas llenas de moretones. Las marcas violetas se veían a través de las medias de red y con el paso de la semana se iban poniendo marrones, amarilleando hasta desaparecer.

Ya no tengo borcegos tan altos ni medias de red y ponerme las mismas remeras que usaba hace 20 años me parece innecesario. Pienso en Ricky del 92, en su pelo lacio, más parecido al de un heavy, tampoco a él le importaban un carajo estas cuestiones de apariencia.

Todavía en Cemento podía cantar la mayor parte del recital: Nunca seré policía, de provincia ni de capital. Declaración de principios que, con alguna variante, cantaban Flema, Dos minutos, Todos Tus Muertos y tantos otros, siempre desde ese escenario.

Pero Ricky era único. Aparece 30 segundos en pantalla, cara blanca, ojos negros, su pelo sobre el que el público ametralla gargajos a granel y todos gritan eufóricos desde las butacas del Gaumont. ¡Cuánto se lo extraña!

La primera noche

Alguien me llevó a ver el primer recital en Cemento por el 92, cuando tenía 13 o 14 años. Yo recuerdo entrar e ir directo hacia la mitad en dónde se hacían los recitales, lo más cerca del escenario que podía estar. Faltaba el aire y el calor pegaba duro. Había velas y coronas de cementerio contra el fondo, y una bandera enorme, negra, con el logo de TTM. Todo estaba oscuro y el fuego de las velas parecía incrementarse en ese sarcófago, sofocaba. Abre la celda gritaba Fidel y la batería te volaba la cabeza. El lugar era un enorme rectángulo absolutamente despojado de cualquier ornamentación en el que nunca entraba la policía (el resto de la ciudad era su territorio). Noches de razzias y de violencia institucional permanente para la época en la que Los violadores compusieron su glorioso Represión. La policía acechaba la llegada, la fila para ingresar y la salida.

Pero, adentro, ni canas ni patovas. Cemento era nuestro.

Nadal cantaba esas letras maravillosas escritas por Jorge Serrano («El espejo», «Tango Traidor» y el hitero «Gente que no») mientras el rímel negro le invadía todo el contorno de los ojos. Tenía las mismas guillerminas que usaban las pendejas de colegios privados, pero con medias de red destrozadas, rodilleras y un short, el torso desnudo, oscuro y fibroso. Todavía no se jactaba de su negritud ni nos vomitaba su superioridad negra en la jeta. Pero eso era, un afrodescendiente. Su padre, Enrique Nadal, era un reconocido luchador por los derechos de los negros que durante la dictadura se había tenido que exiliar en Suecia.

Fluídos corporales

Transpiración, saliva, meo, vomito, sangre y semen, todo lo que recibí en ese lugar alguna vez. De los tres primeros me iba impregnada siempre, como si me hubiese duchado con los borcegos puestos.

Esa primera noche me costaba respirar, a tal punto que me quise apoyar en la pared enorme del costado. Ilusa yo, era un muro del que afloraba, como en espejo, toda junta la transpiración de los que pogueaban dentro. Me fui resbalando y cayendo despacito para el piso, pensé que al menos ahí, en un costado del suelo, nadie iba a patearme ni a empujarme, pero un río de meo descendía desde el costado del escenario…muchos punks se bajaban la bragueta y meaban ahí mismo, así que no hubo otra que levantarse, espabilar, y volver al pogo. Fidel aullaba aquello de: Otra noche vuelvo a estar/con ganas de morirme/ no sé por dónde escapar/ adonde poder irme…En la oscuridad, con todos saltando, empujando y pateando, yo lo miraba cantar adelante de las coronas que se afanaban del cementerio de la Chacarita. Le llovían tantos escupitajos que parecía que granizaba sobre su cuerpo. Eso era lo más parecido a morirme que yo había conocido hasta esa noche.

Tantas voces y un silencio

Además del director, sentados en el escenario hay también varios músicos y el boletero de Cemento. Conmovidos, hablan de lo que significó ese espacio para el under porteño y en lo personal, para cada uno de ellos.

Katya Alemann es la primera, que muy al vuelo, nombra a Chabán. A lo largo del documental muchos músicos también se atreven. Señalan siempre su generosidad, su amor a las bandas, el honor del acuerdo de palabra para cada fecha, su pasión a la hora de promocionar a las bandas.

Alguien grita Cromañón y el silencio es absoluto. Nadie puede exculpar a Chabán de su responsabilidad, pero yo pienso en Ibarra colgándose la foto de Santiago Maldonado. Si Chabán debía morir preso, fueron muchos los que debieron acompañarlo. Pero murió sólo.

Jeringas, porros, latas, borcegos, tachas, camperas de cuero y los temidos bates de los skinheads, pero nunca la imbecilidad de la bengala contra un techo inflamable. Lo barrial, lo chabón, no es inocuo y puede ser también una trampa horrenda.

Al menos con los rockeros, punks, heavys, hardcores, performers y actores que participan del documental, el velo del silencio empieza a correrse. Durante los 105 minutos que dura Cemento, casi todos coinciden en la grandeza de Chabán a la hora de darles una oportunidad, en su eterno aliento: -Trajiste 40 personas… ¡Vamos! En la siguiente que sean 60, 100. Yo he presenciado fechas en las que fácil, había 2500 personas adentro y unos mil más afuera.

Fernando Noy dice que la inauguración de Cemento fue lo más fuerte que le tocó vivir en su vida.

Germán Dafunccio que era el lugar donde se nucleaba la gente rara.

Walter Meza, cantante de Horcas, que Cemento era el punto neurálgico en el que confluía todo metalero.

Iorio: Donde hay descontrol siempre es donde el pobre se divierte.

Félix Gutierrez: Cemento era el lugar en donde la manada iba a tomar agua.

El Mosca de Dos Minutos: Tocaban 14, 15 bandas y cerrábamos nosotros. El que resistía era un Highlander o utilizaba algún otro artilugio.

Mollo: Cemento era el estadio que todos esperábamos.

Sonrío ante esto y tantos testimonios más, siempre me pareció injusto que se recuerde a Omar sólo por Cromagñón, que fue el final de tantas vidas y también de la suya.

Felisa me muero

Siempre odié navidad y lo que las gentes llaman «las fiestas». Esa obligatoriedad de ser feliz en familia, comprando pelotudeces y comiendo como para enfrentar el apocalipsis me asfixia más que 2000 almas cautivas en un antro sin ventanas.

En Cemento fui feliz.

Para el 31 de diciembre de 1994 Todos tus muertos tocaba en Cemento. Así que yo comí algo temprano y en mi casa dije algo así como Vuelvo en una semana y me fui. Éramos muchos sentados contra la entrada negra llena de grafittis cuando vi venir a Pablito con una mujer de unos treinta. Yo lo había conocido un mes antes en Morón, nos habíamos dado unos besos. Ya fue, pensé, debe estar con ella. Había menos gente que de costumbre y creo que yo había ido con un novio. (pobrecito). Cuando los muertos salieron al escenario, Fidel gritó Felisa me muero y fue una fiesta. Pablo me reconoció. –Te esperé el otro día- dijo en un momento, el arriba del escenario y yo con el cuerpo estrangulado contra el vallado.

Para junio del 95 yo vivía en su casa de Villa Urquiza. Éramos Fidel, Pablito y yo. Deben haber sido los años más intensos de mi vida.

Ya no veía los recitales desde abajo sino casi siempre, al costado del escenario, desde donde muchas veces podía distinguir a mis amigos en el pogo. Demasiados fueron muriendo, pero algunos siguen siendo mis amigos hasta el día de hoy.

También pude conocer el VIP menos VIP del mundo: el de Cemento. Desde los camarines caminabas en dirección a la salida, casi a la mitad había una escalera para subir a un espacio en el que algunos familiares y amigos de la banda veían el show, al lado estaba el sonido principal. Despojado extremo, oscuro y bastante inhóspito ese vip. No se veía un carajo. Bien Cemento.

La última noche

Cuando cursaba quinto año tenía que tomar el Sarmiento, bajarme en Ramos y caminar unas 8 cuadras hasta el colegio nacional, el Echeverría. Llegaba, formaba y a las dos primeras estrofas del recitado a la bandera, salía corriendo en dirección al baño para vomitar. Las porteras se dieron cuenta y una mañana le dijeron a mi viejo, que era docente ahí, -Lo felicitamos, va a ser abuelo, delante de toda la escuela.

Pero yo ya hacía un año que vivía con ellos y mucho no me importó.

Una vez fuimos para Cemento en una camioneta, adentro casi todos fumaban unas flores poderosísimas que había traído Fidel de Jamaica. Nos paró la policía y nos hicieron bajar. Los canas, a mí, que ya sé me notaba bastante la panza, ni me tocaron. Me acuerdo la voz y el desprecio de uno diciéndole a otro: -¿Qué hace esta nena con esos negros? Gente que no.

Ahora llegaba, saltaba la barra con cuidado y me iba para el fondo con ellos. Casi siempre había gente de Catupecu, Fun People, Árbol, alguno muy amigo de los Decadentes o Los Cadillacs.

A veces extrañaba a mis amigos, a mis hermanitos y a mi vida de antes, pero como en todo, una vez que elegiste ya no hay vuelta atrás.

El 30 de diciembre del 2004 Nuca estaba tocando cuando llegaron rumores de que en Once, en el otro boliche de Chabán, había habido un incendio. Se hablaba de un par de personas muertas pero, cuando era el turno de la banda siguiente, Sancamaleón, ya se sabía que los muertos eran decenas de pibes. Tengo las imágenes que transmitía Crónica Tv como parte de los recuerdos más angustiantes de toda mi vida.

Nunca volví a leer Estados Unidos en el cartel de una calle sin pensar en esa caja acústica sin revoque, con camarines en los que te congelabas y escenario y pista a 50 grados. Nunca había agua en las canillas ni en las mochilas de los inodoros, pero el piso y las paredes chorreaban.

Debo haber generado anticuerpos resistentes a la grela, porque nunca me enfermé.

El documental termina cuando a Edu Schmidt, violinista de Árbol, le preguntan qué significó Cemento en su vida. No puede contestar, se le llenan los ojos de lágrimas, se queda callado y mira hacia la cámara.

Mi vida, sin ese rectángulo enorme agitado por una marea humana, también hubiese sido otra.