Cine y cuarentena: El miedo nunca estuvo tan cerca

Por Lea Ross

La tercera publicación del dossier “Escrituras de #Cuarentena, una crítica política de la cultura y la lucha de clases”, una iniciativa conjunta de las revistas Sonámbula y La Luna con gatillo, es un análisis de Lea Ross sobre la situación de encierro en las películas, frente a la llegada del fin del mundo. A lo largo de toda esta semana iremos compartiendo artículos de ambas revistas con distintos acercamientos a la pandemia mundial desde la cultura.

.

01.

Estados Unidos de Norteamérica es el padre creador de dos géneros artísticos (uno musical, el otro cinematográfico), que son efecto de las dos caras de su nacimiento como nación: el jazz y el western. El primero, germinado bajo las cadenas esclavistas, mantiene hasta el día de hoy, un característico ritmo irrespirable y una improvisación envidiable, como una explosiva proclama libertaria frente a una opresión constante. Todo lo opuesto para aquellas planos cinematográficos, caracterizadas por geografías planas y desérticas, donde el propio levantamiento de infraestructuras, a partir de la llegada del ferrocarril, llevaría sobre su carga la ley y el orden. Burdamente hablando, más lírica que certeza científica, el saxo de Charlie Parker sería el super-yo de Estados Unidos, aplacado por el ello de la pistola en mano de John Wayne.

Si en el periodo colonial, donde el traslado era en caravanas bajo la amenaza de las invasiones de los salvajes indios, donde pocos filmes posicionan la cámara por el lado originario, la otredad se trasladó a los forrajidos bandoleros, que estaban fuera de la ley. De ésta manera, el heroísmo se centraba en la figura del que se enfrentaba hacia un entorno amenazante, construyéndose así un aprisionamiento como refugio de ese avance. Se podía librarse a cielo abierto como el caso de A la hora señalada (1952), de Fred Zinnemann, donde Gary Cooper debe enfrentarse, solitariamente y con pistola a mano, a un grupo de pistoleros escondidos en el pueblo, dispuestos a sacrificarlo. Pero incluso, la sensación de encierro también se expone bajo techo, como en Río Bravo (1959), de Howard Hawks. En éste caso, un sheriff y sus asistentes mantienen en el calabozo a un buscado de la ley. Pero sus secuaces se mantienen merodeando la comisaría para rescatar a su líder con lo cual el establecimiento se convierte en una trinchera.

De ésta manera, es desde la propia claustrofobia, bajo la construcción de acorazado ante el peligro de un afuera, que se cimienta el nacimiento de una nación.

02.

El terror es la disrupción del orden. El resguardo de lo propio es el establecimiento del orden. Frente a toda invasión por parte de un atacante imperceptible o indescifrable, el acuartelamiento en cuatro paredes es un destino indeleble.

En la famosa historia de La guerra de los mundos, los alienígenas invaden la Tierra, la humanidad es repelida y finalmente, las criaturas del otro planeta caen en desgracia por la acción de los microorganismos terrestres. En la versión fílmica de Byron Haskin de 1953, en su tramo final, los habitantes pueblerinos se amontonan desesperadamente en el interior de la catedral del pueblo, mientras las naves voladoras se aproximan allí. Justo antes, las naves colapsan por el accionar bacteriológico y la Iglesia es salvada. El mismo estableciendo que acapara la última toma del filme, bajo la resplandeciente y esperanzadora salida del sol.

Semejante lectura va a diferir con la versión de Steven Spielberg de 2005. No solo por el hecho de que el encierro mismo no logra su cometido, sino que además, es la observación al exterior por parte de su protagonista, interpretado por Tom Cruise, que devela la clave de la supervivencia, al atestiguar que la capa invisible de las enormes máquinas dejaron de funcionar, al ver que los pájaros se mantienen apostados, y se lo advierten a los soldados para que abran fuego. Ver afuera puede ser más efectivo que encerrarse con una acérrima fe que acobija un prometedor mandato celestial.

03.

La cuestión de los zombies expone sobre la dualidad de la amenaza: lo de afuera y lo de adentro. El esquema western, aplicado incluso en la invasión extraterrestre, también es instalado por George Romero en La noche de los muertos vivientes de 1968. Es la primera historia de los cadáveres que se levantan, hambrientos de comer carne humana, y los pocos que se salvan se resguardan en una vivienda, y padecerán una “guerra interna” en el mismo establecimiento. Una narrativa que se ira repitiendo en distintas películas durante décadas. La supervivencia por lo que ocurre en el afuera no será suficiente. El establecimiento del orden en el refugio, sea una casa o un supermercado, impone una tendencia darwiniana. La escasez espacial y de recursos diagrama una violencia desde esos interiores, determinados por los odios de clase, etnia, género, etc.

En otras palabras, si primero se acaba con los indios, ahora se tiene que acabar con los forajidos. Nunca hay civilización sin barbarie.

04.

El encierro de una habitación se convierte en una especie de cofradía donde se concentra el miedo. Frente al costo de perder una vida en el afuera, en el adentro es una prueba de dolor físico, psíquico o espiritual. En nuestro país, luego de la primavera alfonsinista, el lado “materno” del Estado imponía una mirada de la Dictadura como una planificación de monstruos de lógica indescifrable. Por ende, un período irretornable y, con ello, un nunca más cuya efectividad fílmica pasa en realizar películas de terror sobre los centros clandestinos. La noche de los lápices (1986), Garage Olimpo (1999) y Crónica de una fuga (2006), entre otros, ubicaban las cámaras desde el interior de los encierros de tortura. La evidencia moralina reemplaza la indagación política.

Una excepción a esto es Buenos Aires Viceversa (1996), de Alejandro Agresti. A pesar que se estrenó hace dos décadas. En particular, la que proclama al gatillo fácil como rémora del Proceso. Sin obviar que, entre las tantas historias que conforman su relato, se resalta a la de la pareja aristocrática que le pide a una joven que salga a filmar “a la calles de Buenos Aires”, así pueden saber qué pasa en el afuera. Porque desde su hija “se fue”, tienen miedo de salir.

Curiosamente, desde el Norte ocurriría un caso a contramano: la exposición de la tortura es para su legitimación. A comienzos del presente siglo, con la caída de las torres gemelas y la búsqueda de un nuevo chivo expiatorio, las producciones audiovisuales pusieron su efectividad como herramienta política, teniendo a la serie 24 como máximo exponente. Electrocutar en el pecho a un sospechoso talibán, hasta que confesara dónde está oculto la bomba para salvar decenas de vidas, es un dilema ficcional pero impuesto, luego de la caída de los escombros del World Trade Center.

Incluso el propio género de terror ha tomado las cámaras de tortura con sus respectivas posiciones enfrentadas, ya sea de la mano del asesino serial justiciero Jigsaw en la saga de El juego del miedo, o como un divertido privilegiado de una clase social como lo plantean las películas de Hostel.

Y cuando todavía era inimaginable la llegada de Trump a la Casa Blanca, la trilogía de La purga se convertía ya en una advertencia. La idea consiste en que en un futuro no muy distante, cada año la población estadounidense tendrá doce horas seguidas para legalizar el crimen (asesinato, violación, tortura, etc.) como modo de desahogar las penas de los benditos ciudadanos y con ello reducir los niveles de violencia y criminalidad en el resto del anuario. Pocos tiene el privilegio (de clase) de encerrarse si no desean salir a delinquir y sobrevivir de ese afuera.

Ante esa disyuntiva de “demócratas” y “republicanos”, la cineasta Kathryn Bigelow lo dejó explícito en su filme La noche más oscura (2012), sobre los cambios de trabajo que padeció la CIA desde sus trabajos ilegítimos en la era Bush al cambio de mando en Obama, hasta alcanzar el asesinato de Bin Laden. Luego de esto, la única directora mujer que ganó un Oscar a mejor dirección realizó un filme “anti-gatillo fácil” con Detroit: Zona de conflicto (2017), sobre una cuarentena (no como respuesta de un virus, sino por la violencia urbana) que vivió la ciudad natal de la General Motors en el año 1967. La película se centra en un hecho particular: una masacre ocurrida en el interior de un hotel, donde la policía mató a tres jóvenes negros. Es en ese interior, donde el vocabulario policiaco remite al de los agentes de inteligencia frente a todo aquel sospechado de ejercer terrorismo; e incluso, si los detenidos estuvieran atados y con los ojos vendados, nos confundiríamos con la ESMA.

Pero la diferencia, y de ahí su posición cómoda, es que sabemos de ante mano que esos chicos eran inocentes. Pero más que nada, no profesaban el Islám.

05.

Dice el cineasta y analista polémico Nicolás Prividera: “El Nuevo Cine Argentino se sostuvo en personajes solitarios o cofradías que festejaban su propio encierro”. Sostiene que el cine iniciado en los noventa está caracterizada por su déficit de historicidad y naturalismo, (o sea: personajes que vagan por la ciudad o viajan al campo, y en su retorno a su punto de inicio no se percibe cambio alguno) y apoliticidad (a pesar que hay referencias de la debacle económica y social que dejó el neoliberalismo noventista, no establece una relación entre sus personajes y el contexto histórico).

“Cuando el facilismo se convierte en fascismo (como sucede en una cultura política como la de la Argentina, permeable a los discursos filofascistas) siempre es tarde, y todos los que no le oponen resistencia se convierten en cómplices. Basta hacer un simple ejercicio de imaginación y pensar si podría éste cine argentino sobrevivir en el caso extremo de un régimen autoritario. La respuesta es indudable: podría hacerlo sin pena ni gloria por que no molesta –ni siquiera simbólicamente- al poder”, señala el autor del libro El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino.

Para éstos tiempos de cuarentena frente a una invasión viral, ¿corremos el riesgo de seguir viviendo con miedo? ¿Encerrarnos cada vez más? ¿No estábamos ya más encerradxs desde la década pasada, a partir de la crisis financiera mundial que hizo estallar una proliferación de regímenes chauvinistas y xenófobos? ¿El Covid-19 no agravaría aún más esto? De ser así, el cine tendrá que proyectarse sin miedo. No aceptar que las paredes lo limiten y enfrentarse a los extraterrestres, a los zombies, a los asesinos, a los torturadores y a todos aquellos que nos obligan a encerrarnos.

En estos momentos, una de las películas más vistas en Netflix es El hoyo, del español Galder Gaztelu-Urrutia. Nuevamente un filme claustrofóbico, sobre una plataforma vertical compuesta por distintos cubículos, habitadas por distintos personajes, donde deben sobrevivir repartiéndose la comida. La alusión crítica a la ley del derrame es más que obvia. Pero su programa es insuficiente. No basta el voluntarismo para que alguien garantice una distribución justa de los alimentos. El plan superador es salir del hoyo y enfrentarse a los dueños del mismo, que figuran fuera del cuadro y, por ende, indiscutibles. Es tiempo de enfrentar a nuestros propios miedos y salir afuera. Vamos con algo de jazz.