Con falda de serpientes: cuatro poemas inéditos de Soledad Castresana
¿Qué es el deseo? ¿Una proyección? ¿Un modo de atravesar la realidad en primera persona? En estos cuatro poemas de Soledad Castresana el deseo es omnipresente. Puede ser sutil y pensativo o elevar la voz. Puede saberse ausente de una escena pero se sostiene en la misma enunciación: rabioso o amoroso, es siempre brillante y performativo. Toma la herencia y la trasviste. Ve venirse el derrumbe, y el deseo de no ser es desmentido por el poema presente. “Como si hubiera matado una mosca”, invierte el orden violento de una escena señalando las cicatrices, las manchas y las marcas de una sociedad fronterizante a la que esquiva con el cuerpo y la palabra. Porque el silencio puede ser “un golpe de martillo en las orejas” cuando arde la tarde. Porque el Patriarca no encarna la historia de una sino la de sí mismo.
La filiación abandona el margen y ocupa un centro: el deseo clausurado, ajeno, es arrinconado en una lucha cuya arena es también el poema. Acá golpea el deseo. Que los dioses sufrientes sean de otros. Que encarne en este cuerpo vivo una diosa propia. Vital. Que sangre.
Soledad Castresana publicó los libros de poemas Carneada (Alción, 2007), Selección natural (Fondo Editorial Pampeano, 2011) y Contra la locura (El Ángel Editor, 2015). Hay textos suyos en varias antologías de poesía, entre ellas, Poetas argentinas 1961-1980 (del Dock, 2007), Última poesía argentina (En danza, 2008), Un libro oscuro (Bajo la luna, 2011). También escribe cuentos y, en 2018, se propone reunirlos en un volumen. Nació en La Pampa en 1979. Estudió Letras en Buenos Aires. Vivió en Bogotá, en Medellín y en Ciudad de México. En 2017, volvió a la Argentina y todavía está adaptándose. Aquí les presentamos cuatro poemas de su último libro, Que sangre, inédito aún.
Curaduría y notas: Lali Destéfanis
De cuando visité por primera vez el Templo Mayor
En el campo, el silencio de noche es como un golpe
de martillo en las orejas. Por eso, cuando era chica,
yo quería un dios o una diosa que me ayudara a dormir.
No me servía un hombre que elegía a otros hombres,
para que fueran al mundo a contar sus hazañas.
Ni una virgen que limpiaba con lágrimas
las heridas del hijo, que aceptaba el misterio
y subía a los cielos. Esclava y sin manchas.
Tampoco, ese hijo que ofrecía la mejilla y después,
mientras sufría sabiéndose dios,
llamaba al padre llorando de miedo.
No.
Me hubiera encantado tener una diosa
de torso desnudo, con falda de serpientes,
con rodilleras hechas de cráneos de los tontos
y los pies bien metidos en el fuego,
que mostrara las piernas abiertas, las garras,
y tuviera un serrucho por lengua.
Que viniera, no a salvarme,
sino a enseñarme a matar a la madre,
que luchara con el hermano deforme
y perdiera la cabeza entre las piedras.
Ahora, no necesito nada para mí,
aprendí a dormir sola. Pero para mi hija,
yo quisiera una diosa que sangre.
La Virgen en el mercado
Adherida a la columna, una lámina
en papel satinado de la Virgen
con su raro disfraz de Guadalupe.
Quien imprimió esta imagen le agregó
un poco de su fe, de su alegría.
Los colores se alejan del gris santo,
alzan vuelo y se encienden y compiten
con las piñatas que cuelgan rabiosas
del techo del mercado en Coyoacán.
Y porque tal vez la acumulación
funciona en ciertos casos, le pusieron
un marco de un millón de rosas rojas
y un diluvio universal de purpurina.
Pero es curioso observar que nada
le ha cambiado en el gesto a la señora:
sigue quieta, los ojos hacia abajo
y las manos unidas sobre el pecho.
¡Qué poca vanidad!, me digo y miro
mi perfil de reojo en la vitrina
sucia de un puestito de tostadas.
Cualquier diosa, yo misma, si tuviera
tales brillos y flores, alzaría
la vista sonriendo. Aunque en el fondo
supiera que no soy más que otra mosca
sobre la carne cruda y las guayabas.
Para identificar mi cuerpo
–¿Señas particulares? –me pregunta la mujer
del Instituto Nacional de Migración–
¿tatuajes, manchas, cicatrices? –Nada
que se vea a simple vista –digo. Y ella,
impúdica, insiste. –Una cesárea, ¿le sirve?
–subo la voz para que escuchen todos en la sala–
¿Un corte en el pezón derecho,
otro en la ingle, uno en el cuello del útero?
–Y su hija, ¿tiene alguna marca?
–Un lunar en la palma de la mano izquierda.
Como si hubiera matado una mosca.
La mujer del Instituto Nacional de Migración
completa el formulario. No me mira.
La noche en que se nos inundó la casa
Decorando la casa que yo no quería que fuera nuestra casa,
pinchamos con el taladro un tubo de agua. El chorro
nos golpeó con la fuerza de una yegua. Era de noche,
sábado y afuera también llovía.
Hasta que encontramos la llave, se inundaron
los cuartos, los placares, el pasillo.
Hacía frío. Empezábamos a hundirnos. La pintura
de los muros se rajaba. Se curvaban las tablas en el piso.
Enseguida, el marido empuñó la escoba:
era una especie de caballero con su lanza.
Quién sabe cuáles monstruos despiadados
enfrentaba en el cuerpo de esas aguas.
También estaba la hija. Seria. Empapada.
Iba de un lado al otro llevando zapatos
y lápices y cajas hasta arriba de las camas.
Parecía un gigante tratando de salvar el mundo.
Yo me hubiera dejado ahogar ahí mismo.
Habrían quedado tres libros, unas pocas fotos
y un montón de notas sueltas. Suficiente
para alimentar el mito de la poeta joven que se fue
justo antes de empezar a escribir sobre sus muertos.