Un disco doble de hace 20 años resultó una experiencia conmovedora para estrellas de rock y gente de monte adentro. Resulta, ahora, un lugar a dónde mirar a la identidad como algo vivo, un origen en permanente cambio.
Por Alejandro Volkind
Hace 20 años hubo una experiencia que después fue disco. A comienzos de 1988 Federico Moura, Gustavo Cerati, Fito Páez y Pedro Aznar recibieron una invitación que no dudaron en aceptar: aprender el misterio del canto.
La anfitriona era nada menos que la inmensa Leda Valladares, artista, recopiladora y gran investigadora de nuestro folclore, que a sus 70 años se ofrecía a iniciarlos en un viaje que los llevaría a los cerros del noroeste argentino para ir al encuentro de los sagrados cantores de los valles. Los vallistos, descendientes de los siglos andinos, les revelarían otra dimensión del canto, “terrestre y sideral”.
Su activa participación en De Ushuaia a la Quiaca junto a Gieco y Santaolalla, le había confirmado a Leda que la memoria musical de nuestro pueblo -que además de “descender de los barcos” tiene unas raíces culturales mucho más ancestrales- se mantiene viva sólo si se nutre del presente que la rodea.
Con esta certeza en mente, en los meses siguientes Leda reunió a rockeros que llenaban estadios con bagualeras de monte adentro, llevó al líder de Virus al medio de una comparsa salteña, y finalmente trajo a los vidalistos santiagueños al Teatro Gran Rex. En cada encuentro el intercambio fue mutuo y horizontal: allí no hubo estrellas, allí sólo hubo músicos. El trabajo de Leda, en definitiva, siempre había sido reivindicar a esos artistas que no se asumen como tales: al arriero, al cosechero, a la muchacha que con su caja intenta seducir. En el fondo, estaba convencida que todos hablaban un mismo idioma. “El blues y la vidala son dos lamentos de amor”, confesaría más tarde.
Toda esa experiencia -más de 70 canciones grabadas en las distintas provincias del Noroeste- quedó plasmada en dos discos que editó el sello Melopea entre 1989 y 1990 y que llevan el nombre de Grito en el Cielo.
Allí se puede escuchar a Cerati y a Aznar fundiendo sus voces en una baguala. Allí quedó la última grabación de Moura, entonando una vidala que, en su despojo y sencillez, realza la belleza de su canto.
La experiencia dejó marcas profundas. Para el líder de Soda fue la llave para liberar su garganta. Para el bajista de Serú, a quien Leda definió como un brujo de la voz agreste, fue comprender la esencia del canto. Ninguno fue indiferente ante el misterio revelado.
Cantar es mi mano alzada
Como aseguró Valladares, Grito en el cielo nació para evitar nuevos crímenes. Crímenes musicales como el que había sufrido ella, que descubrió las bagualas recién a los 21 años “porque nadie en Tucumán me dijo que existían unas maravillas aquí nomás, en las montañas”. Este desconocimiento no fue casualidad. No es casualidad. Es ocultamiento. Nuestra identidad cultural, delineada en el siglo XIX por la oligarquía terrateniente que logró unificar el país, siempre se caracterizó por descalificar y silenciar lo propio para enaltecer lo de afuera, principalmente lo de los dominadores de afuera.
En esa mentalidad, dependiente como nuestra economía, lo urgente era montar un palacete francés en plena pampa o traer de Italia cada ladrillo del Teatro Colón. En esa mentalidad, el quechua o el canto con caja, por poner sólo dos ejemplos, debían ser borrados del mapa por atrasados y por salvajes.
Sin embargo, como plantea Josefina Racedo -directora del Instituto de Rescate y Revalorización del Patrimonio Cultural- la identidad nacional es un proceso mucho más complejo que el que se gesta desde arriba y, en un país dependiente como el nuestro, “no es un espacio homogéneo sino que también es el terreno en el que se ha librado y se sigue librando la lucha entre las distintas clases que componen la nación”. Para Racedo, preguntarnos qué y quienes somos los argentinos es “no sólo registrar lo que domina en nuestra propia autoimagen, modelada socialmente desde lo hegemónico, sino bucear, rastrear lo oculto, enmudecido, reprimido durante siglos”.
En ese viaje se sumergió Leda. “Yo nunca había oído hablar de baguala y entonces me parecía que tenía que ser algo muy misterioso, muy poderoso. Después de escucharlas me prometí recuperar semejante regalo de la tierra», contaría años más tarde. En su vida, la promesa se hizo acción y la transformó en una militante de la cultura popular en su sentido más profundo.
León Gieco todavía recuerda sus discusiones con Ernesto Sábato cuando ambos, a fines de los 70, eran parte del “Movimiento por la Reconstrucción de la Cultura Nacional”. Allí el escritor de El Túnel solía hablar de culturas superiores e inferiores, tema que enfurecía a Leda. “Es tan importante un Miguel Ángel como una vasija construida por un guaraní, porque cada cosa está hecha con una necesidad y en un momento determinado”, le respondía ella.
“Esa fue una de las cosas más importantes que me enseñó”, cuenta León. “Otra cosa que aprendí de ella y que repito siempre es la necesidad que tiene un pueblo de aprender a cantar”.
En efecto, Leda siempre incitó a hacer canto colectivo. Como el que practicó en plena dictadura militar, cuando reunió a cientos de chicos con sus maestras a la vera del dique de El Cadillal. Como el que recopiló durante 60 años a través de sus viajes por valles, campos y montañas con su modesto grabadorcito a cuestas, de rancho en rancho, conversando y registrando el canto anónimo y colectivo, como pensaba que debía ser el folclore, desde Ecuador hasta Santiago del Estero.
Dentro de esa enorme obra, de ese Mapa Musical como ella lo denominó, Grito en cielo se destaca por su audacia y convicción. Juntar a las estrellas pop del momento con las bagualeras de los montes y saber que en el fondo están hechos de lo mismo. Reivindicar esas hilachitas de identidad sometida de nuestro pueblo y demostrar que para mantenerla viva no hay que congelarla sino dejarla correr para que como un río se nutra de todo lo que haya a su alrededor.
“Sólo teniendo en cuenta los aspectos de resistencia y lucha podremos deconstruir los aspectos negativos de la identidad impuesta -reflexiona Racedo- y afianzar aquellos elementos que permitan identificar una identidad independiente, orgullosa de lo propio, apoyada en aquellas características identificatorias de lo argentino, escondidas o devaluadas por los valores dominantes”.
En momentos donde vuelven a machacarse los argumentos más delirantes y reaccionarios del siglo XIX contra los pueblos originarios del sur -que ya no existen, que nunca fueron argentinos- Grito en el Cielo, y la obra de Valladares en su conjunto son, sin duda, un valioso aporte en aquella dirección.