Cuerpos que importan, una reseña de la novela ganadora del premio Sara Gallardo
Por Mercedes Alonso
Mercedes Alonso comparte un comentario sobre la La sed, de Marina Yuszczuk, reciente ganadora del nuevo premio Sara Gallardo, una novela que «desarregla» el orden del género «de vampiros» que se había hecho masculino con Drácula. «De la vampira importa el género y la especie: ¿qué es un monstruo –monstrux, monstrua, monstruesa– y qué tiene para decir su forma de existencia sobre el género que leemos y la especie que somos?»
.
“donde la normalidad había sido derrocada”
Marina Yuszczuk, La sed
La sed empieza en el cementerio de Recoleta. El escenario es gótico: el lugar de los muertos es la ruina de un pasado mejor. Pero hay varias formas de estar en el ahí: están los turistas con botellas de agua y cámaras de fotos, está la narradora que lleva a su hijo que juega entre las tumbas mientras ella busca la que no aparece y están los muertos, los que no se ven, prolijamente distribuidos en tumbas acordes a su clase, los que el tiempo y el fuego redujeron a cajas, cajones y cajitas más chicos, los huesos –limpios, pero no brillantes– y está la mujer que, al final de la introducción de la novela, se retira hacia adentro, en dirección inversa a la de los visitantes que se amontonan para atravesar la reja hacia la calle.
Hay dos que están en el cementerio de otra manera: una está viva; la otra, no tanto. Las dos son mujeres. ¿Importa? Marina Yuszczuk acaba de ganar la primera edición del Premio Nacional de Novela Sara Gallardo, dirigido a autoras argentinas, que se propone “acompañar el redescubrimiento” de la escritora –que le debemos a las ediciones de El cuenco de plata y Fiordo– y promover a las nuevas. Quizás el dato importe en una época que más que relegarlas las convierte en objeto –de lectura, de reflexión, de consumo– y para un premio que también entregó menciones a una novela como Vikinga bonsái, de Ana Ojeda, que arma una familia con madres e hijxs y desbarata esa institución, entre otras cosas; a La última lectora, de Raquel Robles, que le cambia el género al título de Ricardo Piglia, entre otras cosas, y a La ruta de los hospitales, de Gloria Peirano, que es una novela de la madre (la memoria, el cuerpo, la lengua de la madre), como Miramar, la anterior, había sido sobre el padre.
Importa entonces que en La sed los dos mundos encarnen –“la carne es lo que me desvela en estos días”, dice la narradora– en mujeres: la viva, la no-muerta. También podrían importar otras cosas, como que la ganadora sea, junto con Era tan oscuro el monte, de Natalia Rodríguez Simón, una de las únicas dos novelas premiadas que editó un sello independiente. No sé qué le importaba al jurado integrado por Ana María Shua, María Teresa Andruetto y Federico Falco –¿importa alguna vez?–, sino cómo se lee la novela en ese marco.
No es, entonces, el protagonismo de las dos mujeres; es que esa elección desarregle el orden de otro género, el de vampiros, que se había hecho masculino con Drácula.
Como en la novela de Stoker, como tantas otras historias, La sed empieza con alguien que llega de afuera y cambia todo. El primer capítulo vuelve al pasado en que la no-muerta del cementerio llega desde el afuera europeo del que vienen siempre los vampiros –Drácula, las leyendas, los libros– por un Río de la Plata que Sarmiento, en sus Viajes, había visto teñido del color de la sangre de los enfrentamientos durante el rosismo.
La época en que está situada la novela de Yuszczuk es casi la misma. A esta altura sabemos que la no-muerta es una vampira porque salió de una tumba, porque lo dice la cotratapa, porque la tipografía de la tapa de Blatt & Ríos chorrea sobre fondo rojo sangre y porque “La sed” es una mejor traducción de The Hunger que el ambiguo El ansia con que se rebautizó la película de Tony Scott con David Bowie, Catherine Deneuve y Peter Murphy cantando “Bela Lugosi’s Dead”, que también tiene a una vampira como figura principal. Acá como ahí el tiempo y espacio son un problema que hace variar el género. A lxs vampirxs se les complica existir en un mundo que se moderniza. Es un problema habitual: pasa en Canterville con el fantasma de la novela de Oscar Wilde, que es de 1887, y les pasa a lxs últimxs sobrevivientes de su especie en Only lovers left alive, de Jim Jarmusch, que es de 2013. Nadie cree en ellxs y la ficción lxs reinventa.
En el siglo XIX, cuando la vampira llega a una ciudad que es más que nada barro, Yuszczuk encuentra escenarios góticos en las mansiones abandonadas por las que ya pasó la sangre que veía Sarmiento. En el pasado, hay gótico rosista, que ya estaba en Amalia, de José Mármol, y en los pasajes chorreantes y con estruendo de cañones de Sarmiento, y una peste que pone la muerte a la vista de todxs y esconde a la no-muerta. Las pestes son buenos tiempos para aparecidos, como supo ver también Diego Muzzio en Las esferas invisibles (2015). Esta vez, sin embargo, en la enfermedad del pasado resuena la que, en octubre 2020, cuando aparece la novela, apenas afloja un poco. Los ecos del pasado en el presente del gótico se vuelven ecos del presente en el pasado, como en la novela histórica. Pero no es eso lo que hace La sed porque en ese género los monstruos no se llaman con ese nombre.
Porque, además, apenas nos acomodamos en la nostalgia gótica del pasado la no-muerta vuelve a su tumba y pasa el tiempo y aparecemos en el siglo XXI, en el que toma la voz la mujer que buscaba una tumba al principio. Ya no estamos en la era de la racionalidad ni en el auge del realismo, más bien al contrario. ¿Yuszczuk se pliega a una tendencia? Hay algo de ligereza en la escritura de la novela que en esta parte también se monta en la coyuntura de la peste que recorre las calles del mismo barrio que en la novela de Muzzio era el escenario de la fiebre amarilla.
Sin embargo, no reconstruye el pasado sino que construye un clima hecho de indicios, más que de referencias: el encierro, el colapso de la normalidad, el estado de sospecha son un clima que reconocemos pero que no tiene nombre –¿importará esta forma de ensayar la narración de nuestros tiempos extraños? Sin embargo, en el siglo XXI San Telmo no es el barrio que abandonan las elites en la segunda de mitad del siglo XIX, sino las ruinas de la reconstrucción de las ruinas dejadas por ellas. Es, también, el barrio de El mal menor, de Charlie Feiling, territorio del terror local donde en lugar de “prófugos” hay una vampira, que no es una aparecida de factura local, sino una figura tradicional incrustada en un espacio y un tiempo en el que resulta inadecuada.
En esa desubicación, la novela hace algo más que acomodarse a las tendencias –mujeres, seres sobrenaturales, narrativas de la peste- y que la vampira no cause terror no es un fracaso, como en la novela de Wilde, sino un cambio de función, un desplazamiento del género. La sed no es “gótico de imitación”, como las construcciones que desprecia la narradora en la segunda parte, después del regodeo en las ruinas de la vampira en la anterior. Yuszczuk escribe cerca en esa forma de la parodia que es homenaje y renovación. De la vampira importa el género y la especie: ¿qué es un monstruo –monstrux, monstrua, monstruesa– y qué tiene para decir su forma de existencia sobre el género que leemos y la especie que somos?