De derrotas y traiciones
Por Santiago Roggerone
Partiendo del libro del militante y filósofo francés Daniel Bensaïd Walter Benjamin, centinela mesiánico, Santiago Roggerone nos propone una crucial reflexión respecto de las abjuraciones y traiciones que acompañan ciertas «trayectorias defeccionantes» del reformismo progresista, que hoy en día asume «las actitudes político-intelectuales de la resignación, el consuelo o la acomodación», un camino fatal que con su constante apuesta por el mal menor no hace más que allanarle el camino al (neo)fascismo o a las rebeliones de derechas.
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“Antes que derrotas, estas son traiciones y abandonos”, escribe Daniel Bensaïd en un pasaje clave de su Walter Benjamin, centinela mesiánico, libro publicado originalmente en 1990 y cuyo subtítulo, A la izquierda de lo posible, es un recordatorio implacable de que aún en los momentos más terribles existen modalidades de habitar la melancolía que no son depresivas ni defeccionantes. Poco antes del final de Portbou, el filósofo alemán había dado cuenta de ello al escribir que de los que habrían de llegar más tarde no se esperaba gratitud por los triunfos sino rememoración por las derrotas. A su entender, efectivamente, existía un “secreto compromiso de encuentro” entre su generación y las del pasado, y por ende entre la suya propia y las que habrían de venir después, cosa que implicaba entender la revolución como un imperativo a ser realizado para redimir no sólo a los vivos sino también a los muertos. Era su profunda y más íntima convicción que ni siquiera los que habían perecido aplastados por las ruedas del progreso podrían estar a salvo si resultaba victorioso un enemigo que hasta el momento, decía, no había “cesado de vencer”.
Bensaïd fue alguien que, como Benjamin, demostró a lo largo de su vida mucho interés y preocupación por los problemas de la herencia y la transmisión intergeneracional. Todo lo que escribió e hizo –antes que un filósofo fue un activista y militante político– puede ser leído o interpretado en los términos de una guerra del fuego librada a los fines de salvar lo que habría podido perderse. El dictamen referido fue concebido en medio de la concreción de un desastre oscuro –esto es, por supuesto, el del colapso eurosoviético, la restauración capitalista y la consagración del neoliberalismo como único horizonte de lo posible. A su modo, sin embargo, él habla también de una experiencia generacional que tuvo lugar en nuestro país, determinada por la cesión en el intento de pensar sin Estado que aconteció y se desplegó en medio de la catástrofe.
Entre muchos izquierdistas que fueron protagonistas políticos e intelectuales de la crisis de 2001-2002, efectivamente, puede identificarse de forma retrospectiva una suerte de apartamiento desleal o vergonzante respecto de causas a las que solía pertenecerse o, en todo caso, la negación de la existencia en cuanto tal de esas causas perdidas. Se trata de una experiencia generacional, por consiguiente, que es menos la de una derrota y más la de un repliegue o una retirada. Una experiencia que antes que una auténtica experiencia es en verdad un derrotero, pues lo que se jugó con (y a través de) ella fue la deriva o a la pérdida de un rumbo, y, por añadidura, el desarrollo de un conjunto de prácticas y saberes que dieron lugar a posiciones derrotistas o domesticadas, las cuales a su vez hubieron de generar efectos de bloqueo e inhibición entre muchos de aquellos que llegamos más tarde o advinimos luego.
Apelar a la figura de la renegación, la abjuración o incluso la traición no necesariamente entraña echar mano a la moral para pronunciarse sobre una serie de interrogantes o problemas que conciernen a la actualidad. Una posición de melancolía de izquierda no tiene nada que ver con aquella que es ocupada por las izquierdas melancólicas que moralizan la política. Es por eso que el gesto eminentemente politológico que llama la atención sobre la existencia de una cierta fobia al Estado entre quienes compartimos este balance o diagnóstico inter y hasta intrageneracional implica un yerro y por ende un desatino. Un yerro y desatino que a decir verdad son dobles, pues saldar un debate o extraer del mismo un conjunto de enseñanzas edificantes no es algo que se encuentre explicitado al interior del campo de preocupaciones al que atiende (y debe atender) un pensamiento sin Estado. Puesto que la impartición de lecciones es algo propio de quienes comercian con la imposibilidad de la revolución o hacen de ella una profesión, para quienes se resisten a pensar con el Estado lo sido no enseña más que el indicio de imprevistos o contingentes que pueden ser aprovechados a la hora de tramar nuevos posibles y recuperar futuros perdidos.
Fobia al Estado, por lo demás, es una formula progresista que si bien no propugna la moralización de la política –con o sin Foucault, se trata de una especie de reverso bienpensante de odio al Estado– sí fomenta su patologización, con lo cual es como si lo que se botara por la puerta terminara colándose por la ventana. Alguna vez afín a la corriente autónoma de los nuevos movimientos sociales, nueva izquierda o izquierda independiente que emergió en el subcontinente sudamericano con todo su esplendor hacia fines de la década de 1990 y comienzos de los años 2000, el grueso de sus promotores dice que el apego por el conjunto heterogéneo de gobiernos que tuvieron lugar en la primera década y media del siglo XXI era (y es) inmanencia. Nosotros, quienes intentamos persistir en la posición de un pensamiento sin Estado, decimos que era (y es) realismo capitalista.
Ubicadas cada vez más arriba e incluso a la derecha, las trayectorias defeccionantes asumen hoy en día las actitudes político-intelectuales de la resignación, el consuelo o la acomodación. Dado que eso que llaman inmanencia o situacionismo no es más que realismo capitalista, a veinte años de los sucesos argentinos de 2001 hay que contraponer otra forma del realismo, la cual bien podría ser tenida como un realismo de la inteligencia que, al ya no tener nada que ver con aquello que solía llamarse realismo socialista, puede hacer de la intransigencia de la voluntad su primera y más importante determinación. Al encontrarse informada por un esplendoroso deseo poscapitalista, esta forma alternativa del realismo supone el trazado de una periodización y cartografía diferentes en las que Estado y neoliberalismo se encuentran profundamente enmarañados. Un verdadero Estado (de cosas) neoliberal, a fin de cuentas, habría sido el que, al intentar ampliar el consumo y la ciudadanía, terminó actuando como un bálsamo normalizador mediante el cual se habrían sucedido toda una serie de deserciones en relación a las pulsiones emancipatorio-radicales y autónomas configuradas gracias al estallido de la crisis. La paradoja última sería que el intento de normalización terminaría haciendo las veces de una condición de posibilidad para la agudización de la razón neoliberal y, en última instancia, la torsión (neo)fascista de ella o rebelión de derechas ante la que hoy pareceríamos encontrarnos insertos.
Engañándose a sí mismos al decirse que era posible volver atrás en el tiempo y recrear el pleno empleo, las recetas keynesianas, el welfare, etc., los llamados gobiernos progresistas tendrían como consecuencia, tanto a nivel económico como subjetivo, el endeudamiento, la individualización y la despolitización. Lejos de poner fin al neoliberalismo, apostarían desde el Estado por desarrollos neoextractivistas del capital que supuestamente habrían de garantizar la independencia y por tanto la democratización. Dichos desarrollos, sin embargo, quedarían heridos de muerte tras el colapso financiero de 2008 y la caída del precio internacional de los commodities. En todos y cada uno de los casos, la consecuencia última sería el surgimiento de nuevas alianzas entre las finanzas, los terratenientes del agronegocio y actores locales específicos mediante las cuales el neoliberalismo se reciclaría, una vez más, de forma autoritaria.
La historia, por lo demás, ha demostrado en demasiadas oportunidades que el mal menor constituye siempre el camino directo hacia lo peor. No hay dudas de que si hoy en día la posibilidad del (neo)fascismo o la rebelión de derechas se encuentra planteada es porque, al ser abortada o neutralizada por obra de la pantomima del reformismo progresista, antes hubo una revolución fallida. Al menos éste era el parecer de Benjamin, alguien que a través de Bensaïd sigue interpelando nuestro presente y conjurando los espectros de las falsas derrotas y las revoluciones traicionadas que nos asedian.