¿De quién es la revolución?
Por Facundo Basualdo
La libertadora, la argentina, la productiva, la de la alegría. ¿De quién es esa palabra por la que hombres y mujeres de todo el mundo han dado su vida? ¿Cuándo fue que quedó en manos de la derecha? ¿Hay revolución sin revolucionarios? Facundo Basualdo lee a Andrés Rivera y busca en él la actualidad de sus preguntas y la urgencia de retomar sus esperanzas.
¿Qué significa hablar de revolución en mayo de 2018? ¿Se habla de revolución, o no? ¿Desde cuándo?, ¿quién o quiénes?, ¿en qué lugares? Después de la dictadura, la revolución se ajustó a áreas: productiva, tecnológica, de la alegría. Ya no revolución socialista, utopía marginada de la hegemonía discursiva tanto política como mediática. La revolución era (o es) la cara de la derrota, de lxs 30 mil desaparecidxs, del pasado, de lo que no pudo ni puede ser, y tal vez por la necesidad de renovar el “marketing político”, fue que algunas organizaciones sociales cambiaron revolución por “cambio social”. ¿Dónde se habla más de revolución que de FMI?, más que de dólar, más que de inflación, de revolución más que alguna otra cosa? “Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo todo: muertos con permiso. Aún así, elijamos las palabras que el desierto recibirá: no hay revolución sin revolucionarios”, escribió en un cuaderno de tapas rojas el Juan José Castelli de Andrés Rivera, en La revolución es un sueño eterno, publicada en 1987, como una reafirmación de la vigencia de la palabra revolución no sólo como recuerdo, sino también como necesidad del presente y posibilidad de futuro.
La novela de Rivera (por la que en 1993 recibió el Premio Nacional de Literatura) dialoga en tres tiempos políticos a la vez: el tiempo de Castelli, pos revolución de mayo, antes de morir, tan derrotado como olvidado; el tiempo de su escritura, en el andar del alfonsinismo, digiriendo, aún, la derrota que significó el genocidio cívico-militar, la más determinante del siglo XX, después de varios momentos que podrían llamarse revolucionarios desde aquel tiempo de Castelli; y el tiempo de su lectura, que pudo coincidir con el de su publicación o con la actualidad, mayo de 2018, a 208 años de la Revolución de Mayo, cuando la palabra revolución parece no ser más que conmemorativa, alimento de la nostalgia, homenaje, aunque a su vez carga en su intrínseco fracaso (arista que no se cansó de mirar y escribir Rivera), su esperanza: si pudo ser posible, porqué habría de dejar de serlo. Es decir, se trata de una novela que oxigena cada vez que la esperanza pareciera sufrir de asfixia.
La palabra escrita de Juan José Castelli, quien puso argumentos a la patria para derrotar a la colonia y trascendió como Orador de la Primera Junta, comienza diciendo que reniega de ese título, con un cáncer en la lengua, paradoja que termina por matarlo, en octubre de 1812. Comienza diciendo, para ser claros que se trata de ficción y no de un libro de historia, el Juan José Castelli de Andrés Rivera, y no otro, quien lo ubica ahí, ya derrotado, ya casi olvidado por todos menos por Bernardo de Monteagudo y Manuel Belgrano, su primo, y Ángela, su hija, y María Rosa, su esposa. Lo ubica allí, hablando con sus visitas a través de papeles, hablando con el tiempo a través de esos dos cuadernos de tapas rojas que dejó, hablando sobre esa revolución que soñaron y no lograron, o que lograron a medias, o un poco menos.
“¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía? ¿Por qué, con la suficiencia pedante de los conversos, muchos de los que estuvieron de nuestro lado, en los días de mayo, traicionan la utopía?”, pregunta el Castelli de Rivera, en 1812 pos Revolución de Mayo, y en 1987 pos dictadura, y también en 2018, donde la derecha, reapropiada una vez más de la palabra revolución, como con la Libertadora en el ’55 o con la Argentina en el ’66, se reagrupó y buscó nuevos conversos para encabezar la de la Alegría desde 2015, sin que pareciera haber alguna otra búsqueda de revolución que inspire soberanía, independencia, autodeterminación como contraparte.
¿Puede ser de cualquiera la palabra revolución? ¿De quién es ahora? ¿De quiénes nunca dejó de ser? “Un país de revolucionarios sin revolución se lee en aquello que no se escribe”, escribe el Castelli de Rivera, dejando en claro que están aunque no los nombren en ningún diario, que están aunque la derrota parezca siempre definitiva, que están aunque no se sepa cómo se seguirán moviendo.
Rivera, o el Castelli de Rivera, va y viene, entre punto y punto, entre pregunta y pregunta, de la derrota a la esperanza. Maldice a los conversos, a quienes lo juzgaron, a quienes arruinaron la idea de la revolución, para domesticarla. Y es en ese maldecir, en ese refutar constante, que aún pervive su idea, su revolución, su eterno sueño. Y lo transmite, por más que surja de unos cuadernos escritos en la miseria, luego de dos siglos, a través de una novela que sobra a la categoría de “novela histórica”, como se la pretendió clasificar.
La noche antes de morir Castelli dejó escrita una frase, tal vez la más desesperanzada: “Si ves al futuro, dile que no venga”. Pero no fue la que eligió Rivera para poner como última frase en el cuaderno de su Castelli, sino que concluyó con otra donde –también–se explica el título de la novela: “Entre tantas preguntas sin responder, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?” Es ahí, en el pasado frustrado, el presente de penas y el futuro posible donde Rivera puso el foco, desde la voz de uno de los derrotados del primer intento revolucionario en el país. Sin Castelli, entre tantos, incluso también ya sin Rivera, esa última pregunta mantiene la vigencia, en tiempo presente, de la revolución como un sueño eterno, como palabras que desbordan los márgenes de la literatura.