Diego, esa voz familiar que hacía jueguito con las palabras

Por Leandro Alba

Después de esperar los tres días de rigor que recomienda la tradición, Leandro Alba comienza a asumir que Diego ya no está. Ante ese desgarro, esa pérdida de un familiar, no puede hacer otra cosa que ver videos. Mira y se convence de que el barrilete cósmico cada día juega mejor, pero también escucha y toma nota de ese famoso martillo en el garguero sin el que el Diez no hubiera sido quién fue.

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-Pero no le cortaron las piernas…
-No. Es una forma de decir, hijo.
-Está mintiendo…
-No, es una manera de decir que no puede jugar más a la pelota.
-Entonces, ¿no vamos a ser campeones?
-No sé, hijo.

1994. Yo tenía cinco años. La charla me la recordó mi vieja, el fin de semana. Nos juntamos como cada domingo. Recordamos, como cada domingo. Pero esta vez, entre videos y fotos, más. Goles, abrazos. Copas alzadas. Vueltas olímpicas. Pedidos de disculpas. Patadas, alguna fractura. Repasamos ese álbum familiar colectivo, hecho de imágenes que no son nuestras, que son de todos. Corridas, gambetas. Pero que vienen acompañadas de imágenes muy propias: las pancitas humeantes de los pan dulces que hacía mi viejo durante los mundiales. Ese gusto que mutó, porque se escapó la dulzura en algunas finales. La overlock que se callaba durante los partidos. El ardor de la garganta. El alivio de la Coca de vidrio helada.

Tal vez sea por esa necesidad de volver a ver con esos ojos que, desde el 25 de noviembre, no puedo dejar de ver videos.

En casa, cuando vivíamos todos juntos, la televisión era un integrante más de la familia. Por más que reniegue, por más que hasta quiera ocultarlo, la Hitachi de 29 pulgadas era una integrante más. Una prima que nos ayudaba a comunicarnos y a tender puentes cuando el silencio nos invadía. O, tal vez, era la que generaba esos largos baches que solo ella podía llenar. No sé. Lo que sí sé es que cuando llegué me estaba esperando. En casa no había que encenderla, solo había que subir el volumen porque siempre estaba prendida. Así fue como entraron muchos nombres de pila a nuestras vidas. Y eso fue bastante antes de naturalizar que hoy solo existen nombres de pila, como Cristina o Alberto. Antes, Mauricio era Macri, como Franco. Tampoco existía Fernando, era De la Rúa. Existía Chacho, pero venía acompañado de Álvarez. También estaba el Cabezón, que llegaba con Duhalde. Pero, por ejemplo, Susana había una sola. Lo mismo con Charly. Vos me decís Charly y a mí ya me suenan las primeras notas de «Los dinosaurios»: param pam pam pam pam pam pam pam pam, param pam pam pam pam pam pam pam, para pam pam, para pam pam, param pam pam pam pam pam pam pam pam, los amigos del barrio pueden desaparecer… Lo veo demoliendo hoteles. Tirándose de un noveno piso. Lo veo abrazado con La Negra (¿es necesario explicar?), como un hijo que le pide disculpas a su madre. En los noventas, el mundo se farandulizó. Y, quien estaba a la cabeza de ese cambio, era Carlos. Con el tiempo, el lenguaje se ha ido lavando. No hay pueblo, hoy hay gente. Y, por sobre todo, Gente. De la misma forma que para ser y pertenecer hoy es necesario estar en las redes sociales, antes había que sentarse en el sillón de Susana o en el living de Mirtha Legrand.

En casa, no había energía por las noches para leer cuentos de hadas. Mi viejo trabajaba de seis de la mañana hasta las diez de la noche. Mi vieja, de cinco a tres de la tarde. Entonces, si mi hermano no estaba, yo quedaba a cargo de mi prima. Para mí, el cuento de hadas era el que veía en la caja negra. No había Caperucita escapando del lobo.  Y eso queríamos ser en el barrio. Esa fue la educación sentimental de muchos.

En ese mar de nombres de pila, había uno que era todavía más inconfundible que los otros. Porque en el barrio, Susana podía ser la vecina de al lado, Su, que hacía unas tortillas de papa que eran un golazo. Y Carlos, el almacenero, Don Carlos, que tenía un humor que parecía un pelotazo en contra.

Pero Diego había uno solo. Diego Armando.

Él también habitaba ese ecosistema. Pero a su manera. Se abría el champagne y  mostraba la imagen del Che que tenía en el brazo. Diego era la gambeta constante. Diego era la incorrección. Diego era el que, años después, le enviaría su camiseta firmada a Lula mientras que Pelé le mandaba la suya a Bolsonaro.

Mientras miro los videos, pienso también que hay muchos Diegos. Algunos me hacen llorar. La mayoría. Están los que todavía me preocupan, los que me duelen. Y los que me generan contradicciones. Y ahora, que lo veo con la cercanía del dolor, pienso que, de alguna manera, eso es lo que nos pasa cuando se nos va un familiar. La verdad es que hay cosas que no me hacían sentir orgulloso de mi abuelo, pero cuánto lo amé carajo. Cuánto hizo por nosotros el viejo, dejándose curtir la piel por la violencia del sol paraguayo mientras sembraba la tierra. Yo sé lo que hizo mal. Pero, antes que nada, también sé lo que hizo bien. Y no lo justifico al viejo, pero menos mal que pude darle los últimos abrazos y despedirlo como quise. Y solo entonces caigo en la cuenta que a veces lo que joden son los espejos. Hay cosas mías que antes veía en él y que no me hacen sentir orgulloso.

Ojalá, alguna vez, me lloren una nanopartícula de todas las lágrimas que dejamos caer por Diego. Entonces sabré, donde sea que esté, que algo hice bien. También que otro algo no.

Hay muchos Diegos porque nosotros lo cortamos. Lo fragmentamos y lo guardamos en distintas cajitas. Pusimos un pedazo en la que dice Dios, otro donde dice adicto, otro en morbo, también otro en alegrías, en amor. Y así. Tal vez, si no lo hubiésemos cortado, igual que se mira una película en fotogramas en lugar de mirarla de corrido, podríamos haber observado todo ese fenómeno. Esa estrella fugaz que fue Diego. Una estrella fugaz que corría a toda velocidad en las canchas porque, como dicen, se escapaba del hambre.

Una eterna estrella fugaz, eso fue. Un cortocircuito cósmico. Un desperfecto galáctico. Entonces el mundo volteó a ver qué carajos pasaba en el fin del mundo. Miraba como si hubiese ocurrido un accidente celestial en ese país perdido que vaciaron hasta más no poder, primero los españoles. Después, supimos que estábamos listos para independizarnos. Y vaciarlo nosotros mismos. Y entonces la ecuación es sencilla, tan simple que duele: pocos con mucho y muchos con poco. Y los menos: los segundos, que se transformaron en los primeros, se olvidaron que alguna vez fueron los segundos.

Diego, no.

Salto de video en video. Sus declaraciones se me pegan. Vuelven a despertarme lo que alguna vez creí dormido. Una risa, una puteada. Paseo de entrevista en entrevista. Y lo veo con más claridad. Antes que nada, Diego es rico en talento. Pero también sabe hacer jueguito con las palabras. Es un goleador de las anécdotas (me van a tener que disculpar pero hoy más que nunca confundo pasado y presente, todavía no puedo terminar de asimilarlo y no voy corregirlo). Ese uno de los tantos géneros propios de la oralidad, de la cultura popular. Ese género  nos traslada a una atmósfera familiar. Fíjense cuando se sienten cómodos con una persona qué es lo primero que hacen: empiezan a recordar juntos, cuentan historias de la infancia, caídas en bicicleta, primeros besos, goles que no fueron. La fórmula es: yo cuando era chico esto, yo cuando era chico aquello. Anécdotas. Historias sin moraleja, sin bajadas de línea. Que invitan. Que confirman que hemos pasado por este mundo. Y que tenemos algo por contar. Y, por sobre todo, para compartir.

Pero Diego, además, era un gran narrador. Diego sabía empapar las palabras con su visión del mundo: “Yo soy popular, yo no soy público. Públicos son Cavallo, Menem. Yo soy popular. Esta es la gran diferencia que existe y existirá.  Yo fui a la tribuna pagando la popular. A mí no me eligieron a través de los votos, me eligieron por el cariño”.

Es como si se hubiera ido un familiar”, leí por ahí. Y claro, cómo no va a ser así. Si lo vimos crecer mientras nosotros crecíamos. Y nos contó su sueño más íntimo, algo que sólo se hace en confianza. Quién carajo anda por la vida contando el más hondo de sus anhelos. Nadie. Porque nos avergüenza. Si yo me pongo rojo con solo pensar que lo que más deseo es escribir el cuento más lindo del mundo. No lo digo, me lo guardo, porque no me da la cara ni las manos. Ni de chico lo dije, porque de chico no hubiese sabido cómo decirlo. Pero él lo dijo. Él tuvo la valentía. Nos lo contó a todos.  Diego era eso, un familiar que decía lo que tenía que decir, que tuvo la generosidad de compartir su sueño con todo un país: “Mi sueño es jugar en el Mundial”.

Lo escucho. Y creo que le exigimos todo lo que no nos exigimos a nosotros mismos: “Muchas veces me dicen ‘vos sos Dios’ y yo les digo ‘están equivocados’. Dios es Dios y yo, simplemente, soy un jugador de fútbol”.

Lo vimos en lo más alto. En ese lugar donde, cuando uno cae, el dolor es más fuerte: “Hasta ahora he vivido cuarenta años pero que valen por setenta. Realmente nos sucedió de todo. De un golpe salí de Fiorito y fui a para a la cima del universo. Y allí me la tuve que arreglar yo solo”.

Y nos caímos con él: “Creeme que me cortaron las piernas”.

Lo vimos ponerle los puntos a más de uno: “Lástima a nadie, maestro”.

Lo vimos en la lona, pero con la poesía con la que cae Diego: “En la clínica hay uno que se cree Napoleón y otro Robinson Crusoe. ¡Y a mí no me cree nadie que soy Maradona!”.

Lo vimos calentarse: “Vivo en Segurola y Habana 4310 séptimo piso. Y vamos a ver si me dura treinta segundos”.

Lo vimos ganarse el puesto de capitán. Y llevar la cinta a todos lados: “Pasarella tiene que entender que el fútbol argentino se escribió con pelo largo”.

Nos reímos de sus gastes: “Te voy a contar un secreto, Shilton, fue con la mano”.

Lo vimos pedir tregua: “Yo nunca quise ser un ejemplo”.

Lo vimos hacer una, dos, tres de más: “Pelé debutó con un pibe”.

Lo escuchamos decir lo que nosotros queríamos decir: “Un día, Macri va a querer que el fútbol se juegue con un dado”.

Volvimos con él a sus raíces. O no volvimos, porque nunca se fue: “Y sí, soy cabecita negra. Nunca renegué de mis orígenes”.

Se paró del lado del potrero donde el sol no pegaba: “Esto es para la Italia rica, que se piensan que Nápoles es el norte de África”.

Recordamos con él como él recordaba: “Yo crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua y teléfono”.

Y recordamos todavía más: “De los apodos, el que más me gustó es Pelusa, porque me devuelve a la infancia. Me acuerdo de Fiorito, cuando jugaba por el sandwich y la Coca. Aquello era más puro”.

Y entendimos qué movía toda esa magia: “La bronca es mi combustible”.

Cuando se retiró (y antes también) se puso los botines de narrador.

Una vez, Diego le contó a Hebe de Bonafini que cuando vivía en Villa Fiorito le llamaba la atención que a su mamá le dolía la panza todas las noches. Siempre. Justo antes de la hora de la cena empezaban las molestias. Un día se dio cuenta que ella fingía el malestar para no tener que sacarle el puchero aguado a sus hijos. Todavía resonaba en su memoria el coro hueco de las panzas vacías. Con su primer sueldo invitó a su vieja, Doña Tota, a cenar. Pelusa y Doña Tota pidieron una Coca de vidrio y una pizza enorme. No quedó nada, se reía.

Esa pizza no se parecía ni un poco a las que lo esperaban en Nápoles o en los mejores restaurantes del mundo. Pero había sido su primera conquista. Eso y la risa que le arrancó Doña Tota. Ese día, dijo ante Hebe, fueron felices. Es que a veces en la historia hay un cortocircuito cósmico. Un desperfecto galáctico. Entonces, el mundo voltea a ver qué carajo pasa en el fin del mundo, como si hubiese ocurrido un accidente celestial. Porque necesita saber si es cierto, si lo que está viendo es real y, por sobre todo, si algún día volverá a suceder: ¿Puede un pobre ser feliz?

A Diego lo vimos moverse como en nuestra casa desde nuestra hermana menor Hitachi. Después de todo, lo popular es eso: una gran casa en la que no somos familia pero todos somos familiares, donde hay Abuelas, Madres, Hijos, puños en alto, rodetes rubios, habanos, dedos en V, tangos. Esa familia que no es pero que es familiar. Una familiaridad difícil de definir hacia el interior. Pero que no ofrece muchas complejidades si la vemos desde afuera. Pero de algún modo sabemos quiénes no están invitados a sentarse en nuestro living. Living que no tiene el sillón mullido de Susana. Que no tiene sirvienta, como Mirtha o los pibes de Los Pumas. Living que no es living. Que es comedor y a veces también cocina y habitación.

Diego, Pelusa. Ese que se cayó. Y se levantó. En la cancha. Y afuera también. Que se golpeó una y mil veces con la misma pelota. Tenía clara una cosa: “Si me muero, quiero volver a nacer y quiero ser futbolista. Y quiero volver a ser Diego Armando Maradona. Soy un jugador que le ha dado alegría a la gente y con eso me basta y me sobra”.

Esperamos tres días.

Y no regresó.

No hay caso. Nos mentimos. No era Dios. Era la cajita en la que guardamos un pedazo.

Miro videos. Y veo que sí, Diego cumplió su sueño.

Fue campeón.

Y nos regaló la fiesta.

Y pienso en alguna frase, con alguna de esas palabras con la que él hacía jueguito, pero no encuentro cómo ponerle nombre a ese dolor. La tortuga se me fue a la mierda esta vez.

Vuelvo a ver esa otra conferencia. Esa en la que no quiere dramatizar, dice, pero le cortaron las piernas. Y, de algún modo, mis ojos se transforman. Se achican, regresan. Se humedecen. Recuerdo el vacío que sentí la primera vez que lo escuché, la ausencia del significado. Un signo flotando sin dueño. Ese día aprendí el mecanismo de la metáfora, con ese diez al que creíamos celestial porque su mano era la de Dios. La de un Dios sucio, dicen. La vida de Diego fue un mundo de metáforas, un mar de alegorías donde tuvo que aprender a hacer pie para no ahogarse.

Pero Diego siguió siendo ese pibe de Fiorito. Ese barrio donde, como en todos los barrios populares, las celebraciones, como las penas, son colectivas. Y en los cumpleaños, como en mi barrio, se invitaba a la cuadra. Porque en esta vida de dolores hondos, de horas extras y de perfume de overol mezclado y murmullos de teclados, siempre hay que festejar que hay motivos para festejar. Y el pequeño Diego tuvo un sueño gigante. Un sueño que no le entraba en el cuerpo. Y  como ese pibe de Fiorito que siempre fue, nos invitó a todos a celebrar esa fiesta.

Solo miro videos.

Y empiezo a confirmar eso que sospechábamos hace un tiempo.

Diego cada día juega mejor.