Diez escritores a juicio
La ley y el texto. En esta nota, Mariel Martínez nos propone un recorrido por diez casos de autores y/o editores llevados a juicio por las literaturas que osaron poner en circulación.Tanto en Argentina como en el extranjero, ni en el pasado remoto ni en el más reciente, quedaron exentos de acusaciones que ponen en tela de juicio lo que ha dado en llamarse «autonomía literaria».
Si la literatura es otra esfera de la historia, no hay por qué pensar que sus vaivenes y conflictos le han resultado, a la literatura, indiferentes. Tema sabido. Hay en la ficción otra forma de relato, de acercarse a los recuerdos, a los deseos, a los sentimientos de una u otra época. Y hay, también y por supuesto, censura. Prohibiciones. Juicios morales y juicios “de en serio”.
Aquí un repaso –breve, recortado, curioso- por algunos casos de estos últimos, que ponen en relación universos tan lejanos como la ficción y el sistema judicial. Un pantallazo de diez escritores que, por su escritura o a partir de ella, sufrieron todo el peso de la ley.
Empecemos desde muy lejos, con uno de los casos quizás más paradigmáticos en esta problemática relación, por haber pasado gran parte de su vida encerrado en instituciones normalizadoras: el Marqués de Sade, que vive entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sus novelas, plagadas de antihéroes, orgías sexuales, actos de violencia y ateísmo, le valieron ser encerrado en cárceles y manicomios por casi todos los proyectos políticos que signaron su época: en la Francia convulsionada que le tocó vivir lo encarceló el Antiguo Régimen, la Asamblea Revolucionaria, el Consulado y el Primer Imperio Francés. Su nombre figuró también entre los condenados a la guillotina. Sus libros estuvieron prohibidos, durante toda su vida e incluso su muerte, en la lista de libros de la Iglesia católica, por lo cual circularon clandestinamente durante casi un siglo. De esta forma lo lee, por ejemplo, Flaubert.
Sigamos por ahí: Gustave. París, 1857. El abogado imperial Ernest Pinard habla, frente a Flaubert, de Madame Bovary, y declara que la novela es «un afronte a la conducta decente y la moralidad religiosa». Por considerarla obscena, además del autor estaban acusados León Laurent Pichat, director de La Revue de Paris, revista donde había sido publicada, y Auguste-Alexis Pillet, el impresor. La paradoja era evidente: la adúltera y libidinosa era Emma, no el autor ni el editor ni el director de la revista. Entonces, a la luz de la lógica, los tres resultan absueltos. Ha de ser difícil encarcelar a personajes construidos para la ficción, es decir de cuerpo inexistente.
Ese mismo año, Ernest Pinard llevó al banquillo a Charles Baudelaire por su poemario Las flores del mal. Seis poemas son prohibidos acusados de “cantar a la carne sin amarla”. El veredicto indicaba que, si bien se evidenciaba que no había habido intención de ofender, se había cometido un delito contra la moral pública y las buenas costumbres. La condena indicó que se suprimieran varios fragmentos y que el autor y los editores pagaran una multa de 300 y 1000 francos respectivamente.
Avanzamos en el tiempo y nos encontramos con Oscar Wilde. Su caso empieza por otro lugar que no es la literatura. En 1895, hostigado cruelmente por el padre de su amante, decide iniciar acciones legales contra aquel, de las que el escritor sale absuelto. Sin embargo, la sociedad inglesa victoriana que lo había mimado como uno de sus hijos privilegiados comenzó a convertirse en su enemiga. En el juzgado se escuchó “la reina contra Oscar Wilde” y el juicio condenó su homosexualidad y también su literatura. Wilde pasó dos años de su vida en prisión, y murió al poco tiempo de obtener la libertad. En las cartas que se enviaban con su amante, prueba condenatoria usada por los acusadores, hablaban del amor que no tiene nombre. Esta es la definición que Wilde ofrece de ese amor a los jueces que lo juzgan: “Es ese cariño profundo y espiritual que es tan puro como perfecto. Dicta e impregna grandes obras de arte como las de Shakespeare o Miguel Ángel, y esas dos cartas mías. Es mal interpretado en este siglo, tan mal interpretado que tiene que ser descrito como el Amor que no puede decir su nombre y a causa de él estoy aquí ahora. Es hermoso, es magnífico, es la forma más noble de cariño. No hay nada innatural en él”.
Sigamos por otro siglo. A James Joyce su obra Ulises le costó alrededor de siete años de escritura. Según sus propias estimaciones, la novela está compuesta por unas 20.000 horas de trabajo. La difusión en Estados Unidos fue llevada a cabo por dos mujeres que editaban una revista literaria en la que publicaron fragmentos de la novela. Esta acción fue señalada por los sectores más conservadores de la sociedad neoyorquina, y por ello debieron comparecer ante el tribunal en 1921, acusadas por la sociedad para la prevención del vicio de Nueva York por difundir pornografía. Las editoras fueron condenadas, tuvieron que pagar una multa y se les prohibió seguir publicando fragmentos de Ulises en su revista.
También tenemos, no desesperemos, escritoras en la mira: Marguerite Radclyffe Hall transitó los pasillos de la Justicia, en este caso inglesa. Su novela El pozo de la soledad, publicada en 1928, tenía como protagonistas a dos mujeres que se enamoran en el contexto de la Primera Guerra Mundial. El escándalo estalló cuando el libro cayó en manos de uno de los editores del diario Sunday Express, James Douglas, de cerrada moral cristiana. Un mes después de la publicación de la novela armó una campaña de desprestigio. La autora fue indiferente a su cacareo conservador, pero no así Cape, su editor, que mandó una copia del texto al Ministerio del Interior pidiendo su opinión, y este inició acciones judiciales, incluso contra Cape mismo. El pozo de la soledad pudo volver a editarse recién en 1949, seis años después de la muerte de su autora.
Sin irnos del siglo XIX ni de la literatura en lengua inglesa, nos encontramos con que El almuerzo desnudo, de William Burroughs, también fue llevado a juicio bajo una acusación similar a las que venimos señalando: obscenidad. El proceso acusatorio empezó cuando a comienzos de 1963 un librero de Boston fue detenido y conducido a la comisaría por vender «una obra considerada obscena y, por tanto, contraria a la ley». En marzo de 1965 el libro fue condenado como una obra «de claro contenido obsceno, pornográfico e inmoral» y se prohibió su venta y distribución en Massachusetts. Un año después se emitió un veredicto en el que se absolvía a la editorial.
Y por si creíamos que estas situaciones eran lejanas a nuestra idiosincrasia, ofrecemos a modo de muestra gratis tres juicios y sentencias autóctonas. Nanina, primera obra de Germán García, publicada en en 1968, narra la vida de un adolescente que llega a la ciudad. Por el uso que hace del lenguaje en relación con la sexualidad, la novela es prohibida por la dictadura de Onganía por ¡obscena!, y su autor condenado a prisión por dos años en suspenso.
El caso de Plata quemada se sale de los vaivenes políticos y sexuales para adentrarse en los mercantiles y en el prestigio. La novela de Ricardo Piglia gana en 1997 el concurso organizado por la editorial Planeta. Gustavo Nielsen inicia entonces un juicio de ocho años contra la editorial y contra Piglia afirmando que el premio ya estaba arreglado de antemano. Victorioso en la contienda que emprendió, según sus palabras, por una cuestión de honor, una cuantiosa indemnización es recibida por el arquitecto después de que los jueces consideraran fraudulento el premio otorgado a Ricardo Piglia, autor -entre otras novelas- de Respiración artificial.
Quizás el caso nacional más paradójico de los últimos años lo constituya el de Pablo Katchadjian. Su obra El aleph engordado hubiera entretenido bastante a Borges pero su viuda, celosa heredera mundial de cada letra escrita por el que fuera su marido, le inició un juicio en 2009, por el que el autor fue dos veces sobreseído, seguramente ayudado por la estela inmanente de Pierre Menard.
Llegamos a diez e invitamos a continuar la lista que empezó vaya a saber una cuándo. Si ya a Galileo lo condenaron a la abjuración y el encierro por cosa tan tremenda como revelar que la Tierra se mueve alrededor del Sol, entonces todo lo amoral y obsceno pareciera ser lo que escapa a la comprensión o la conveniencia del poder. Pero “lo que no se pude nombrar” a veces se murmura: eppur si muove, a pesar de todo.