Duelo al sol: No permitas que mi sangre se derrame, de Juan Carrá
Por Estaban Galarza
No permitas que mi sangre se derrame, la reciente novela de Juan Carrá, se ubica en el cruce entre policial y western ya desde su primera escena. Pero se trata de un western de los de Sergio Leone, donde no se sabe si alguno de los personajes puede llegar vivo al final. Un texto atravesado por una violencia primaria y conurbanera que, además de sus múltiples virtudes cinematográficas, se sostiene en una escritura vertiginosa.
Sergio Leone les dio una indicación primaria a sus actores antes de comenzar a filmar Érase una vez en el oeste: todos, salvo Claudia Cardinale, debían actuar a sabiendas que su personaje no llegaría vivo al final de la película. Esa única indicación liberó la carga de cuidarse de hacer las cosas bien, de protegerse para una segunda parte o lo que sea que eso signifique. La película se vuelve entonces una danza macabra de cuerpos condenados habitando en almas perdidas.
La película es una de las cumbres del spaghetti western, ese subgénero que nació en Europa y que se nutrió no tanto de los mitos americanos sino de los de la cultura pop. Aún estaba el desierto, los hombres de frontera y, más allá, los orígenes de la violencia en los albores de una nación sin límites ni historia. Pero eso convivía con personajes sacados más de los comics que de los diarios o la Biblia. Una de las cosas más atractivas que tiene el spaghetti es la posibilidad de que no siempre ganen los buenos, de que los colores tengan otra tonalidad y de que inclusive se plantee la posibilidad de que no haya personajes buenos, como sucede en El gran silencio o en La venganza del muerto.
Esta violencia primaria y pop nutre la última novela de Juan Carrá, No permitas que mi sangre se derrame. Pero el elemento de Carrá se engarza de otra fuente local que aún la historiografía de la literatura argentina no tuvo en cuenta del todo. El policial negro, tumbero, lumpen argentino actual es el último eslabón de una tradición que comienza con El matadero de Esteban Echeverría, continúa con el Martín Fierro de José Hernández y el gaucho malo Juan Moreira de Eduardo Gutierrez para desembocar en los conspiradores de Arlt, la plasticidad maldita de Los jóvenes de Carlos Correas y el lumpenaje homosexual de Ricardo Piglia en Plata quemada.
El cruce discursivo entre western y policial está dado desde el primer momento en la nueva novela de Carrá: Jorge, policía corrupto y capo de la villa Jerusalén, yace en un charco de sangre esperando ser rematado por Lucio, jefe de la banda de los Arcángeles y antagonista que busca ser el nuevo mandamás de la villa. El duelo no fue limpio ni hubo honor. Esa primera imagen es el puntapié inicial para desplegar una historia de rivalidades que comienzan con sus madres disputando la organización de las ferias de la villa Jerusalén (que tranquilamente podría ser la Rodrigo Bueno de Retiro) y que luego se traslada en el tiempo y el espacio al control de la ruta de la droga, el dominio de los pasillos o el poder dentro de la cárcel.
Si Carrá de algún modo replica la premisa de Leone de que nadie debe llegar vivo al final, también instaura una ley básica entre sus personajes: todos traicionan. Jorge es traicionado por Lucio, quien se siente traicionado por su hermano Miguel, quien traiciona a la banda de Jorge, que traiciona a Waldemar y al Carnicero, los cuales se traicionan mutuamente. Y en toda esa telaraña de deslealtades es imposible saber quién pueda sobrevivir al final de la novela. Pero eso acaso sea lo menos relevante.
De todos modos, y a pesar de que la historia y las descripciones de Carrá son violentamente crudas y realistas, la forma de configurar los espacios, el ritmo de la narración e inclusive el perfil de algunos de sus personajes tienen una plasticidad que parece sacada de un videoclip, de un cómic. Así, los integrantes de la banda de los arcángeles que lidera Lucio llevan tatuadas alas negras que los distinguen, el arma tumbera que el Mosca le da a Lucio para su misión tiene una sofisticación que recuerda a los inventos postapocalípticos de George Miller, la banda de Jorge tiene rasgos físicos tan imposibles como la cara angulosa de Hueso, el duelo en la canchita de Jorge y Lucio recuerda los mejores westerns de Leone y una infinidad de detalles más.
Pero si el mérito solo estuviera en la configuración del espacio y los personajes no se comprendería cabalmente por qué da gusto leer No permitas que mi sangre se derrame. Una de las grandes claves para entender el placer de leer la novela de Juan Carrá está en lo vertiginoso de la escritura: capítulos cortos, sórdidos y con el aliento en la nuca que no permiten que el lector caiga en letargo porque el tiempo es tan breve y jugado como el accionar de sus personajes. Ya había demostrado esas dotes de escritura en Lima, un sábado más y en Lloran mientras mueren, pero esta vez amplió el espectro, sumó más personajes y se inmiscuyó en la riqueza de colores que pueden dar la marginalidad y la miseria enraizada en el conurbano y en CABA. La edición en Random House es para celebrar, porque se acopla a la edición argentina de Chamamé de Leonardo Oyola y a la nominación de Cruz, de Nicolás Ferraro, al premio Hammet en La semana negra de Guijón. Tres autores de una misma generación que pisan cada vez más fuerte y que demuestran que la novela negra argentina goza de buena salud.
Foto de portada: Eloy Rodriguez Tale