Echeverría miente, o una posible lectura a contrapelo de «El matadero»
Por Pedro Perucca
Pedro Perucca fue a ver Olvidate del matadero, una lectura a contrapelo del clásico de Esteban Echeverría, que al ser pasado por la experiencia de un testigo verdadero de los hechos relatados va revelando los resortes de la operación político-literaria de demonización del rosismo y, más en general, de lo popular, sinónimo de barbarie.
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La premisa es una sencilla y hermosa maniobra para desarmar esa fundacional ficción paranoica de la literatura argentina que es El Matadero, de don Esteban Echeverría: Una de las sirvientas de su casa es madre de un “opa arquetípico”, que por su extraña compulsión a leer todo lo que encuentra (aunque la mayoría de las veces sin entenderlo) se cruza con unas cuartillas frescas del escritor que relatan una escena que va a reconocer como la ficcionalización de su relato al patrón sobre una reciente ida al matadero. La operación desnuda el uso (mal)intencionado de una escena de la cotidianeidad popular para transformarla en clave de esa incomprensible (para el intelectual portador de la civilización) adoración popular por el régimen opresor rosista que constituye el sustento bárbaro de la dictadura.
Olvidate del matadero es un unipersonal interpretado brillantemente por Pablo Finamore, quien fue el que le propuso al gran Claudio Martínez Bell que lo dirigiera. Según cuenta el actor, la idea se le ocurrió al leer El Matadero a inicios de la pandemia y conectarlo con Amalia (otro clásico antirrosista), reconociendo en el primer cuento y la primera novela de la literatura nacional indignantes intentos de “demonización” del otro (Rosas y, más en general, lo popular) que lo hicieron sentir que le “hervía la sangre de las ganas de ponerle el cuerpo” al tema.
El texto original de la obra, para el que incluso buscaron la asesoría historiográfica de Felipe Pigna, fue mutando constantemente hasta llegar a marzo de este año, cuando comenzaron los ensayos, a la versión número 36. Todo el proceso también fue de la mano de la supervisión dramatúrgica del maestro Mauricio Kartun (quien está dirigiendo a Martínez Bel hace varias tempordas en la exitosísima Terrenal), hasta llegar a la versión 41 que se estrenó hace pocas semanas en el Teatro del Pueblo, con vestuario y escenografía -despojada y multipropósito- de Adriana Estol e iluminación de Agnese Lozupone.
“El opa. Ese arquetipo mítico. El retrasado, el loco del pueblo. Misky el tonto, el hijo de la criada del señor Esteban”, lo presenta el folleto. Finamore recurre a Jean Piaget para destacar que su personaje utiliza el “pensamiento sincrético, porque conecta por intuición y no por deducción, como un niño”. En cualquier caso, Misky ocupa el lugar de quien puede ver más allá de las convenciones e incluso comunicar sus hallazgos en la impunidad de que nadie va a valorar sus reflexiones, un poco como los bufones de las cortes medievales. Para enfrentar la construcción aristrocrática y despectiva del “otro popular”, los padres de la obra no eligieron la estrategia del choque de discursos que hubiera implicado contar la versión “rosista” de la historia sino simplemente hacer pasar los hechos por el relato de alguien que los repasa, tratando de darle algún sentido pero sin lograr comprenderlos.
La Argentina en pedazos fue una selección de textos clásicos transpuestos al lenguaje de la historieta y presentados por Ricardo Piglia que arranca, no casualmente, por El Matadero (con maravillosos dibujos de Enrique Breccia). En su introducción, el autor de La ciudad ausente nos explica que los textos elegidos constituyen “una historia de la violencia argentina a través de la ficción”. Y agrega: “¿Qué historia es ésa? La reconstrucción de una trama donde se pueden descifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo, en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esa historia debe leerse a contraluz de la historia ‘verdadera’ y como su pesadilla”.
El personaje de Misky, desde su inocencia, realiza precisamente este trabajo crítico fundamental al relacionar los hechos de los que fue protagonista cuando acompañó a un amigo al matadero para buscar algo de alimento para su madre enferma con la versión de los mismos que encuentra en el escritorio de Echeverría, al que se los contó al volver. El escenario y los protagonistas son los mismos, el toro bravo, los carniceros, las achureras, el Matasiete, el juez del matadero y el unitario, pero los hechos sucedieron de forma completamente diferente y el opa trata de encontrarle una lógica a la operación política y literaria (paranoica, agregaría Piglia) de su patrón, que además pretende que el testigo «olvide» lo vivido y, él también, se quede con la versión escrita.
La operación no es nueva, claro, y se ha hecho numerosas veces en la crítica literaria nacional. El monstruo Alberto Laiseca le desmiente hasta la veta culinaria a Echeverría, en la conferencia Para leer El Matadero, donde termina realizando una reivindicación de la negritud (al perderla en parte, por las guerras, las pestes y el maltrato, los argentinos “nos quedamos sin una importante posibilidad de ser más felices”) y de sus aportes a la cultura nacional (que en la cocina van desde el mondonogo hasta la carbonada, pasando por la adición de las achuras al asado, el locro, los chicharrones y hasta el dulce de leche). Allí acusa al autor de “La cautiva” de mentir cuando afirma que las negras (a las que en El Matadero se compara con harpías, rebajándolas a un nivel en el que “gaviotas, perros y negras vienen a ser poco menos que lo mismo”, dice Lai) robaban grasa y achuras de los carniceros que despostaban las reses en el piso ensangrentado: “En el libro de Echeverría que estamos comentando, negras y mulatas aprovechan cualquier descuido del puestero para rapiñarle hígado, riñonada, chinchulines y tripas gordas, amén de grasa de vaca y chancho. Mentira. Todo eso se tiraba”. Así, lo que hubiera podido leerse como un servicio que cumplían negras y mulatas al llevarse restos que sólo hubieran derivado en podredumbre porque ningún criollo hubiera soñado con comerlos, logra pintarse como delito.
Más allá de este desenmascaramiento elemental, el texto de Laiseca también trae una discusión siempre vigente en torno al realismo. Dice, incluso partiendo de la admiración literaria que le genera la fuerza de la prosa de Echeverría: “En un comentario que leí sobre El matadero decía que la mayor parte del texto es descriptivo (vale decir un cuadro de costumbres), pero que la parte final debe ser considerada narración. Yo, por el contrario, diría que la ideología que campea a lo largo de toda la obra la transforma en pieza única, casi puramente ficcional”. “Nada más ficcional que el realismo, donde todo lo que escribimos está bajo la luz del recorte ideológico”, resume.
Piglia rescata la operación más de fondo, destacando que va a ser precisamente por esta vía de la ficción que el mundo de los otros ingresa a la literatura: “El matadero se trata de una pura ficción. Y justamente porque era una ficción pudo hacer entrar el mundo de los «bárbaros» y darles un lugar y hacerlos hablar. La ficción como tal en la Argentina nace, habría que decir, en el intento de representar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante). Esa representación supone y exige la ficción. Para narrar a su grupo y a su clase desde adentro, para narrar el mundo de la civilización, el gran género narrativo del siglo XIX en la literatura argentina (el género narrativo por excelencia, habría que decir: que nace, por lo demás, con Sarmiento) es la autobiografía. La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de autobiografía y cuenta al otro con la ficción”. Pero esta operación de clase a veces logra efectos paradójicos, porque no sólo hoy nos aparecen como más vivos y apasionantes los parlamentos que reflejan la lengua popular que los del cajetilla unitario (un castellano engolado, casi ilegible, que parece una lengua extranjera mal traducida, dice Piglia), sino que, como sucede a veces con otros artefactos propagandísticos, uno puede sientirse más atraído políticamente por el otro demonizado.
Pero bueno, ya sabemos, Clarín miente y Echeverría también. Tal vez este aspecto, el que podría conectarse sin esfuerzos con la política contemporánea, sea el más obvio de una obra muy recomendable, que se sostiene sobre un texto redondo de claras resonancias kartunianas y un despliegue actoral de enorme entrega que lo sostiene con gracia y sin desbordes pese a jugar todo el tiempo en terreno resbaladizo. En fin, nunca está de más recordar el apotegma de que la historia la escriben los que ganan. En el caso de Echeverría, estamos hablando de una victoria post mortem, claro, porque su muerte en el exilio uruguayo en 1851 le impidió festejar la caída de la Confederación argentina del año siguiente.
Así, el texto que fundador de la literatura argentina (junto con la primera página del Facundo, de Sarmiento, para retomar la hipótesis central del texto de Piglia) siguió inédito, juntando polvo en algún cajón, hasta 1874. A 40 años de distancia de los hechos que relatan ambos textos fundacionales, las cosas habían cambiado mucho, al punto que el unitario que en 1834 abandonaba el país escribiendo con carbón en francés un mensaje a los bárbaros antes de cruzar la cordillera hacia su exilio chileno ahora estaba terminando su presidencia, después de suceder en el sillón de Rivadavia nada menos que a Bartolomé Mitre, quien tras dejar el cargo y fundir en el bronce de los manuales su propia versión de la historia argentina, se había ocupado de fundar otro diario que miente, La Nación. Todo tiene que ver con todo en el mundo de los que ganan.
Y no está mal recordarlo, aunque parezca evidente, porque desde el poder todo el tiempo quieren ocultar esos lazos históricos, esa pornográfica continuidad de nombres, familias e intereses de los que vienen beneficiándose con el daño hace cinco o más generaciones. Los Mitre, los Larreta, los Braun Menéndez, los Beccar Varela, todos esos. Al mismo tiempo, está bien rebelarse contra las genealogías tipo San Martín-Rosas-Perón que construye cierta historiografía peronista, válidas sólo en un mundo ideológicamente simplificado donde esa famosa oligarquía con olor a bosta resuma todos los problemas del país e inútiles ante la evidencia de la histórica alianza e interdependencia de esta casta con el criminal empresariado local (no sólo el vinculado a la dimensión financiera, la más fácilmente condenable). Pero esta crítica básica, por supuesto, no implica cerrar los ojos al evidente parasitismo oligárquico. No son el único enemigo, y en tanto «clase» en decadencia ni siquiera el más dañino, pero son el mal, estamos todxs de acuerdo. Lxs chicxs, lxs locxs y lxs opas dicen la verdad.