Ejercicios de memoria de Paz Encina: entre la suspensión del tiempo y la realidad que delira

Por Mario Castels

Mario Castells, poeta hijo de exiliados paraguayos, mira el film de Paz Encina «Ejercicios de la memoria» con los ojos puestos también en su propia historia. Los recuerdos de la infancia y la dictadura se mezclan con la imagen, la música y la poesía.

 

“Y en el medio, la infancia. Siempre la infancia, el germen de todo”.
Paz Encina

De la novela familiar

Noviembre de 1985: un gran dirigente político del Paraguay había muerto después de 30 años de ostracismo y mi papá, cuadro medio de su organización, me había llevado a presenciar sus exequias. Tenía diez años pero ese ambiente me atrapaba desde mi más tierna infancia. Desde muy niño me había vinculado a los exiliados políticos de la colectividad paraguaya; antes a los comunistas de la Casa Paraguaya de Rosario, y desde 1983, con el retorno de la democracia a la Argentina, siguiendo el derrotero de la militancia de mi padre, a los epifañistas. Para mí, ellos eran tíos míos; más cercanos, a veces, que los de mi sangre porque eran los de mi estima. Varios de ellos, sobrevivientes de cárceles, guerras y torturas, eran el mayor alegato contra la injusticia del poder. Mis ojos de niño, por ellos, discernían preciso entre lo justo y lo injusto y puedo afirmar que por ellos aprendí también a odiar, un sentimiento que abrazo con la misma pasión que el amor.

Entonces, decenas de prestigiosos dirigentes del exilio paraguayo se habían convocado allí, en el cementerio de La Chacarita de Buenos Aires, para despedir a Epifanio Méndez Fleitas, el desterrado jo’a; varios cientos de personas, llevando flores y banderas paraguayas, habíamos caminado una cantidad inestimable de cuadras acompañando el cortejo fúnebre de don Epí, acabando la peregrinación en donde estaba preparado el túmulo, el lugar de la ceremonia. Un toque de realismo mágico aportaba el canto perseverante de un korochire que no dejaba de acompañar el ritual con su gorjeo. Era, en el calendario católico, el día de Santa Cecilia, patrona de la música, y la mayoría de la gente, entre discurso y discurso, una plaga típica de la solemnidad paraguaya, cantaba “Che jazmín”, “Chembo’eharépe”, “Hekovia techaga’u”, “Che kaaru ndavy’ái”, “Tesarái mboyve” y otras canciones más, reafirmando que lo que más dolía de esa pérdida era, en realidad, la música extinta, el corazón del artista. Esa es una imagen que mi memoria de hijo de exiliado ha retenido y ha ido tejiendo con otras de mi vida posterior. Una imagen constitutiva de mi memoria que es parte de un corpus, un mero hilo de la trama en la memoria de los desterrados por el stronismo.

Un vole’u de poesía y testimonio

Desliando su propio hilo de esa trama, Ejercicios de memoria de Paz Encina (70 min. Paraguay-Argentina-Francia-Alemania-Qatar / 2016) construye un relato que no es epifita del testimonio sino zambullida en la memoria de la sociedad paraguaya. No es casual, de resultas, que la película empiece con ese leitmotiv: un niño sumergiéndose, entre destellos de luz, en el agua turbia del Paraná, y una voz en off de niña púber, delimitando la escena entre el bosque y el río, presentando el ars poética de esta obra. Narración que será también rogativa, una forma disminuida de plegaria.

La labor propia de la memoria ha sido comparada por Encina con un tejido, entrelazado con hebras diversas (…) pero que en todos los casos deja constancia de que se trata de una elaboración siempre tendida entre la construcción o la recuperación, una imagen extendida en un frágil lienzo, como corresponde a la propia naturaleza de esas formas móviles y cambiantes que cobran lugar en una proyección o se plasman en el display de una pantalla (De Branco, 2015).

Ejercicios de memoria es un relato múltiple donde se establece una extraña confluencia de poesía y testimonio (mensagem, Mens agitat molem); recargado de cuadros que intentan rodear ese espacio inasible que es el predilecto de la remembranza. Tras el exordio de la voz niña, el ojo duende intercala planos de establecimiento con planos detalle de objetos que esplenden, dotados de gran carga emotiva. Agujeros de gusano de un tiempo que no se acota sino que se diversifica. Aparecen sillas desvencijadas, una guayaba partida ganada por las hormigas, zapatos viejos, botellas vacías, platos de loza recién usados con restos del desayuno, habitaciones, camas, rollos de lana, frutas acomodadas en una fuente que emulan a las naturalezas muertas de los pintores del naturalismo decimonónico, una máquina de coser “Singer” como las que usaban nuestras abuelas, un solar antiguo, más rural que arrabalero, cercano al monte. La poesía empuja al relato; el sonido ambiente, las cigarras y los gritos de una madre que urge a sus hijos, propician la irrupción de la música de Ramón Ayala, que dice (Mi pequeño amor / todo vive en ti) que hay un tiempo unidual en ese cronotopo: el verano de la niñez y el descenso al Hades en busca de una infancia arrebatada por el horror.

De ese modo, (…) los tiempos propios de lo cotidiano se extienden hacia el encuentro de los rasgos distintivos de una cultura en la que una espera interminable, teñida de silencio y de recuerdos en pugna ha marcado una constante. El establecimiento de un tiempo en estado de suspensión, percibido como detenido o girando incesantemente en círculos, no surgió casualmente sino que ha sido largamente cultivado por una sucesión de grandes padecimientos (Russo, 23).

Tras el sublime exordio, Paz asume, con su voz en off, la tutela de la historia de la familia Goiburú, que rondará, satélites cansinos en su elipsis, en torno a la praxis política del doctor Agustín Goiburú, dirigente político del Movimiento Popular Colorado (MOPOCO), secuestrado por un grupo de tareas del ejército argentino en la ciudad Paraná, Entre Ríos, en febrero de 1977, y en el marco del Operativo Cóndor entregado a la policía política de la dictadura de Alfredo Stroessner.

Irrumpe el audio de un pyrague (un infame soplón) conversando jovialmente con un comisario al que aporta nombres de vecinos militantes de las Ligas Agrarias Cristianas y este audio se aglutina como ficus selvático a un compendio de fotos y expedientes de diversas víctimas del terrorismo. No es cualquier archivo el que se usa, es el Archivo del Terror. Este archivo cuenta con miles de legajos, fotografías y registros en formatos diversos que prueban el control totalitario que ejerció esa dictadura hasta en los más mínimos resquicios de la sociedad paraguaya.

Una de las más atroces peculiaridades del Paraguay, además del sino trágico que hizo que se desangrara casi hasta el exterminio en brutales guerras con todos sus vecinos, además del longevo contubernio de dictaduras antipopulares (y en esto no solo hay que destacar a los colorados pues nunca hubo democracia en el país hasta 1989), ha sido el hallazgo, el 22 de diciembre de 1992, de lo que se ha dado en conocer como el Archivo del Terror, los crímenes del régimen registrados por su propia mano ejecutora. Mostrando, además, la compleja y eficaz estructura que, unificando el Ministerio del Interior (correa de transmisión de la orden superior) a la Secretaría de Asuntos Técnicos (eufemismo que escondía el retrato de Dorian Grey de la dictadura, sus esbirros torturadores capitaneados por el comisario Pastor Coronel), trazó en el cuerpo de la sociedad paraguaya los estigmas de aquella calamidad histórica. La frase reverencial, oscurantista, de este libro, que ocupa todo un edificio dedicado a contener su testimonio macabro, era “ES MI INFORME”.

La venia reverencial se transformó en el título candente de un libro […] siniestro por su contenido, ejemplarizador por las iluminaciones que proyecta sobre la naturaleza del poder totalitario, a fin de prevenir la repetición de la endemia y desalentar, disuadir, poner en evidencia a los herederos potenciales o virtuales de la patológica obnubilación del poder (Roa Bastos en Boccia, González & Palau, 1994: 12).

Cuando la cámara emerge nuevamente al verano de la niñez, como en una carrera vosa, saltando una sobre otra, las voces de Rogelio, Rolando y Jazmín encienden el relato de los acontecimientos que signaron sus vidas. Entremezcladas, las voces escoltan el vagabundeo de unos niños que juegan en la natura indolente, trepándose a los árboles, tallando palos con sus cuchillos, arrojando piedras al agua o montando sus caballos en pelo, y uno corrobora que además de su padre, la dictadura a los Goiburú les arrebató la inocencia. Pues al contrario de los niños de la imagen, ellos evocan sus historias de infancia-exilio y terror.

La importancia del sonido, como hemos visto, es gravitante, primordial; la música es parte de ese registro. Ya dijimos de Ramón Ayala, que bien puede ser un acápite lateral de ese dispositivo, al igual que la melodía plagueona de los estacioneros de la Pasión de Cristo cuando los Goiburú cuentan el secuestro, la desaparición, la terrible angustia que padecen las familias de los desaparecidos. La melodía del agua, de las cigarras, del guaiguingue, aporta un tono más lúgubre al color desolado de la voz de los deudos.

El desaparecido trastoca un sentido lineal del tiempo, en tanto que la memoria no es solamente una cuestión de recuerdo, sino también de posición respecto de la ausencia que nunca deja de ser presente. La voz de los hijos se emite en dos tiempos: es el niño en el adulto y el adulto que llega fragmentado a su propio tiempo de adulto. Los efectos de una desaparición se sienten en la herida del que sobrevive a su fantasma sin descanso. No hay paz para el que desaparece. Diríase que el tiempo del sobreviviente está fragmentado, impedido de percibirse como una forma de desplazamiento en la duración; la fluidez de la memoria en el tiempo que transcurre se ve truncada. La puesta en escena general patentiza ese despedazamiento de la experiencia de la duración del tiempo, porque el desaparecido desaparece a toda hora y sin descanso en el inacabable sentimiento de su descendencia que lo conmemora. (Koza 2017)

La imagen, sin embargo, vuelve a seguir por la picada agreste de la felicidad en un contrasentido inexorablemente brechtiano. Y entonces vemos la escena de esos chiquitos que aferrados a las crines de sus caballos entran en el Paraná. Los animales relinchan, chapotean, nadan, se balancean, flotan y vuelven a hacer pie. Sí, los relatos se superponen, los recuerdos son distintos, la vida es bella y terrible a un mismo tiempo. Encina erige un collage paradójico que impele al espectador a otro ejercicio de memoria, no forzado, acaso sí tentado.

Mba’eha’ã (Plegaria)

La memoria es cosa primigenia, escribió Eugenio Montale. No tengo mucho más que sugerir respecto de este valioso documento de Paz, a quien el cine paraguayo le debe tanto. Y tentado, como dije, a realizar mi propio ejercicio de memoria, comparto este poema que escribí hace un tiempo y me llevó un considerable esfuerzo. Mba’eha’ã (esfuerzo) llaman los mbya guaraní a las plegarias dirigidas a ñande aryguakuéry, los que están situados arriba de nosotros. Creo que es una descripción exacta. Mi esfuerzo fue redoblado por el chapuzón en el guaraní, lengua que escucho y con la que interactúo desde mi nacimiento pero a la que jamás pude dominar. No soy bilingüe; hablo guaraní como segunda lengua, con una intimidad trabajada. Doy las gracias a las lecturas guiadoras. A los baqueanos que me auxiliaron en la escritura en guaraní. Fundamentalmente a los poetas del cancionero popular paraguayo y a los sabios que recopilaron y estudian la cosmogonía y el pensamiento de los guaraníes tribales. Gracias a Ignacio Telesca, querido amigo. Gracias a Paz por su película y ojalá nos siga convidando con otros ejercicios de su memoria.

Petei ch’angirúndie italiagua ro’e

Federico Rodríguez-pe, che py’aiteguive

Ko ñe’epoty oguereko iñuhã…
Hay’u hese italiañe’e yno’oguasúpe;
ajapo kuri karaiñe’e ha upéi ambohasa,
ambokuatia guarani sapy’a.
Oime ñe’ẽ ha tembihai jykeguáva.

Omombe’u upéicharamo jepe Montale
omomarandu:
«Mandu’a katu ko mba’e ypy;
ndosemo’ái akãnguápe
ha ndohapõichéne ichuguĩ;
ha’e ojuaju oikovepáma tatatĩ jeguakãramo
oikéva ñane akã».

Ipy’amano, hasýpe ou jey.

Che mandu’a ojelia katu
guapo’ýicha yvyramátare che ypykuéra rehe.
Upéva ijyvyraruguy omongarúva ichupe.
Ha’e omyendy ko mba’eha’a ka’arupytū kiririhápe.

Con un amigo italiano, decimos // A Federico Rodríguez, de corazón // Este poema tiene trampa… / Lo bebí del lago de la lengua italiana; / lo plasmé en castellano, / y luego lo traduje, lo escribí en guaraní. / Está en un linde impreciso / de voz y escritura. // Él enuncia lo mismo que Montale / nos recuerda: / «La memoria es cosa primigenia, / no surge de la mente / ni echa raíces en ella; / la memoria se aferra a todo lo viviente / como una cofia de niebla calza sobre nuestras cabezas». // Si desfallece, difícilmente retorne. // Mi memoria / como epifita al árbol se liga al recuerdo de mis ancestros. / Esa es la savia que la nutre. / La que enciende la plegaria en el silencioso atardecer.