El brillo oscuro: Corva, de Yanina Giglio
Curaduría y notas: Lali Destéfanis
Lali Destéfanis recomienda tres poemas seleccionados de Yanina Giglio, pertenecientes a su libro Corva, una autora que «sabe abrir las manos y mostrar que el color más oscuro sólo brilla después de arder».
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Hay poéticas que saben habitar territorios con el deseo en perspectiva. Así, de la Yanina Goglio: recibe, decide, se aleja, vuelve a regresar. Cava profundo en la circunstancia y el vínculo: todo(s) puede(n) desvanecer(se), incluso su misma voz, su cuerpo, esa consciencia: la que no escapa es la huella, el trazo que mella con su palabra. Porque sabe abrir las manos y mostrar que el color más oscuro sólo brilla después de arder.
Márlon
Estamos bailando hasta la playa;
el carnaval trae un pueblo decorado
que marcha mostrando la pulsión
del empeño montada en brillos,
quiero, yo también, tomarme
ese arte en las uvas del valle de Pisco,
porque desde un borde contra Perú
un chico de quince años
sueña con ser dentista en Maiami
y casarse recién a los cuarenta,
tener buena casa, mucama, un solo hijo
y una nana. Volver a Máncora
cada verano y en una casa frente al mar reunir
madre y hermanos para repatriar
los regalos como abrazos y bailar la salsa
y comer chupín y rememorar de lejos
la pobreza. Hace siete años que trabajo
dice Márlon:
una señora que veranea aquí cada enero
quiere ayudarme, pagará mi carrera,
por eso tengo que estudiar; ella cree
que tengo futuro si hago siempre
lo que me pida…
Quiero un Máncora sin veranos: porque
no miente el martirio de overol conmigo.
Dejo la playa esta misma mañana.
Luego de una escala técnica en Tumbes,
a la noche, Buenos Aires también me ahoga:
no podría volver a ignorar a nadie más.
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Rosa negra
Ella es un interior.
Todo ha sido demasiado y ella se irá.
Y yo me iré.
Alejandra Pizarnik
Estarás tejiendo lunas; preparando
la cena, te olvidarás de la misericordia.
Ya no será posible hablar con vos. Estarás entrando
en una cueva fantástica lejos de lo palpable.
En ciertos lugares de tu carne, la electricidad
solo es alimentada por el miedo a la chispa.
Y la inhibición de ese fuego te acusa de cobarde,
sin bizarría para volver al mar
en la casa de coral y selva. Siempre verte ahí:
anunciando la partida cuando la puerta
me abra. Y yo no estoy hecha de metal,
soy más bien una rosa negra en el jardín,
jugando entre las llamas, una rosa negra que se vuelca
atenta a florecer en lo infernal de tu yerro.
¿Quién pudiera hacerte vibrar otra vez y otra más?
Sé que puedo levantarme en andas, llevarnos dentro
como un boceto: vos, parada a contraluz, dándome tu mano
la mano de acá hasta el sudor, los pies
dentro de tu cobra, reptarme añorando el vacío,
las cuatro piernas ciñéndose por la bocanada,
que amalgamó nuestras fuerzas sutiles.
Sos la ciénaga, podés hacerte tuya tras el vendaval;
yo también, soplando, me olvidaré del suelo, me juntaré
pétalo por pétalo. Ya no habrá una sensación cerrada
o secreta en mi costado, se habrá ido el humo;
alzaré la frente, miraré estoica, confundiendo voluntad
con letanía. Rodaré. Seré una mujer perdida apuntando
bien arriba. A vista de pájaros, me regalaré la pasión
de un cuerpo. Espero no hacerme más. Es cansador
elegir las máscaras. Llamarme cada mañana. Dónde estarás
para extrañarme así como decís: sin deseo. Un suave estupor,
la misma intimidad con vos misma. No podés
abrir la clave intrínseca.
Quisiera que entendieras
que una coraza solo contiene a la fuga,
a la merma
de la esencia.
De eso
saben las plantas,
dijiste al dibujar
una flecha
en la última caverna.
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A tu animal
Venís a mí en forma de tormenta. Que hay
un inmenso muro, que yo lo trepo,
que te sorprendo. Así, como de mañana,
llegar a la maravilla del color y sentir alas;
es ya una calamidad en espiral, mezclar
amar con envejecer. ¿Qué misteriosa idea
del tiempo de sí le insinuó la cueva de mí?
Tenía ganas de probar un mito más. Si dijéramos
que estamos lejos sería cierto; estoy viendo
y amando tu pasado y si amo tu pasado ¿cómo no
desear pertenecer? Y vos me cuidaste
como se cuida un bonsái. Destreza y práctica,
no más.
No hay quien me distraiga, estoy atenta
sigilosamente atenta, acabo de quedar
entre dos aguas. Porque no te puedo
esperar, eléctrica, la noche raya mi corazón.
Y es como un fuego, tu respiración en mi
cabeza imaginaria. Lo sabrán los animales y yo.
Como ellos, tengo las marcas encendidas
Sangrantes, volcánicas. Además, relampaguea
donde está la duda, como una silvestre
manifestación de la memoria.
Temblabas y yo sin dejar de soplar. Así, lo hicimos
cotidiano, pero se ve que había
que revolver, sabés que hasta los huesos
no paro. Ahora, con las manos ya no puedo tocarte,
solo consigo que te vayas. Pero no insisto,
le dejo al viento su marea altisonante,
que algo de mí te llegue. Esa es la sensatez
del nombre. Su boca de trama todo.
Por lo que entiendo del dolor,
es mi heroína quien llama: tengo
que aprender a oír, no hay que huir,
que te equivocaste, oíste mal,
unir, mejor unir. Como siempre, la reacción
es tan lenta como irte a otra estrella.
Será la cura para todo mal. Ese, el amor que
no se espera. El amor desaprendido.
Cómo es que se puede volver
a tratar de ver la belleza. Es este
el punto. Sabés lo que digo,
eso, arder en la belleza, no te sigas yendo,
arder en la belleza, quedate. Te necesito inquieta
para poder entrar en el movimiento,
esa inspección del propio cuerpo ante el latido,
pulsión de tanta sangre que se entrega. Creceré,
aumentado el vértigo,
las manos querrán tocar. Y eso no se puede,
entonces llorarás a la mañana
apenas sepas que el día te cruza. Porque estoy
buscándote a mansalva. Ni me despido ni me imagino
lejos. Arder, dije. ¿Por qué
nos quedamos en el hueco del tiempo
y nos atamos, enredamos las pupilas
con lo indecible?
Ya sé por qué, porque está
el silencio. El aire. La llama que
se apaga. El carbón de la belleza. Hasta ahí
y a bailar entre cenizas.
Intento traerme de vos una espiga, me hace ser
leve, andar a mis anchas. Para traerte, hay
que dejar que respires. Que saques del agua
la cabeza. No puedo darte una palabra,
puedo darte aire. Ya juntarás las ganas
en la boca y gimiendo saldrá de vos esa,
la que se suelta. ¿Me puedo poner a llorar
ahora así plateada? Sí, es para aullar, mi sol,
mi cielo, mi aliento, que cueste tanto hablar.
Porque el agua que no calla, su rueda de piedra,
sigue esperando ser oída como un borrón
y cuenta nueva,
entonces,
cuánto cuesta por fin
mirar de frente y a los ojos
la necesidad de ojos que nos vieran
rumiando, yo voy a estar bien
yo voy a estar bien
yo voy a estar bien.
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Yanina Giglio (Buenos Aires, 1984). Lectora serial que investiga, experimenta, escribe y vuelve a empezar. Incansable. Apasionada por el desarrollo de procesos creativos. Estudió Ciencias de la Comunicación Social (UBA). Obtuvo un PGCert en “Escrituras: Creatividad Humana y Comunicación” (FLACSO) y se diplomó en «Neurociencias y educación» (UM). Trabaja como correctora de estilo y periodista cultural. Es socia fundadora de Odelia editora y coordinadora de talleres literarios. Publicó «La Do Te» (Alción, 2015) e integra diversas antologías, tanto de narrativa como de poesía.