El movimiento BDS: Contra el intento de Israel de legitimarse a través de la cultura

Por Nicolás Zyssholtz

En los últimos días, Natalia Oreiro confirmó la cancelación su concierto en Tel Aviv por razones de salud. Previamente había recibido numerosas cartas para que no se presentara en el Estado judío, porque éste “usa abiertamente la cultura como forma de propaganda”. “Tu concierto minaría nuestros esfuerzos para lograr la libertad de Ahed y más de otros 300 niños y niñas prisioneras encarceladas por el régimen israelí», le escribió el padre de Ahed Tamimi.

 

En un nuevo capítulo de la larguísima saga de la exportación de contenidos de Argentina a Israel, la cantante uruguaya Natalia Oreiro -aunque nacida en la otra orilla del río, producto cultural de este lado- había anunciado un recital para el pasado 20 de marzo en el Menora Mivtachim Arena de Tel Aviv, con la expectativa de colmar la capacidad de 11 mil personas del estadio de básquet del club Maccabi.

Sin embargo, apenas dos días antes de la fecha señalada, Oreiro canceló su presencia en la capital económica de Israel arguyendo motivos de salud. “La cantante no se sentía bien y fue traslada a un hospital luego de tres semanas de un rodaje intenso de su nueva película”, aseguró el comunicado oficial.

¿Eso es todo? ¿Exceso de actividad, cansancio? No parece suficiente para cancelar un recital en uno de los mercados más rentables para su trabajo. Lo cierto es que durante semanas el movimiento BDS (Boicot, Desinversión, Sanción) le había dedicado cartas abiertas pidiéndole que no se presentara en Tel Aviv. Especialmente difundida fue la misiva que le envío el padre de Ahed Tamimi, la joven de 17 años encarcelada durante una protesta en el pueblo de Nabi Saleh, en Cisjordania.

“Tu concierto minaría nuestros esfuerzos para lograr la libertad de Ahed y más de otros 300 niños y niñas prisioneras encarceladas por el régimen israelí. Espero que tú también te posiciones a favor de Ahed y de todos y todas las niñas palestinas. Espero que, al menos, no dañes nuestra lucha popular por libertad, justicia e igualdad”, indicaba. En este momento, Tamimi está siendo juzgada ante un tribunal militar israelí y acaba de aceptar un acuerdo de ocho meses de cárcel.

Oreiro es, desde septiembre de 2011, embajadora de UNICEF (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) en el Río de la Plata. Su misión, según el organismo, es “difundir la situación de la infancia y promover los derechos de los niños, las niñas y adolescentes del Río de la Plata”. Su compromiso con la niñez parece no replicarse a 12 mil kilómetros de distancia. Israel acumula múltiples denuncias por violaciones a la Convención de los Derechos del Niño, en particular por las condiciones de detención que sufren los menores palestinos encarcelados de manera ilegal en Cisjordania y en muchos casos torturados. Ahed Tamimi es solamente uno de los alrededor de 700 casos por año.

Luego de la confirmación de la condena contra la joven palestina, Magdalena Mughrabi, directora adjunta de Amnistía Internacional para Oriente Medio y el Norte de África, manifestó: “Al condenar a Ahed a ocho meses de prisión, las autoridades israelíes han confirmado una vez más que no tienen en cuenta los derechos de los niños y niñas palestinos, y no tienen intención de anular sus políticas discriminatorias. La Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño, en la que Israel es Estado Parte, dispone que la detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño o niña se utilizará tan sólo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda”. Y añadió: “La condena de hoy es otro alarmante ejemplo del desprecio que muestran las autoridades israelíes hacia sus obligaciones de proteger los derechos fundamentales de la población palestina que vive bajo su ocupación, especialmente los niños y niñas. Ahed Tamimi es una niña. Nada de lo que hizo justifica su encarcelamiento continuado, y debe ser puesta en libertad de inmediato”.  “Las autoridades israelíes deben dejar de responder con penas tan desproporcionadas a actos relativamente pequeños de desafío”, concluyó Mughrabi.

BDS: desnaturalizar, deslegitimar

Aunque no fue la primera iniciativa de boicot cultural y académico a Israel, el movimiento BDS tomó forma en 2005, empujado por organizaciones de la sociedad civil y por la diáspora palestina en los países occidentales.

El timing lejos estuvo de ser casual. La Segunda Intifada estaba en sus últimos estertores y comenzaba la escalada de violencia militar israelí que terminaría con los ataques a Gaza en 2009. Arafat había muerto y la división entre la Franja, gobernada por Hamas, y Cisjordania, dirigida por Fatah, se acentuaba. Mientras tanto, los asentamientos israelíes se comían pedazos de territorio palestino a diario y mataban cualquier esperanza que quedara en los Acuerdos de Oslo de 1993. Gobernaba el estado judío Arik Sharon, el carnicero de Sabra y Chatila.

La sociedad civil palestina buscaba nuevas formas de organizarse, ante la perdida de un liderazgo claro, la falta de credibilidad de los partidos tradicionales, y el vaciamiento de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina). Así, inspirado en el boicot a la Sudáfrica del apartheid que tomó relevancia en los años ’80, nació BDS.

Su objetivo es, mediante distintos métodos que pueden ir desde las cartas abiertas a las protestas callejeras, lograr que artistas e intelectuales no visiten Israel, que “usa abiertamente la cultura como forma de propaganda para lavarle la cara o justificar su régimen de ocupación, asentamientos, colonialismo y apartheid contra el pueblo palestino”, según su página web.

Si bien su efectividad es cuestionable, especialmente en cuanto a inflingir un daño a la economía israelí, sí ha logrado sumar adeptos de relevancia internacional. El más destacado, indudablemente, es Roger Waters, antiguo líder de Pink Floyd. El músico había tocado en Israel en 2005 y, durante ese viaje, visitó Jerusalén, Belén y el muro que divide la Cisjordania controlada por Palestina de los territorios ocupados. En ese concreto infame escribió We don’t need no thought control (No necesitamos controlar el pensamiento), un verso de la reconocida canción “Another brick in the wall”. Luego, en 2011, anunció que se sumaba activamente al movimiento de boicot.

Un caso más reciente, similar al de Waters, es el del músico brasileño Caetano Veloso, que junto a Gilberto Gil visitó Tel Aviv en 2015, haciendo caso omiso de las cartas que les habían enviado el propio exlíder de Pink Floyd y el clérico sudafricano Desmond Tutu para que cancelaran. Al volver, publicó una columna el diario Folha de Sao Paulo, titulada “Visitar Israel para no volver nunca más”. Allí, aún con críticas hacia la “intolerancia” del BDS, narraba su visita a Susiya, un poblado de Cisjordania donde medio millar de palestinos malviven rodeados por el muro que los separa de un asentamiento ilegal israelí. En el artículo, Caetano compara el régimen de apartheid que vio en Susiya con la intervención militar en las favelas de Río de Janeiro.

¿Apartheid? Hafrada

Hafrada es una palabra hebrea que, literalmente, significa separación. Lo mismo significa apartheid en afrikaáns, la lengua derivada del neerlandés que habla la minoría blanca sudafricana. Pero hafrada también es el término con el que el gobierno israelí define oficialmente la política que lleva adelante en los territorios ocupados de Cisjordania, que tuvo su punto más alto con la construcción del muro.

Las razones para trazar una comparación entre la actual situación en Israel y Palestina y el régimen de separación racial vigente en Sudáfrica entre 1948 y 1992 son múltiples. Para empezar, si se observa hoy un mapa del territorio de Cisjordania, se verá que está conformado por pequeñas islas, en muchos casos incomunicadas. Desde hace décadas, Israel promueve la construcción de asentamientos en territorios que los Acuerdos de Oslo designaban como bajo la autoridad del gobierno palestino; para comunicar esas colonias ilegales, construyó rutas que son de uso exclusivo de ciudadanos del estado judío, valladas al ingreso de los palestinos. En aquellas que sí son de uso “libre”, una serie de barricadas y checkpoint del ejército israelí impiden a gusto el paso.

Ya dentro del propio territorio de Israel, la ley de ciudadanía aprobada en 2003 limita de facto las posibilidades de obtener la nacionalidad, y los derechos políticos que ella concede, para los ciudadanos árabes que residen en el Estado (alrededor de un 20 por ciento). Los árabes en general, aunque esto afecta mayormente a los de origen palestino, tienen también prohibido comprar tierras pertenecientes al Fondo Nacional Judío, que representan casi el 15% del territorio del país.

Eso, claro, dejando de lado lo obvio: las decenas de miles de palestinos asesinados por balas y bombas israelíes en los casi 70 años de existencias del Estado judío, los centenares de miles de desplazados y otros tantos detenidos en forma ilegal. Una de las últimas es Ahed Tamimi. “¿Su crimen? Luchar por sus sueños de justicia, libertad e igualdad para nuestro pueblo”, le escribió su padre a Natalia Oreiro.