El pasado ya llegó

Por Yamila Bêgné

Yamila Bêgné leyó El viento de la pampa los vio, de Juan Ignacio Pisano, un texto «paradójico» que a partir del trabajo con el pasado comienza a «crear elementos que antes no estaban», habilitando el surgimiento de lo inesperado y llegando a hacer que se toquen el apocalipsis y la utopía. «En El viento de la pampa los vio, esos núcleos brillantes de fulgor surgen en unas extrañas combinaciones que se van formando, casi al modo surrealista de la máquina de coser y el paraguas sobre la mesa de disección».

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El apocalipsis y la literatura argentina tienen un elemento en común: ambos trabajan con el pasado. Es decir: el apocalipsis como género literario, sabemos, apunta al futuro, lo arma, lo postula, lo piensa. Aunque, también sabemos, siempre es más conveniente leer ahí lo que el texto está haciendo no tanto con el futuro, sino con el presente: lo está criticando, lo está poniendo entre paréntesis, lo está modificando.

Pero a partir de la lectura de El viento de la pampa los vio, esta segunda novela de Juan Ignacio Pisano, (o primera, pues fue escrita antes que El último Falcon sobre la Tierra) sabemos algo más importante: es clave leer aquello que el género apocalíptico, y también el apocalipsis en sí, el real, hacen ya no con el futuro, ya no con el presente, sino sobre todo con el pasado. Con el pasado de la tradición literaria, sí, cuando hablamos de literatura. Pero también con el pasado de las cosas, con lo que queda, con los restos, cuando hablamos, por decirlo simplemente, del mundo.

Hilario, Amalia y su hija bebé, Mara, saben mucho acerca de lo segundo. Un apocalipsis zombi los encuentra de viaje, en esa zona del sur que es un poco mar y un poco desierto. Los encuentra, también, desconectados: la pareja se les ha convertido en una función y el viaje en mero movimiento. Pero todo esto cambia con el apocalipsis, como si la cercanía del peligro, o directamente de la muerte, los volviera a la vida. Entre balazos y cabezas que vuelan a fuerza de palas, entre zombis lentos y malones que arrasan, ocurre la reconexión. Y justamente aquí lo importante: esa vida nueva, o esa vida de nuevo, no se da por influjo de futuro o de novedad, pienso. Ocurre, en cambio, porque Hilario y Amalia pueden por fin reconectar con lo que fue, con el pasado, con las cosas de siempre, con las cosas de todos los días.

En el apocalipsis Hilario sigue leyendo, sigue citando de memoria a Sarmiento y los cielitos patrióticos, sigue pensando el mundo en clave gauchesca. Amalia, rodeada de zombis, sigue sacando fotos, sigue mirando el mundo a través de un marco que lo hace comprensible y bello a pesar de todo. Es que en el apocalipsis hay que avanzar con los restos, con lo que dejó el pasado: latas de arvejas y de atún, galletitas que se encuentran en estaciones de servicio, los pocos libros que quedan, las citas de la memoria, autos de lujo pero rotosos y ensagrentados, ropa random y ajena, toallas que hacen las veces de pañales, zapatillas de otros. El apocalipsis no se trata del futuro. Es, en cambio, el reino del pasado. El apocalipsis, nos dice también la novela de Pisano, no sirve para fundar algo nuevo sino para refundar aquello que ya estaba, y con lo que ya estaba. Seguir leyendo, seguir sacando fotos, seguir cambiando pañales y jugando con los hijos, con las hijas: ¿qué otra cosa se puede hacer en el fin del mundo si a uno le toca sobrevivirlo?

Trabajar con lo que hay. Seguir con lo que hay. Pienso que es ese el trabajo de la literatura y de la escritura. Hay estas palabras y esta gramática: ¿cómo las voy a usar? Hay estas lecturas: ¿qué voy a hacer con eso que leí? En el caso de la literatura argentina este movimiento es tan claro que hasta resulta, por momentos, patológico: la literatura argentina trabaja todo el tiempo con su tradición, de una forma u otra. Con sus tópicos, con las lecturas de esos tópicos, con las lecturas que otras lecturas hacen de esos tópicos. También con sus formas, claro, con sus estructuras. Eso mismo, pero de un modo nuevo, rutilante, lleno de frescura y de velocidad, hace Juan Pisano en esta novela: inventa, como dice Fernando Bogado, un terror gauchesco. O un apocalipsis zombichesco.

Entonces, Pisano retoma los temas, los personajes y las formas de la tradición y los reconfigura: el malón es ahora malón zombi, el desierto es ahora espacio de avance para la plaga, el caballo y el auto se complementan en la ruta. Brian y María se han convertido, o vuelto a convertir, o han llegado a convertirse, en Hilario y Amalia. El trabajo con el pasado está incluso en los nombres mismos de los personajes que con tanto cuidado construye Pisano. Hasta la cruz y la religión vuelven a aparecer y desaparecer por el camino de Hilario y de Amalia. Y, especialmente, la novela vuelve a trabajar con una de las obsesiones del siglo XIX, o con la obsesión que la crítica lee en el siglo XIX: el cruce con ese otro, con lo distinto, en este caso, el otro-zombi. El resultado, postula la novela, parece ser siempre el mismo: siempre, en ese cruce, media la violencia. Más arrasadora o más jocosa, de un signo o de otro. Pero, siempre, la violencia.

En este punto ocurre, sin embargo, la paradoja. El trabajo con lo que hay, con el pasado, crea cada vez elementos que antes no estaban. Aquí la capacidad productiva del trabajo con la tradición literaria y con el pasado: de las mismas piezas puede surgir lo inesperado, lo distinto, y la repetición nunca es en verdad repetición. En El viento de la pampa los vio, esos núcleos brillantes de fulgor surgen en unas extrañas combinaciones que se van formando, casi al modo surrealista de la máquina de coser y el paraguas sobre la mesa de disección.

La pampa y el heavy metal, el desierto inconmensurable y el reproductor de CDs, los fideos con tuco de paquete en medio de la nada, el horizonte y los mensajes de texto, los gauchos y Stephen King, el paisaje monótono y el blíster de paracetamol. Se refunda el pasado con esos brotes de presente. Se vuelve paródico, cómico, ágil; pierde peso, gana avance, suma terreno y velocidad.

De nuevo el hermoso efecto paradójico aparece en El viento de la pampa los vio. Porque tanto se refunda y se recombina que el apocalipsis, en la novela de Pisano, se termina tocando con la utopía. ¿Cuál es la diferencia, al fin y al cabo, entre la utopía y la distopía? Cuestión de un signo, y nada más. Los mismos formantes, plenos o vaciados. Leer a Pisano es saber, a cada página, qué hermoso resulta trabajar con lo que hay. Es saber que unos pocos litros de nafta prestada nos pueden llevar muy lejos, a un paisaje cercano y conocido, pero que se vuelve, de golpe, irrefrenablemente nuevo.