«Emma», un cuento de Vicky García
Hoy compartimos «Emma», un cuento de Vicky García que nos devuelve al tan maravilloso como inquietante mundo de la infancia. La autora nació en Laborde, Córdoba, y actualmente reside en la ciudad de Buenos Aires. Estudió letras en FFYL UBA, publicó cuentos en Falta Envido, Manifiesta y Ragnarok, produce el ciclo literario Bajo el Cielo la Llama.
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Cuando Emma me dijo que nadie era más genia que yo y que por eso se tenía ganas de estarse unos días en mi casa, porque le encantaba que al lado de mi edificio hubiera un salón de fiestas infantiles, volví a pensar que ser madre no era una idea del todo extraña.
Al fin y al cabo siempre me habían divertido los niños chiquitos.
—Vos vas a ser maestra jardinera y muy buena mamá. —Me dijo una tarde de verano mi tía Flor mientras pelaba las papas para la tortilla de la cena. En su casa siempre se cenaba a las ocho. Tenía las manos llenas de tierra y a cada rato salía a revisar las jaulitas para ver si los canarios habían comido el alpiste.
Los pájaros eran todos amarillos y hacían un ruido infernal. Pero mi tía Flor aseguraba que los bichitos esos cantaban precioso. Cada tanto una paloma volaba hasta el balcón. Mi tía Flor le extendía las manos repletas de mijo y cuando la paloma estaba comiendo, le agarraba del cuello y la inmovilizaba. La observaba largo rato hasta que después de hacerse la misteriosa me decía: “paloma libre” o “paloma espía”. Las palomas espías, según ella, eran las que tenían un anillo rosado alredor de la patita, algo parecido a un micrófono y pertenecían al servicio secreto ruso.
Yo no entendía nada y ponía cara de que sí a todo mientras le cambiaba los pañales al bebé que me había traído el niñito Dios y extrañaba un poco a mi abuela. Ese verano no me gustó nada, nada, porque nunca llovió y porque me la pasé transpirando y el bebé también y además estaba nervioso porque le estaban por salir los dientes.
Mi tía Flor vivía en Villa Devoto desde hacía una ponchada de años y desde el balcón se veía un pedacito de cárcel.
—Apenas si me había instalado en Buenos Aires cuando tu abuelo se apareció por acá, estaba haciendo la colimba por Morón. Flaco, la cara chupada. Se comió siete churrascos. ¿Vos podés creer que lo primero que quiso que le muestre fue la cárcel? No sé qué locura le habrá agarrado, yo pensaba que me iba a pedir que lo lleve al hipódromo de Palermo, al Luna Park, hasta me había hecho un croquis para llevarlo a conocer la cancha de Independiente que quedaba bien lejos, por allá donde el diablo perdió el poncho, ¿pero vos viste que él era medio trastornado?
Yo le decía que sí a todo. Aunque mi abuelo llevaba bastantes años muerto, cuando yo nací y en mi casa no había ni una sola foto de él. Así que todo lo que hacía era imaginarme a un hombre con la cara de alguno de mis tíos, pero más viejo. A veces no me salía ninguna cara y me imaginaba que Federico Lupi era mi abuelo.
Mi tía Flor vivía sola en un primer piso. Debajo de su casa había un taller de autos, pero nadie trabajaba de día. Recién a eso de las ocho o nueve de la noche un grupo de colorados levantaban la cortina metálica y entraban y salían autos largos y brillantes. Yo los miraba desde el balcón porque dormía en la pieza que daba a la calle y como pasaban tres líneas de colectivos a mí me costaba conciliar el sueño. Nunca me acostumbré a esos ruidos de Buenos Aires.
Ella hacía muchas cosas: lavaba la ropa de un montón de hombres que trabajaban en una fábrica y traían unos pantalones azules llenos de grasa y después se los llevaban envueltos en papel manteca con olor a lirios. No sé si era papel manteca, pero me acuerdo del perfume de los lirios. También cosía botones, remendaba medias, cambiaba cierres, arreglaba zapatos y estaba tratando de inventar un champú para la caída del pelo.
—Yo soy media química, no sé si te das cuenta, lástima que no pude estudiar. A tu abuelo lo dejaron hacer el industrial, a mí no, por mujer nomás, pero yo analizaba todos los cuadernos de él y entendía a la perfección la tabla periódica.
Antes de tener tantos trabajos mi tía Flor había sido secretaria de un kinesiólogo que tenía un consultorio en el pasaje Las Arcadias y se dedicaba a la neurorrehabilitación. Creo que de ahí empezaron los desórdenes en su cabeza porque ella era la encargada de recibir a los pacientes y de realizar un cuestionario para establecer la gravedad de las consultas. La mayor parte de los pacientes eran ancianos sin pelo. Gente que se frontalizaba, eso significa que la parte de enfrente del cerebro te deja de funcionar, entonces las personas pierden la conciencia. La conciencia de las cosas. Así lo explicaba ella. Y por eso se quedaban pelados los ancianos, porque la conciencia se esforzaba mucho en volver a su lugar.
Mi tía Flor aseguraba que había inventado la cura para la caída del cabello. La cura para la alopecia, me decía. Y yo, como siempre, ponía cara de entenderlo todo y si ella me hacía alguna pregunta al respecto, le decía que el bebé que me había traído el niñito Dios se había cagado todo y que mi obligación era cambiarle el pañal y salía disparada para el balcón para ver si aparecía alguna paloma espía.
Como era súper chiquita y no había crecido casi nada, mi tía Flor me hacía bañar en un fuentón de losa con agua fría que dejaba en el medio de la cocina. Me daba un jabón blanco como el que se usaba en mi casa para lavar la ropa, me dejaba una toalla con dibujos de pececitos y se iba a fumar al balcón.
Yo casi no dormía, por el calor, por los colectivos, porque mi tía Flor tenía pesadillas con alguna guerra y porque el bebé que me trajo el niñito Dios se asustaba de la oscuridad y lloraba. Yo trataba de calmarlo y contarle algún cuento, pero no me sabía ninguno. Además pensaba que el bebé podía haber nacido cieguito.
Ese domingo fatídico mi tía Flor me obligó a ponerme el vestido de salir, porque me iba a llevar a conocer algo impresionante. Me hizo dos trencitas y me puso unas hebillitas con la cara de la virgencita de Luján, a quien yo no conocía.
Ella estrenó unos zapatos altísimos color salmón, según me dijo, pero ni así pudo disimular que era re enana. También se puso peluca colorada con rulos que le quedaba horrenda. Ella aseguraba ser descendiente de españoles, pero una vez le escuché a mi abuela decir que mi tía Flor era hija de un gitano que robaba caballos de carrera.
—El bebé se queda. Le puse unas gotitas de ron en la mamadera para que no sufra por los dientes. Va a dormir hasta la noche. Igual vamos y venimos en un periquete.
Nos tomamos el 114 en la esquina del florista. Yo lo único que esperaba era que la sorpresa no fuera ir a la tumba de Carlitos Gardel en la Chacarita.
La noche anterior había escuchado que uno de los colorados del galpón de abajo le había contado que a sus hijos les encantaba sentarse en la tumba del Zorzal a comer alfajores de maicena y que casi todos los domingos los llevaba a dar unas vueltas por el cementerio.
El 114 estaba hasta las verijas, íbamos apretados como sardinas y bañados en transpiración. El chofer parecía no tener ningún apuro, capaz por eso iba con el brazo casi afuera del colectivo y saludaba o tocaba bocina cuando se cruzaba con otro colectivo. Enfrente de mí y de mi tía Flor se paró un señor muy negro, de pelo largo y con un olor agrio. Tan asqueroso que me daban ganas de llorar. Yo no quería decir nada para no hacer enojar a mi tía Flor, pero realmente me estaba sintiendo mal. Por eso clavé los ojos en el piso y recé un padrenuestro, para que el señor del olor se bajara rápido, para que no me agarre un ataque de panza y para que mi tía Flor no se enoje. Entonces vi que los zapatos del señor eran casi tan altos como los de ella y me di cuenta que también tenía pollera con flores y una cartera dorada que apretaba fuerte con unas uñas largas pintadas de rojo. Tuve ganas de hacer caca. Pensé que en ese momento me estaba frontalizando como los pacientes de la neurorrehabilitación.
—Che travesti degenerado, ¿no ves que me asustás a la nena?
Mi tía Flor se puso de pie en menos de un segundo y le dio un empujón al señor que se fue a caer justo sobre una vieja gorda que tenía un paquete con merengues de dulce de leche. El chofer frenó y los merengues aplastados se dispararon por las ventanillas abiertas.
—Es ahí.
Mi tía señaló una torre enorme que brillaba y estaba en medio de un campo. No se veía muy bien porque el sol nos daba en la cara, pero casi seguro que brillaba.
—¿Esto qué mierda es?
—Che, mocosa, hablá bien o te doy un soplamocos y te parto la mandíbula. Es la torre de Villa Lugano, pequeña ignorante, la construyó un ingeniero austríaco y tiene más de mil escalones.
Casi me caigo de culo ahí mismo. Porque mi tía Flor era capaz de obligarme a subir.
—¿Y la sorpresa?
—Tenemos que seguir caminando.
Fuimos a un quiosco que era de madera y tenía un cartel con luces. Yo sabía leer más o menos, pero de números sí que no entendía nada de nada porque no había podido terminar sexto. Mi tía Flor pidió dos naranjadas. Se puso en puntitas de pie y estiró los brazos lo más que pudo para agarrar las botellitas. Nos sentamos en la vereda en un banco de cemento gris que estaba bien bien caliente por el sol.
—Descansamos un ratito y seguimos viaje. ¿Te asustaste mucho con el travesti?
Yo puse cara de que sí a todo. Pero después me di cuenta que tenía que poner cara de “aquí no ha pasado nada, señora”, para que mi tía Flor se quedara tranquila y no le agarrara uno de sus ataques.
Pensé que si el bebé que me había traído el niñito Dios se despertaba en ese momento y no me escuchaba podía llegar a asustarse. Mucho más si prestaba atención al canto de los canarios amarillos que ya se habrían comido todo el alpiste.
—Hidratate bien, gurisa, que tenemos un largo trecho.
Caminamos tanto que mi tía Flor se tuvo que sacar los zapatos, porque los tacos se le quedaban enterrados en la tierra y le costaba sacar el pie de los agujeros que iba creando en el trayecto. Parecía que estaba cazando peludos. Pensé que también se iba a sacar la peluca colorada pero no hubo caso. Seguía incrustada sobre su cabeza de enana. Parecía un nido de horneros.
—¿Cuándo me va venir a buscar mi abuela?
Mi tía Flor, que venía caminando varios pasos adelante mío hizo como que tosía. Sacó un pañuelo de tela de la cartera y simuló que se soplaba la nariz.
|—¿Cuándo?
Se dio vuelta como en cámara lenta. La peluca colorada estaba caída sobre un lado y casi le tapaba la oreja. Se refregó los ojos y se rascó un poco el cuello.
—Va a venir cuando se solucione el problema este y puedas volver al pueblo.
Y claro que yo puse cara de entenderlo todo. Aunque seguía preocupada por el bebé que me trajo el niñito Dios.
La canción que tendrá el petiso de Ricky Maravilla empezó a escucharse atrás de mis oídos. No quise ni mirar y me re cagué en las patas. La conciencia se me estaba escapando por la parte de adelante del cerebro. Era un cuadro agudo de frontalización. Escuché la frenada y la arena me pegó en las piernas. Un auto verde se estacionó al lado de nosotras y el señor vestido de Batman que lo manejaba le preguntó a mi tía si no quería dar una vuelta.
Mi tía Flor me pidió que me tape los oídos y cierre fuerte los ojos para que ella pudiera decirle alguna cosa a Batman.
Bien que pudo haber aceptado el paseo, pero no, seguimos caminando y caminando.
—Bueno, gurisa, te voy a presentar a mi amigo Cartucho.
Me ajustó las trencitas y sacó de la cartera salmón el pañuelo con sus mocos y me frotó la cara para sacarme un poco de tierra.
Cuando pude abrir un poco los ojos, frente a nosotras había una casa de chapa roja con cuatro ruedas. Desde adentro se escuchaba cantar a Goyeneche.
—Es Cartucho, no sabés lo bien que lo imita al Polaco, tiene un hermano mellizo que lo imita a Edmundo Rivero. Ahora está de gira por Misiones.
La puerta se abrió por una patada certera que un enano pegó desde adentro.
—Te presento a la hija de mi… bueno, a la nieta de mi cuñada, la mujer de mi hermano…la del bebé. En fin, este es Cartucho.
—¿La sorpresa es este mequetrefe?
Y debo haber puesto cara de descontento porque mi tía Flor me tiró bien fuerte de las trencitas y se me taponaron los oídos.
Cartucho era un enano rubio con flequillo y cara de desgraciado.
—La sorpresa es ella —dijo el enano y señaló el horizonte—; mirá allá, criatura.
Alrededor nuestro todo era cielo, alguna nube y mucha tierra que hacía arder los ojos.
—¿La ves? —dijo mi tía Flor con voz de preocupada y me sacudió la cabeza con fuerza para salvarme de la frontalización y hacer volver rápido a la conciencia a la parte de adelante del cerebro.
Después, sí. La vi. Fui corriendo hasta donde podía mirarla sin que me comiera. Tenía una boca enorme llena de dientes blanquísimos y unas orejas bien chiquititas. Se estaba tragando unos claveles rojos. Tenía la cabeza apoyada entre sus patas, se ve que había nacido reciencito nomás. Fue la última jirafita que vi en mi vida.
—¿La vamos a llevar a casa, tía?
Mi tía y Cartucho estaban cuchicheando alguna cosa y él le había pasado una mano por el hombro y le tironeaba el bretel del vestido. Se rieron los dos. Juntos parecían más enanos todavía.
—No, gurisa, las jirafas tienen que estar en el pasto y en el sol. En mi casa no tenemos pasto.
—Tampoco tenemos sol.
El almuerzo fue una completa decepción. Sándwiches de mortadela y salchichón primavera. Ni siquiera mostaza. Y para tomar, nada más que limonada.
Después de comer, mi tía Flor me pidió que me quede custodiando a la jirafita y que la cuide de las “palomas espías” porque ella y Cartucho tenían que hablar un asunto importantísimo y que por ninguna razón yo debía ingresar a la casilla de chapa roja con ruedas.
—Por nada del mundo. Si no, te doy una paliza que no te vas a olvidar jamás. Te podés acercar porque las jirafas tan chiquitas no se comen a las changuitas como vos.
Supuse que deberían discutir algún asunto como la fórmula para la caída del pelo.
—Hola, ¿solo comés flores? A mí las flores no me gustan, no para nada, ahora vivo con mi tía y tengo un bebé que debe estar asustado por el canto de los canarios amarillos. ¿Vos decís que tendría que abrir las jaulitas? En una de esas, cuando ella sale a fumar. ¿Querés limonada? Hace un calor de cagarse ¿viste? Uy, no puedo decir palabrotas. ¿Todavía no sabes caminar? Mi bebé tampoco, pero él no tiene dientes como vos. Me lo trajo el niñito Dios. ¿Y a vos quién te trajo?
La jirafita se tomó casi toda la limonada que quedaba en la jarra y siguió deglutiendo los claveles rojos.
Cuando me desperté, estaba tumbada a mi lado con la lengua afuera y tenía los ojos negros. La empujé con el pié, era suavecita como la toalla de los pececitos. Pero no reaccionó. Me acordé del bebé y le mandé un mensaje telepático a mi abuela para que me venga a buscar y recé un padrenuestro para que nadie me acuse de la muerte del animal.
—Tía Flor, la jirafita está caída. Tía Flor…
Mi tía Flor salió de la casa de chapa roja con ruedas, dando saltitos cortos de enana. No tenía puesta la peluca. Cartucho iba tras ella. Cuando vieron a la jirafita desparramada, Cartucho se llevó las manos a la cabeza y mi tía Flor me tapó los ojos. Pero el ruido lo escuché igual y me di cuenta que los dos enanos lloraban. Cómo debía haber llorado el bebé que me trajo el niñito Dios si hubiera visto a la jirafita caída. Menos mal que no lo llevé ese domingo a Villa Lugano. Yo también lloré ese día.
—¿De verdad no te molesta cuidar a Emma?
—No, andá tranquilo.
El Chino se fue a la peña y Emma se sentó en la silla roja de la cocina.
—¿Cuántos libros tenés? ¿Los leíste todos? Me parece que mi papá tiene novia nueva, ya sé que vos no me vas a decir nada porque es tu mejor amigo varón. Traje para pintar, una máquina para hacer helados y una libreta para escribir secretos, pero no tengo secretos.
Emma se miró los cordones desatados de sus botas con dibujos de vaquitas de San Antonio. —Es hora de merendar, ¿tenés chocolatada?
—No. Tengo té de frutilla, ¿querés?
—Umm, bueno… ¿Vos pensás que mi papá va a tener más hijos? —Emma fue hasta la biblioteca y agarró una foto de Evita, la miró un rato y la volvió a poner en su lugar—. Ya sé que no me vas a decir nada porque mi papá es tu mejor amigo varón… Cuando sea grande voy a ser veterinaria… o pintora… no me decido ¿Y vos vas a tener bebés?
Dejé las tazas en la mesa y Emma volvió a la silla. Me pareció que le molestaban las botas. Encendí un cigarrillo mentolado y me miró con desaprobación.
—No sé. Una vez tuve uno.
—¿Un bebé?
—Sí, me lo había traído el niñito Dios, pero lo asustaban los canarios amarillos.
—Sos rara —Emma puso los ojos para arriba como si buscara algo dentro de su cabeza—. Mejor me contás un cuento.
—¿Un cuento?
—Sí, uno con jirafas.