En el aura de las pastas: Los Sorrentinos, de Virginia Higa

Por Dolores Reyes

Dolores Reyes leyó, Los Sorrentinos, primera novela de Virginia Higa, quien «a través de una voz construida con un encanto sutil y por momentos conmovedor, logra juntar las experiencias vitales de los Vespolini pieza a pieza, como quien arma un rompecabezas, para recrear la historia de esplendor de una familia y, en ella, el tiempo de cierta inmigración italiana que nos supo constituir».

 

Óyeme, los poetas laureados
se mueven entre las plantas de nombres poco usados:
boj, ligustros o acantos.
Yo, por mi parte, amo las calles que conducen
a las herbosas zanjas donde en charcos casi secos
acechan los muchachos alguna enjuta anguila:
los senderos que siguen los ribazos
bajan entre el penacho de las cañas
y llevan a los huertos, entre los limoneros.
Eugenio Montale

 

Un invento, como soñaba  Arlt… Un invento que logre sacar a una familia de la mishiadura para siempre.

Y ellos lo tuvieron. Los destellos de la salsa y el ritual de los relatos familiares brillan en el tiempo de la familia Vespolini reunidos al calor de los sorrentinos que uno de ellos creó, en el esplendor antiguo de las costas marplatenses, para que el resto de la familia los cultivara y atesorara su legado.

A través del tiempo y la experiencia de espera frente a un plato humeante de sorrentinos con salsa, la memoria familiar se une al gusto y al olfato como la alta cultura y lo popular se fusionan en la gastonomía del sur de Italia.

En Los Sorrentinos, de Virginia Higa, reciente edición de Sigilo, los misterios de una gastronomía propia constituyen una identidad entrañable en donde la mesa es el lugar de encuentro y pertenencia.

En su primera novela, Higa logra, a través de una voz construida con un encanto sutil y por momentos conmovedor, juntar las experiencias vitales de los Vespolini pieza a pieza, como quien arma un rompecabezas, para recrear la historia de esplendor de una familia y, en ella, el tiempo de cierta inmigración italiana que nos supo constituir.

La lengua intervenida nos resulta conmovedoramente cercana. Todavía hay, en ciertos barrios, algún viejito italiano al que la mishiadura de la guerra se le tatuó en los huesos y, a pesar de todas las prosperidades que la vida en estas tierras trajo después, pasó el resto de su vida huyendo de la escasez como de la lepra.

El histrionismo del Chiche, personaje central, opera sobre la lengua y eclipsa a la familia y al lector: Que no haya mishiadura. Que el recién venido no sea un catrosho y la cuñada nueva una sciaquada, pero sobre todas las cosas, que no se profane nunca el ritual de la mesa compartida.

Como en el mejor cine italiano, todo es desfile de personajes y mezcla de comedia y llanto, de amigos y competidores, de secretos celosamente guardados con vociferantes espectáculos en donde se produce -para el deleite de todos- el desborde; de discriminación y prejuicios con cierta empática nobleza volcada al cuidado amoroso del destino de una familia y del negocio que los nuclea. La trattoria Vespolini pasa de mano en mano siguiendo la misma dirección que los platos que cargan en su constitución una memoria.

Que sea la harina y el secreto de sus usos la fuente de riqueza y condición de posibilidad para que se desarrolle la narración, hace que la escritura de Los Sorrentinos actualice de manera sutil y conmovedora el cruce entre lo particular y lo universal que se recorre en esta multitudinaria experiencia, tan extensa como toda mesa italiana.