Por Lali Destéfanis
Este sábado Lali Destéfanis fue al último show previo a la presentación del próximo disco de Pilsen –Carne, tierras y sangre– en El Emergente de Almagro y comparte con Sonámbula una crónica del recital y una reivindicación de Pil, al que sigue desde las pegajosidades de Cemento y a quien define como «el tipo más honesto y coherente de la música de acá».
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Aquellas noches
La primera vez que lo vi al frente de una banda fue en Cemento. Era muy pibita, hacía poco que el riojano había asumido la presidencia de mi país (primera experiencia peronista de mi generación: soy del 77) y hacía un par de años largos ya que mi cabeza de niña intentaba digerir todo aquello que se venía contando en las calles y la prensa. Era muy difícil no enojarme con mi madre, a quien increpaba para saber si eso que se decía era cierto; y si sí, como afirmaba, cómo era entonces que ella estaba ahí, parada delante de mí, sin haber hecho nada. Eran mis 12 años y yo tan sola en mi espacio interior.
Por suerte, muchos de esos días y noches transcurrían con Inés, mi amiga, mi hermana, y de a ratos con los pibes del barrio (la Masturbanda) que a veces no llegaban a seguirnos el tren cuando nos escapábamos de casa por la ventana con destino a un Estados Unidos para el que no hacía falta visa: sobre esa calle, en el barrio de Constitución, estaba el rectángulo oscuro y pegajoso de Cemento, una caja de resonancia en la que los aullidos que mi madre no había pegado en dictadura me llegaban a través de los de nuestrxs hermanxs mayores, reales y platónicxs. Mercedes, la hermana de Inés, que tenía quince y ya era tremenda artista plástica, estaba exponiendo en Cemento. Nuestra pintura favorita era la de una Mirtha Legrand devorando. Qué ganas de verla otra vez.
Increíblemente, a quien sigo viendo otra vez, y en su mejor forma, es a Enrique, a Pil. Él era uno de esos hermanos platónicos, que llegaba a escena como desde un agujero oscuro para ponerle palabras a toda mi incredulidad y mi odio, antes de volver a esfumarse hasta nuevo aviso. Pasa que eran tiempos bravos, también tiempos de “cambios” hacia una nueva pesadilla, y nunca se sabía si ese holograma que había sido testigo y denunciante volvería, porque la amenaza de la disolución de la banda era permanente. Las dos pibitas que éramos (siempre pegadas al escenario: Inés me guiaba hacia el costado donde estaba el Pola, un rubio extraterrestre que según se decía era cierto que era polaco “de verdad”) nos volvíamos al barrio con la intuición de querer quedarnos ahí, a vivir en una nostalgia tanto más humana que la realidad que mostraba la luz del día.
Afuera el olvido marca DottoModels-Giordano-Teté nos pedía que sacudiéramos las cabezas para olvidarnos de lo que pocos contaban, casi nadie quería recordar y nuestra generación había vivido desde la inconsciencia política. Sin embargo, de algunas cosas yo sí me acordaba. Me acordaba de que nos habían enseñado un himno feo a las corridas, cuyas imágenes de dudosa poética me daban aún más frío aquel invierno del 82 (el primero sin el abrazo de mi papá, aquel invierno del frío). Con las otras imágenes fui armando el mapa que Pil, Enrique, recorría en ese repertorio geopolítico que eran los temas de la banda: Violadores. Violadores de la Ley. Violadores de una ley para matarnos en nombre de una felicidad ajena a toda posibilidad de construcción comunitaria de la vida. Eran otros tiempos para ese nombre. No obstante, las mujeres ya teníamos El Pañuelo Inaugural. Blanco, abierto al futuro. Como si las Madres nos hubieran legado la posibilidad de llenarlo de palabras, colores y lucha. El mejor legado de esta tierra en que nos tocó nacer.
Anoche
La «Intro del Desierto» nos dio la bienvenida al show que ayer dio Pilsen (Enrique Chalar, Tucán Barauskas, Tomás Loiseau, Tulio Pozzio). Fue un banquete. Enrique hizo lo que su público también espera en cada encuentro: tiró consignas, ladró broncas, escuchó la arenga de lxs jovatxs un poco rotxs que somos hoy (ojo que había también unxs cuantxs pibxs a quienes me encantaría preguntarles cómo es que llegaron ahí). Pilsen suena hermoso, el clima es una fiesta y se puede pensar, bailar y agitar sin que ninguna guitarra se ofenda. Si Pil de piba me mandó a leer a Burgess y a averiguar qué era ser “espalda mojada”, cuál era el confín que delimitaba el Río Grande, qué cosa es Soweto y por qué las ataduras del Este y del Oeste eran tan jodidas como disímiles (¡no existía Internet!), ayer me emocionó escucharlo nombrar a Beatriz Viterbo y a Carlos Argentino, proponiendo una lectura erótica de Borges. El Aleph como punto G, ¿quién lo diría? Y de ahí a mencionar al soldado Poltronieri aunque sin nombrarlo, porque lo refirió con la lucidez que lo caracteriza. Vamos por partes.
HISTORIA. La más inmediata, la herida de parto de Violadores fue Malvinas. La banda arranca poco antes de la declaración de hostilidades y graba su primer álbum durante esa masacre. Tenían prácticamente la edad de los conscriptos. Esos tres meses de guerra persistieron en la banda hasta Mercado indio, su cuarto disco («Bombas a Londres»), y para siempre en Pil, quien en Bajo otra bandera (Pilsen, 1993) seguía gritando ¡presentes!, tras diez años de vergüenza, olvido y agotamiento. Ese epílogo de la “guerra sucia” a la “guerra limpia” -siguiendo el claro razonamiento de León Rozitchner- encontró un tardío reconocimiento ante la dimensión de la masacre mayor. Anoche, después de “Bajo otra bandera”, Pil habló de un soldado que defendió con su vida la de ciento cincuenta. Su frase genial fue “el Estado sólo le dio la guerra”. Porque, claro, no hubo escuela para Poltronieri, ese derecho tan fundamental le fue negado al soldado analfabeto que se quedó cubriendo las espaldas de sus compañeros porque “andá vos que sos papá, yo no tengo pibes”. Para el héroe sólo hubo guerra de parte de este Estado genocida.
LITERATURA. El repertorio de Pil es una biblioteca de Babel. Le rouge et le noir, Engels y Marx, anoche Borges. “Un punto dentro de otro” es el primer corte del tercer disco de la banda, que llegará en medio de las elecciones, Carne, tierras y sangre, tres tristes claves de esta patria (desde José Hernández hasta Santiago Maldonado, en una línea). Pero además de Cemento, en el barrio de Constitución queda también la casa cuyo sótano alberga un punto dentro de otro. Un punto G: de goce, de Garay (calle fundacional), de Georgie, que estaría encantado con esta relectura.
POLÍTICA. Uno de los invitados de la noche fue Juan Ignacio Provéndola, profesor en Sociales de la UBA, donde hace poco Enrique fue invitado a dar una charla. Al nombrar los lugares por los que anduvieron y andarán juntos, aparece el nombre de Catamarca. Pil menciona la ortodoxia profunda que ensarta a esa provincia que se hizo célebre tras un sintagma que son tres nombres tan significativos, cada uno de ellos: María, Soledad y Morales, quizás el primer femicidio político (los mexicanos distinguen así feminicidio de femicidio, por la intervención o no de la trama política), uno que no se nos borra más de la conciencia.
MÚSICA. Pil se quejó de los Ramones y con razón (en atención a las razones del mercado). Cantó “I fought the law” y reivindicó a los Clash con más razón aún. En la cima de la noche subieron al escenario Gramática, Robert Zelazek y Tucán Barauskas para dejarnos con tantas ganas. Sonó la intro explosiva de “Más allá del bien y del mal” y luego hicieron “Viejos patéticos”, tras lo cual nos acordamos de Macri y de Lilita. Las letras improvisadas de Pil siempre son una fiesta.
BRECHT. En su célebre poema “1940”, escribió:
Mi hijo pequeño me pregunta: ¿tengo que estudiar matemáticas?
Para qué, quisiera responderle. De que dos pedazos de pan son más que uno
también vos te vas a dar cuenta.
Mi hijo pequeño me pregunta: ¿tengo que estudiar francés?
Para qué, quisiera responderle. Este país se hunde.
Frotá tu vientre con la mano y gemí.
Todos te van a entender.
Mi hijo pequeño me pregunta: ¿tengo que estudiar historia?
Para qué, quisiera responderle. Aprendé a enterrar tu cabeza en la tierra.
Tal vez así sobrevivas.
Sí, estudiá matemáticas, le digo.
¡Estudiá francés, estudiá historia!
Es lo que en cada concierto, desde entonces, Enrique nos viene diciendo. Yo agradezco estos casi treinta años -cuarenta, para lxs más mayores- en los que el tipo más honesto y coherente que dio la música de acá (sin acusaciones de abuso en su haber, ni frases de las cuales desdecirse, ni mucho menos virajes vergonzantes) sigue apareciendo desde un hueco oscuro para redoblar la apuesta y recordarnos que hay verdades que no se borran con el tiempo porque son el suelo mismo sobre el cual elegimos sostenernos, una y otra vez. La larga y fina antena de Enrique Chalar tiene la vital capacidad de sentir y el compromiso de dar testimonio, como quisieron el Che y Rodolfo, ante cada injusticia, allí donde se produzca.