Entrevista a Herbert Marcuse: Teoría y práctica revolucionaria
En un nuevo aniversario del fallecimiento del filósofo alemán Herbert Marcuse, recuperamos una imperdible entrevista que le realizaron Jean Daniel y Michel Bosquet, publicada en la revista Nuevos aires en 1973. Transformaciones del capitalismo, estrategia de las vanguardias, límites del espontaneísmo, rol estudiantado, importancia de la educación y cuestionamiento al anti-intelectualismo, centralidad de la organización revolucionaria, perspectivas de la nueva izquierda y críticas a la burocracia en un recorrido dinámico sobre algunos de los grandes tópicos que atravesaron toda la obra del autor de El hombre unidimensional.
.
A poco de cumplirse un nuevo aniversario del fallecimiento del filósofo alemán Herbert Marcuse (el 29 de julio de 1979), recuperamos una imperdible entrevista que le realizaron Jean Daniel y Michel Bosquet, que fue publicada en el número 10 de la revista Nuevos aires, correspondiente a los meses de mayo/junio de 1973. En ella, Marcuse analiza los cambios sociales acaecidos desde la publicación de su crucial trabajo El hombre unidimensional (de 1964), las transformaciones de la clase obrera y el rol de las vanguardias estudiantiles, los límites de las acciones espontáneas de las masas y la necesidad de construir organizaciones revolucionarias, el rol de las vanguardias y el lugar de la educación revolucionaria, la relación entre conciencia y posibilidades de cambio social, la crítica al anti-intelectualismo de algunos sectores militantes, etcétera, muchos de los temas que han sido recurrentes en la obra de toda su vida. Siempre reivindicando el fértil entrecruzamiento entre las teorías marxiana y freudiana y alertando sobre la increíble capacidad del sistema capitalista para reabsorber y mercantilizar hasta las teorías y prácticas más críticas.
Más allá de algunos aspectos en los que se nota el paso de los casi 40 años que nos separan de estas formulaciones (un cierto moralismo respecto de las drogas, límites en cuanto a la articulación con cuestiones de género o una mirada idealizada respecto de las transformaciones laborales en China), creemos que se trata de un pensamiento fecundo, que sigue proponiendo el desafío de pensar un socialismo en clave humanista, desalienante y crítico de cualquier sustituísmo vanguardista o deriva burocrática.
-Usted se hizo célebre gracias a un libro escrito hace diez años: El hombre unidimensional. En él usted demostraba ante todo que la sociedad capitalista reprime eficazmente aquellas necesidades que no puede satisfacer, que ofrece exutorios y compensaciones a las frustraciones que provoca por esa vía: la violencia, las “diversiones”, el consumo opulento, etcétera. Y que su dominio es de una solidez tanto más temible por cuanto el capitalismo sabe dominar las crisis de todo orden que acechan continuamente al sistema e integrar en éste a la clase obrera.
Muchas cosas han cambiado desde que usted escribió El hombre unidimensional. Usted mismo ha cambiado también. En su último libro, Contrarrevolución, se habla mucho menos de la integración de la gente en el sistema y más de su desapego hacia la sociedad capitalista y de la descomposición de ésta.
-Sí, pero yo no digo que la disgregación del sistema vaya a provocar por sí misma su desmoronamiento; ni que el despago de los individuos hacia el capitalismo los convierta positivamente en revolucionarios, es decir, en gente capaz de derrocar el sistema para edificar en su lugar una sociedad liberada.
Digo, por el contrario, que el sistema es más consciente que nunca de los peligros que le acechan y que a las fuerzas de subversión que se desarrollan sin cesar, él opone una especie de contrarrevolución preventiva. Esta contrarrevolución es tanto más temible por cuanto no está ya frenada por ninguna ideología dominante: de la ideología burguesa no quedan más que ruinas, los valores burgueses tradicionales son reliquias que la propia burguesía no toma ya en serio: el tejido social -o, para decirlo con Marx, la “sociedad civil”- ha sido disuelto por el propio capital a medida que éste ha ido extendiendo su dominio sobre todos los aspectos de la vida, transformando todas las relaciones sociales entre los hombres en relaciones mercantiles.
La defensa del sistema no puede, pues, fundarse en otro sistema de valores o en otra racionalidad que la del productivismo, cada vez más destructiva y despilfarradora. En los países altamente desarrollados, por lo menos, el capitalismo se ha vuelto caduco, ha llegado incluso a enloquecer. La defensa del orden establecido sólo puede fundamentarse en el recurso a técnicas de dominio y control que son bien psicológicas y policíacas, bien -como ocurre sobre todo en Vietnam- absolutamente bárbaras y comparables a las atrocidades nazis.
-Usted ha escrito que el sistema está dispuesto a defenderse por métodos fascistas, mediante la instauración de un nuevo fascismo apelando a lo que de más irracional hay en el hombre: el miedo al cambio, cambio que, sin embargo, está ya ahí, es irreversible; la agresividad y el odio nacidos de la frustración y de la represión del deseo de vivir. Estos temas son constantes en toda su obra. Para usted, la historia presente entraña por lo menos tantos riesgos de regresión -de barbarie- como ocasiones de liberación, de “progreso”. ¿No es éste “pesimismo” resultado de su propia y personal historia?
-No de la mía, sino de la Historia sin más; del advenimiento del fascismo y del nazismo, del triunfo de la contrarrevolución. Las explicaciones que se ofrecían habitualmente me resultan demasiado fáciles y esquemáticas: aparentemente, no tenían en cuenta o minimizaban los cambios estructurales producidos en el desarrollo del capitalismo monopolista en la economía política, en las motivaciones individuales a las que apelaba el capitalismo. El marxismo se esclerotizaba rápidamente; la teoría de Marx quedaba reducida a esquemas de aplicación general; sus conceptos dialécticos, a meros clisés. De este modo, el marxismo perdía la capacidad de explicar y dar cuenta de los movimientos de lo real.
-¿Cuándo se inició su compromiso político?
-En mil novecientos dieciocho -tenía yo entonces veinte años- formé parte de un consejo de soldados. Abandoné aquel consejo cuando se decidió a aceptar a los oficiales. Creo que aquello ocurrió a las tres semanas de su creación.
Hubo un segundo acontecimiento que me marcó profundamente: fue el asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht. Entonces comenzaron mis dudas en relación con la socialdemocracia: porque los auténticos responsables de esos dos asesinatos fueron los socialdemócratas. Tras la derrota de la revolución en Alemania traté de comprender, con la ayuda de Marx y de Freud, lo que había ocurrido: la destrucción y la violencia contrarrevolucionaria; las SS; las razones por las que las masas no se habían hecho cargo de una revolución que parecía necesaria.
-Con la ayuda de Marx y Freud dice usted. Así que ya entonces no había para usted incompatibilidad alguna entre marxismo y psicoanálisis…
-No. En mil novecientos veintitrés leíamos a Korsch y a Lucaks, es decir, a marxistas críticos del leninismo, para los que existía una filosofía de Marx y no sólo una teoría económica. Sin embargo, el acontecimiento decisivo fue la publicación, en mil novecientos treinta y dos, de los Manuscritos económico-filosóficos, escritos por Marx en su juventud: se trataba de un auténtico antídoto contra el stalinismo.
El comunismo de que allí se hablaba no consistía únicamente en la revolucionarización de las condiciones materiales, sino sobre todo en la emancipación radical del hombre -de sus sentidos, de su sensibilidad-; en la revolucionarización tanto de su conciencia como de su inconsciente.
Esta dimensión medio olvidada del marxismo fue la que me ocupó. Sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, cando comencé a estudiar a Freud más de cerca. Pues desde mil novecientos cuarenta y cinco, la historia ha vuelto a repetirse: se produjo primero el resurgir de la revolución, que fue seguido de una derrota; después vinieron el maccarthysmo, la guerra fría, la degeneración del régimen soviético. Entonces comprendí -sin dudas bajo la influencia de la Escuela de Frankfort- que el marxismo había descuidado un aspecto fundamental: una de las condiciones previas de la revolución es un cambio radical en la conciencia y el inconsciente de los individuos, en su psicología, sus necesidades y aspiraciones.
No cabe esperar ningún cambio cualitativo de la revolución si los individuos que la hacen son hombres y mujeres condicionados y formados en su mentalidad, sus necesidades y aspiraciones por la sociedad de clases. Si la transición al socialismo no es obra de un nuevo tipo de hombre y de mujer, no logrará introducir ningún cambio radical en las relaciones del hombre con la Naturaleza.
El problema central sigue siendo para mí el mismo: ¿cómo conseguir semejante cambio radical en el hombre antes de que se produzca el cambio revolucionario en las instituciones de base, sociales y políticas?
Por lo que se refiere a este punto, mi opinión actual es que una vez que el capitalismo haya satisfecho las necesidades vitales, tanto materiales como culturales, de la mayoría de la población, pueden surgir en el interior del propio sistema nuevas necesidades y aspiraciones de carácter subversivo. Se observa actualmente, por ejemplo, una rápida toma de conciencia de que el trabajo alienante, a full time, ya no es necesario para la reproducción de la sociedad: la idea de que el trabajo es un deber, de que la vida debe ser esfuerzo y sacrificio, de que el placer es pecado: esa vieja idea moral se desmorona.
La experiencia de la felicidad sin sentimiento de culpabilidad, de la vida sin renunciación, de la victoria de la solidaridad sobre el egoísmo, todo eso equivale a un rechazo y a una subversión de la moral vital del capitalismo.
-Ese rechazo y esa subversión del modo de vida capitalista que, en El hombre unidimensional usted esperaba sobre todo de las minorías y de las capas perseguidas o marginadas por la sociedad capitalista.
-Pero yo no he dicho nunca que la clase obrera pudiera ser sustituida por minorías o marginados como sujeto final y agente de la revolución. Esto es imposible. Mientras que la clase obrera siga siendo mayoría no habrá, no podría haber revolución de la que la clase obrera no será portadora.
Es verdad, no obstante, que la clase obrera ha cambiado: no sólo se ha extendido hasta el punto de englobar a grandes capas de las antiguas clases medias, sino que también se ha transformado desde el punto de vista cualitativo; no se trata ya de aquel proletariado miserable de antaño que exigía pan y trabajo. Si la clase obrera debe convertirse en revolucionaria, ello sólo acaecerá en virtud de la necesidad vital de un modo de vida fundamentalmente diferente, liberado de los valores capitalistas, fundado en la autodeterminación y la valoración de la vida como fin en sí.
-Usted decía, sin embargo, que la clase obrera estaba integrada en el sistema y que la toma de conciencia subversiva, el rechazo radical, surgiría fuera de esa clase.
-Esto sigue siendo verdad por lo que se refiere a la formulación de una voluntad política revolucionaria. Pero no lo es en lo que respecta al rechazo de la moral capitalista y del “espíritu del capitalismo”: este rechazo, esta subversión, se ha instalado ya en el seno de la clase obrera, sobre todo entre los jóvenes. Estos rechazan el trabajo, lo sabotean, no se identifican con él. El trabajo -habría que precisar, ese tipo de trabajo y por dinero– no les parece ya una necesidad natural, ni siquiera social. Ahí tenemos el signo de una liberación.
El capitalismo desarrollado ha superado ya la fase en que era necesario el trabajo a full time para la reproducción ampliada del sistema. En nuestros días es evidente que incluso la producción capitalista no tiene necesidad del trabajo full time de los obreros. Esa vigencia se generaliza y llega a tener alcance potencialmente subversivo. La prensa americana abunda en historias alarmantes sobre la “desmoralización” de la clase obrera, sus obreros disgustados, víctimas del tedio, que odian su trabajo hasta el punto de dejarlo todo plantado a media mañana y fingir continuamente alguna enfermedad, etcétera.
La clase dominante está preocupada. El propio Nixon advierte contra los peligros que representa esta desmoralización para el sistema capitalista y pide que se vuelva a la vieja ética puritana del trabajo y la renuncia.
Hay actualmente un número considerable de grupos que tratan afanosamente de vivir una vida distinta. No me refiero en concreto a las “comunas” americanas, sino a todos aquellos hombres y mujeres que rechazan, con su comportamiento o su concepción de vida, los valores cardinales que gobiernan el sistema capitalista: competencia, agresividad, virilidad, autoafirmación, etcétera.
A menos que se les examine de cerca, es muy difícil decir, a la vista de una pareja actual, quién es el hombre y quién la mujer, y en la mayor parte de los casos se cometen equivocaciones. Los valores de la productividad agresiva y de la represión beneficiosa son sustituidos por otros, como son el goce, el trabajo creador y los valores decididamente anticapitalistas.
-Usted describe una especie de desapego que zapa la empresa ideológica del sistema. Pero, ¿estorba acaso su funcionamiento?
-La negativa a realizar un trabajo alienante, el sabotaje de este trabajo, el ausentismo que aumenta rápidamente en las fábricas, todo ello estorba el funcionamiento del sistema.
-Pero todo ello puede igualmente se recuperado por el sistema: así tenemos el enriquecimiento de los trabajos (“job enrichment”), los alimento biológicos, la moda pop, etcétera.
-No hay prácticamente nada que no pueda recuperar el sistema. Pero esto no invalida el contenido ni el potencial subversivo de los nuevos valores que emergen continuamente. Incluso Marx está recuperado en la medida en que pueden comprarse sus escritos más revolucionarios en los “drugstores” y en que su doctrina se enseña en las universidades. Pero ello no cambia en nada la sustancia del pensamiento y la práctica marxista.
-Exactamente: hay una práctica detrás de la teoría marxista; pero la subversión de la que uste acaba de hablar no es más que un comportamiento, una “contracultura” ¿Cómo puede traducirse en práctica revolucionaria?
-Used tiene toda la razón: si la contracultura no va ligada a una política revolucionaria, degenera en nuevas formas de egoísmo, en la búsqueda de una salvación individual, en conductas de evasión frente a la realidad, en consumo de drogas. Y si la sociedad sufre de esquizofrenia es porque éstas formas de rechazo no impiden que el sistema exista o actúe: a un lado, los “hippies”; frente a éstos, la violencia y le genocidio.
Se ha dicho que yo era el padre del “espontaneísmo”, se me ha acusado de ver en el subproletariado y en los estudiantes la fuerza revolucionaria decisiva. Todo eso son estupideces. La espontaneidad no es revolucionaria por sí misma. Puede ser reaccionaria: puede resultar de la introyección de necesidades moldeadas en virtud de los intereses del orden establecido. El adoctrinamiento intensivo al que están sometidos los individuos debe ser combatido por una contraeducación y una contraoganización intensivas. Estoy convencido más que nunca de la necesidad de una vanguardia capaz de ahondar la conciencia de las masas.
El rechazo espontáneo necesita ser organizado. No habrá revolución sin liberación individual, pero no hay liberación individual sin liberación colectiva. La liberación individual no consiste simplemente en zafarse de las ataduras de la sociedad capialista, yéndose a vivir una vida más o menos aislada en alguna “comuna”, la auténtica liberación individual consiste en la superación afectiva del individuo burgués, de la división entre la vida privada y el rol social. Ahora bien, esta superación no podrá llevarse a cabo si se insiste en relegar al último en beneficio de aquella o viceversa, pues se trata de dos tipos de evasión: el rechazo de toda existencia personal en nombre de una causa revolucionaria.
La unidad feliz del individuo es imposible en nuestro tipo de sociedad. Es preciso aceptar este hecho y asumir las tensiones que entraña: los deseos y aspiraciones individuales no son inmediatamente políticos, y los fines y acciones políticos no se confunden sin más con los deseos individuales.
Creo que la tarea más importante que tiene hoy planteada la nueva izquierda es la de dar con nuevas formas de autodisciplina y organización. En un primer momento se tratará, en mi opinión, de formas descentralizadas, más bien locales y regionales. Pues la concentración de las fuerzas de represión es tal que resulta imposible afrontarlas centralmente, es decir, oponiéndoles un partido centralizado y burocratizado que pretendiese lanzar a las masas a la conquista del poder central.
-¿A qué alude usted? ¿Al “golpismo” o a los atentados terroristas?
-A lo que usted llama “golpismo”, supongo.
-¿Y los comandos terroristas, tales como la Baader-Meinhoff, el Septiembre Negro, los Weathermen, etcétera?
-Para el marxismo, la única violencia revolucionaria es la de las masas revolucionarias. De ahí que una violencia aislada, sin base en la población, no sea una violencia revolucionaria. Los Weathermen han reconocido, por otro lado, que el terrorismo no tenía ningún sentido en las circunstancias actuales de los Estados Unidos y han rectificado consecuentemente su línea de acción.
-¿Los desaprobó usted cuando se dedicaban a colocar bombas en Nueva York?
-No, yo no los denuncié públicamente, de eso ya se encarga el “establishment”. Escribí, hace ya mucho tiempo, que existía un derecho natural de resistencia para aquellos que no pueden seguir tolerando un orden de represión inhumana, de destrucciones inhumanas… Además, yo no soy quién para -desde mi despacho, retrepado en mi sillón- denunciar ese tipo de atentados y dar a entender que las autoridades tienen razón al castigar a sus autores.
-Usted ha subrayado hace un momento la necesidad de una vanguardia. ¿Quién puede, según usted, desempeñar esa función? ¿Y cómo?
-Es preciso insistir en que, incluso hoy, los estudiantes están ante todo en la vanguardia de la oposición radical, sobre todo en América Latina, en los países del Tercer Mundo en general, en Estados Unidos. Y la represión apunta sobre todo a los movimientos estudiantiles. En este sentido, los hechos han confirmado mis predicciones de hace diez años.
-No obstante, si se exceptúa el Tercer Mundo, parece evidente que la unión entre el movimiento obrero y el de los estudiantes e intelectuales radicales tropieza en todas partes con enormes dificultades.
-En Estados Unidos se odia a los intelectuales. Pero la composición de la clase obrera está sufriendo una transformación: aumenta sin cesar la proporción de trabajadores de “cuello blanco” que han recibido una formación superior. Al mismo tiempo disminuye la distancia entre el trabajo manual y el intelectual.
-Lo cual no impide que el trabajo intelectualizado pueda ser tan alienante, si no más, que el trabajo manual antes de la mecanización. Si la organización capitalista del trabajo provoca el rechazo y la desvalorización de la noción misma de trabajo, es porque frustra las facultades intelectuales; facultades que le son, sin embargo, necesarias. Ahora bien, no puede fundarse el socialismo sobre el desprecio del trabajo, sino sobre su liberación y rehabilitación.
-Esto es, creo yo, lo que pasa en China. Yo no he visitado este país, por lo que no tengo del mismo un conocimiento directo, pero he leído testimonios de otros. Parece que en la China se ha modificado el carácter mismo del trabajo y que, gracias a la adopción de técnicas de organización y de producción distintas de las empleadas por nosotros, allí el trabajo no es alienante y opresivo como en nuestros países, sino que reviste un carácter creativo.
-Se plantea, sin embargo, una pregunta: los trabajadores intelectuales que aceptan la formación y el papel para el que les prepara la enseñanza, ¿no están acaso adaptados a la división capitalista del trabajo y se muestran refractarios a su formación revolucionaria? En otras palabras, ¿no engendra el sistema a intelectuales que sólo él va a necesitar?
-Es esa una pregunta muy complicada, ya que en la universidad entran en juego dos tendencias opuestas. Por un lado, las universidades son auténticos pilares del orden establecido. Por eso, aún siendo partidario de la conservación de las universidades, yo he afirmado la necesidad de reestructurar radicalmente la educación desde la misma escuela.
Y reestructurar radicalmente significa romper con la tradición académica, que se ha vuelto conformista, y sustituirla por una educación que se ocupe realmente de los problemas de la sociedad y de la transformación posible de esta sociedad. Creo que esta educación no conformista puede llevarse a cabo precisamente en una universidad reformada y reestructurada.
Ahora bien, en la medida en que las universidades tienden hacia esta autonomía educativa, entre en juego una segunda tendencia: la que, en interés del orden establecido, trata de suprimir toda educación auténtica, es decir, capaz de desarrollar la conciencia y el conocimiento entre la gente. El slogan “destruir la universidad” tiene por ello un sentido terriblemente ambiguo, como se ve claramente en el hecho de que, siendo como es un slogan izquierdista, resulta perfectamente utilizable por la clase dominante, que no sabe ya qué hacer con esas universidades que tan mal sirven a sus intereses.
Un ejemplo claro lo tenemos en California, donde se han redactado ya varios informes oficiales que dicen más o menos esto: “Es estúpido que haya tantos estudiantes interesados en estudiar “humanidades”, porque eso no conduce a nada, es un lujo. Hay que sustituir esa educación tradicional por una formación profesional que, por lo menos, permitirá a la gente conseguir puestos de trabajo dentro del sistema establecido”.
-En una palabra: usted ve a las universidades como terreno de enfrentamiento cultural permanente con el sistema, ¿no es eso?
-Exactamente. Y creo que ese enfrentamiento se producirá por poco que se tenga informados a los estudiantes de lo que acontece en la sociedad actual. No hace falta adoctrinarlos para convertirlos en contestatarios, basta con presentarles los hechos, porque los hechos hablan por sí solos.
Por eso, la educación académica tiene tendencia a truncar o a ignorar sencillamente los hechos, por lo menos. En Estados Unidos se enseña una historia de las civilizaciones empobrecida y a la que se le ha extirpado lo esencial: la historia de las herejías, de las revoluciones, de la explotación y la represión.
Eso es lo que entiendo por “reestructurar”: proporcionar a la gente armas intelectuales sin las cuales no podrá situar su revuelta espontánea dentro del proceso social e histórico ni traducir esta revuelta en objetivos políticos y acción organizada.
Para mi el slogan “Destruir la universidad” y el rechazo de toda enseñanza universitaria no son más que la manifestación de un anti-intelectualiso nefasto para el movimiento obrero y revolucionario en su totalidad. Porque el movimiento revolucionario ha sido guiado siempre y en todas partes por intelectuales. Y cada vez que el movimiento obrero ha expulsado y excluido de su seno a los intelectuales, ha fracasado.
Basta comparar, por ejemplo, el actual Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética con el Comité Central de Lenin: la diferencia es notable, incluso desde el punto de vista físico. Hoy sólo encontrará usted testas de burócrata. Ya tuvimos ocasión de verlos en la televisión americana cuando la visita de Nixon a Moscú. Era absolutamente imposible distinguir a los soviéticos de los americanos: los mismos rostros, los mismos trajes.
-Para usted, los intelectuales no son trabajadores intelectuales del aparato de producción, distribución y circulación, sino gente que produce lo que usted llama “la conciencia”; son ellos quienes mantienen alejado el espectro de un regreso a la barbarie.
-El desarrollo e la conciencia política de la clase obrera no es algo que se realice solo; es preciso llevarlo a cabo, tarea ésta que debe asumir el partido revolucionario. El partido no tiene derecho a justificar sus compromisos o capitulaciones diciendo: “No podemos hacer otra cosa, pues la conciencia política de las masas no está suficientemente desarrollada, y la clase obrera no está aún madura para una política diferente”.
La tarea del partido es precisamente la de madurar a la clase obrera, cosa que no sólo conseguirá colocándose a su cabeza y llevando a cabo una política militante en lugar de limitarse a halagar demagógicamente, como tienen tendencia a hacer hoy los partidos comunistas, los prejuicios y las ilusiones de las masas trabajadoras.
En el plano de la ideología y la propaganda, los partidos comunistas siguen repitiendo conceptos, convertidos ya en clisés, de una teoría que dicen marxista, mientras, en su práctica y estrategia política, aceptan con resignación la falta de espíritu revolucionario de las masas en el capitalismo avanzado, sin hacer nada por poner remedio a esa situación, sino todo lo contrario.
Tal y como existen en la actualidad, los grandes partidos de masas, burocratizados y centralizados, se han convertido en frenos y obstáculos para el desarrollo de la conciencia.
-Usted dice que las masas no son revolucionarias, ahora bien, para desarrollar la conciencia política hace falta una organización de vanguardia, un nuevo tipo de partido. ¿De dónde saldrá? Los intelectuales no pueden decretar la existencia de una vanguardia. Si ésta ha de existir en la realidad -y no sólo sobre el papel-, deberá formarse en el seno de los movimientos de lucha, como unificación de sus vanguardias internas y locales. Sin para entonces las masas no se han puesto en movimiento, el partido de vanguardia no será más que una secta…
-No es absolutamente necesario que la vanguardia sea un “nuevo tipo de partido”; sería mucho mejor incluso que adoptase la forma de consejos obreros, consejos de barrio, consejos de estudiantes, de técnicos, de mujeres, etcétera. En cualquier caso, las masas no se ven espontáneamente atraídas por objetivos revolucionarios; es preciso guiarlas hacia objetivos concretos para que se vuelvan revolucionarias.
-En resumen, usted ve los consejos como organismos de encuadramiento y dirección de masas. ¿No cree usted entonces que las masas sean capaces de autoorganización e iniciativa?
-Eso depende de los objetivos de su lucha, así como de cuál sea el elemento desencadenante de la misma. Le pondré un ejemplo: si las masas se ponen en movimiento para matar a judíos o a negros, se produce una acción de masas, una acción espontánea bastante probable en los Estados Unidos, y en este caso cabe decir incluso que la acción va dirigida contra el sistema, puesto que no interesa al sistema agravar este tipo de conflicto racial. Las masas no se asignan a sí mismas espontáneamente los objetivos justos: hay que encauzar sus luchas mediante una educación a la vez teórica y práctica.
-¿Quién las educará? Usted parece desconfiar de las iniciativas y acciones autónomas de las masas, pero no de aquellos que, en su opinión, deben “poner en movimiento” y guiar a esas masas. Ahora bien, ¿qué garantías tiene usted de que esos dirigentes sean “buenos educadores” y no hombres reprimidos, represivos, seleccionados en la lucha por el poder en el marco de aparatos políticos, y que se sirven de las masas para hacerse con el poder? ¿No cree usted que la única garantía puede venir no de dirigentes sino de la experiencia liberadora que una larga lucha revolucionaria habrá supuesto para las masas y los dirigentes que salgan de su seno?
-No existe garantía alguna; es cuestión de suerte, de probabilidades más o menos racionales. Pero, en el fondo, usted tiene razón: las posibilidades de una revolución socialista dependen de la “experiencia liberadora de la lucha revolucionaria”. Sólo que en los Estados Unidos, como también en Alemania y Gran Bretaña (es decir, en los países capitalistas más avanzados), la lucha revolucionaria debe ser suscitada, encauzada, organizada. Para ello hay que crear en la gente conciencia de las condiciones objetivas, forjar una conciencia socialista.
NO creo que haga falta confiar esta tarea a una “elite” o, para utilizar un concepto leninista, a una “vanguardia” autoproclamada. Creo más bien que esta tarea han de asumirla individuos y grupos procedentes de todas las clases y que hayan adquirido una “experiencia liberadora” en sus enfrentamientos con la sociedad: en la universidad, en la calle, en las tiendas, en los “ghettos”.
Estos individuos y estos grupos, convertidos en socialistas militantes en el fragor de la lucha, saben que las masas no son socialistas: por ello han de dedicarse a elevar el nivel de conciencia de la gente dondequiera que se encuentren y no sólo entre los obreros de las fábricas. La educación política ha de ser teórica y práctica.
En cuanto a su pregunta sobre quién educará a los educadores, le diré que tiene fácil la respuesta siempre y cuando uno se libere de la pérfida propaganda anti-intelectual implícita en el modo como usted la ha formulado: los educadores se autoeducan. La teoría existe, la tradición y la experiencia histórica también existe; es posible aprenderlas y luego transmitirlas…