Entrevista a Ricardo Montiel: “Creo que la literatura procura más dudas que verdades”
Entrevista: Leo Baldo / Fotografía: Daniela Furer
Leo Baldo entrevistó para Sonámbula a Ricardo Montiel, escritor venezolano que reside hace años en nuestro país, donde publicó ya dos libros de poesía y un inclasificable libro de prosa poética en el que recolectó textos de diversas extensiones: S, M, L. En él se entrecruzan reflexiones sobre la extranjería y sus vínculos casi metafísicos con la simultaneidad, todo con un «milimétrico» uso del lenguaje que «fertiliza una literatura destellante, sincrética y dinámica».
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“A priori la intención era hablar sobre la extranjería”, quien así abre esta nota es el escritor venezolano radicado en Argentina Ricardo Montiel. Vía zoom, charlamos con él acerca de su último libro S, M, L. Este trabajo, que se compone de tres capítulos que se leen de manera veloz gracias a la prosa magnética del escritor, fue editado por LP5 Editora y propone como eje central dos temas que hilvanan toda su obra: simultaneidad y extranjería.
Para el autor. que categoriza lo extranjero desde la no extrañeza y el sentido ante la vida (no camusiano), su escritura “demanda, sobre la marcha, el descubrimiento de algún tema”. Todas las veces que el escritor se propuso “escribir sobre la extranjería, fallaba”, reconoce, por lo que le fueron quedando ”muchos libros o muchos intentos de libros sobre el camino”.
Nacido en 1982 en la ciudad de Maracaibo, de profesión arquitecto, sacó dos libros de poesía: “Ciudad Blanca sobre fondo blanco” (Ediciones del Movimiento, 2015) y “Agonía de los días terrestres” (Caleta Olivia-Rangún, 2018, reeditado por el Taller Blanco Ediciones en 2020). Sus textos han sido publicados en medios digitales e impresos de Argentina, Costa Rica, España, México, Colombia y Venezuela. Además, coeditó la revista digital Merece una reseña. Hoy vive en Buenos Aires, ciudad que atraviesa de punta a punta el libro que originó esta entrevista.
Leer los trabajos poéticos y narrativos de Ricardo Montiel se asemeja a encontrarse con un relámpago intempestivo que desgarra un cielo poco tormentoso. Es un de repente con sentido en el lenguaje. El autor teje, arma, desarma e interpela en cada oración. Quien lee, siguiendo la máxima de Barthes, puede, a partir de S, M, L, construir otro relato más allá del compuesto por el autor. Además, Montiel es milimétrico en el uso de las palabras y de las conexiones entre las mismas, rompiendo con estilos literarios pre-pactados. Se escribe mientras desconoce, y se conoce y se escribe. Sus textos de pasmo fertilizan una literatura destellante, sincrética y dinámica.
-¿Escribiste tu último libro de corrido? ¿Es prosa, es poesía, son crónicas?
-Lo que me pasó es que veía lo escrito y me encontraba con distintas extensiones. Algunas aparecían como poemas en prosa, otras como notas rápidas y otras como crónicas o como relatos. Entonces me dije: «Bueno, ¿y qué pasa si los junto?» Y ahí apareció S, M, L. Luego recordé un libro de un arquitecto holandés, Rem Koolhaas, que se llama SML XL, que son proyectos de una arquitectura urbana que presenta escalas. De algún modo busqué legitimar el título desde ahí, pero luego sucedió que en el libro encontré, respecto del tema central que es la extranjería, que hay mucho sobre la simultaneidad; sobre la experiencia de estar viviendo en otro país y que de repente aparezca esa sensación, ese momento en el que se percibe que lo que uno dejó atrás está en pausa pero resulta que no, que estamos viviendo en un tiempo que es el tiempo de todos, en un tiempo simultáneo. Es decir: van a seguir sucediendo cosas en tu lugar de origen, van a seguir sucediendo cosas a la gente que ya no ves o que ves poco. Entonces la simultaneidad pasó a ser una especie de hilo narrativo fantasma que recorre todo el libro. Incluso hay un texto que se llama “Simultaneidad de los taxis”, en el cual aparece el taxi en Buenos Aires y el taxi en Maracaibo.
-Si, de hecho, luego de leer el libro, más allá de esa simultaneidad de los taxis, también en el relato hacés hincapié en que es la misma hora en Nueva Delhi y en Lisboa, y el “mundo sigue girando”. Aparte, algo interesante en tu trabajo y muy rico en cuanto a la lengua, es eso que aparece cuando establecés comparaciones entre modismos usados en Maracaibo y en Buenos Aires. Por ejemplo “chaqueta” y “campera” o “acera” y “vereda”. Ahí hay un juego muy interesante y también una simultaneidad, al menos, comparativa, ¿no?
-Sí, de algún modo eso atraviesa todo el libro. Empecé a ver que SML era, de algún modo, una especie de abreviatura rara. Al principio el título obedecía a las extensiones de los textos pero luego, cuando se fue imponiendo esta noción de lo simultáneo, leí en esas tres letras como una abreviación de lo simultáneo.
-Claro, podemos pensar tu libro como compuesto por tres capítulos con diferentes extensiones (small, medium y large, tipo talle de ropa), con una primera parte que es corta en comparación con el resto. Ahí hacés como un soliloquio en donde hablás con vos mismo y para otras personas y aparece una frase tuya, potentísima, que dice: “De algún modo nacemos ya migrantes, pues nada de lo que primero habitamos, lo hemos fundado nosotros”. ¿Sos consciente de que con esa frase sobre la extranjería el lector comienza a pensarse? ¿Era parte de la idea?
-En realidad no. Es decir, no en el sentido de nada de lo que escribo va con una intencionalidad directa; porque hay todo un universo interno y extraño que se va como fundando dentro de uno -hasta suena un poco metafísico-, pero creo que tiene que ver con eso en cuanto al hecho de mudarnos de país. Los inicios de estos procesos de transformación interna no tienen su punto de partida en el momento en que nos mudamos de un país a otro, porque hay ciertas cosas que comienzan antes de que uno se desarraigue o cambie de país. Pero tal vez yo lo veo más como soliloquios. De hecho, después hay un texto que sigue a «DNI», que se llama «¿De dónde sos?» Bueno, esa es una pregunta. Cuando notan que no eres de aquí, esa pregunta se hace reiterativa y de tan reiterativa y de tan resonante uno podría decir, “Bueno, de Venezuela, de Maracaibo, etc”, que es como la salida rápida, pero para el inmigrante o para el extranjero esa palabra representa muchas cosas, encierra toda una complejidad; y a la larga termina siendo una respuesta para uno; termina siendo parte de esa identidad trastocada que se va como reconfigurando.
-Otros de los conceptos claves de tu libro, aparte de la simultaneidad, es la identidad. De la identidad, aún más allá de tu literalidad respecto del DNI y de su foto. Pero también me dio la impresión que en tu trabajo pudiste abstraerte, tomar conciencia de vos en relación con otros y mirarte como desde arriba. En este sentido, también está trabajado ese concepto de “otredad” desde un punto de vista no peyorativo, ¿cómo pensaste esto de la otredad?
-Yo lo asocio mucho con esta identidad inestable, inestable en un sentido literario. A la larga, y no es que me lo proponga, lo que hace que un texto termine siendo para vos tal cosa es que pienses que ese texto fue escrito por un extraño. Y eso tiene que ver con tomar cierta distancia. Es decir, al principio, cuando quería escribir sobre la extranjería, había un impulso primario por un inventario, pero ese inventario no decía absolutamente nada; era un inventario y nada más. Luego yo quería vivir esa experiencia al máximo, porque además todo ese es arduo, es un proceso que resta tiempo y energía, porque hay periodos de supervivencia, de buscar trabajo, de trabajar, etcétera. Entonces me salió escribir sobre estas experiencias y hacerlas literatura. Y, de algún modo, eso fue sedimentando y aparecieron estos textos que fui escribiendo a lo largo del tiempo. Siento que la extranjería es maestra y procuradora de un estilo, del estilo de lo simultáneo y del distanciamiento, porque uno cuando se va de su país pone toda su historia personal como en tela de juicio, como en remojo, y entonces uno empieza a ver la vida de una manera más esférica.
-Eso que marcás te pasa en el episodio del asado, en el cual escribís sobre la costumbre que tenemos los argentinos de “verse” o “juntarse” para celebrar algo de manera a veces primitiva o “salvaje”, como vos marcás. Pero volviendo a la tela de juicio, hay un episodio en tu libro en donde una persona alude al extranjero como alguien que viene a usar los servicios de salud y educación, algo que pasa mucho en una gran parte del argentino medio. “Vienen de afuera a usar nuestros hospitales. Con nuestro presupuesto lo bancamos”, dicen algunos. Sobre todo, en referencia a personas que vienen de países hermanos como los latinoamericanos. Y vos, en ese episodio del asado, lo vivís por parte de un personaje que no sabía que vos eras venezolano. Ahí te levantás de nuevo para mirar desde otro lugar, narrar y meter otro pensamiento. Pero te podrías haber enojado y el relato hubiera sido otro.
-Particularmente jamás viví episodios de xenofobia grave, como viven los senegaleses que son víctimas del amedrentamiento físico. En ese lugar del texto hablo de esa especie de xenofobia de café. La escuché miles de veces. Pero lo curioso es escuchar que estas personas que se refieren a los extranjeros de esa manera, son hijos o nietos de extranjeros que en su mayoría vinieron muy pobres y que cuando llegaron tenían una conciencia muy fuerte de comunidad y se ayudaban entre ellos. Eso pareciera que, en el transcurrir de la historia, no se tiene en cuenta. Y pasa también que este tipo de comentarios están cruzados con cuestiones de clase y demás que, inevitablemente, terminan afectando. Luego del episodio del asado, yo le decía a Daniela, mi compañera, que estaba encabronado y que no sabía qué hacer con esa rabia. Después le dije: “Claro, el tipo no se da cuenta de que yo soy su abuelo”. O sea, en realidad es una historia que se repite constantemente, acá y en otras partes del mundo. La inmigración sucede a cada segundo, por cuestiones de vida o muerte o por decisiones personales. A partir de eso, pude construir ese relato.
-En ese episodio del asado construís cierta división y le decís “el hombre blanco”, cuando vos tampoco sos moreno o negro. En cierto sentido, fundacionalmente, quisieron hacer de Argentina el pedazo blanco de Latinoamérica, el cachito europeo en la región. ¿El planteo viene por ahí?s
-Claro, pero a medida que te vas insertando en la sociedad argentina, te das cuenta de que no es así. Ese momento del asado no es el único, sino que hubo otros de xenofobia soterrada. Me ha pasado de alquilar un departamento en Buenos Aires y que la propietaria me pregunte de dónde soy. “De Venezuela”, contesto. “Ahh… de Latinoamérica”. Como con un gesto de curiosidad. Noté que, al decir Latinoamérica, no se incluyó.
-Ricardo, en la trama que hace a todo tu texto, aparecen citas que van tejiéndolo. Una del periodista polaco radicado en Argentina Witold Gombrowicz y otra de Kundera, que dice que “escogió la libertad a sus raíces”, y al final aparece Arlt, en lo que titulaste “La Locura Arltiana”, lo que da inicio a la parte más periodística de tu libro. En ese lugar del texto conocés a Jessica, una muchacha venezolana que trabaja en un bar de Avenida Las Heras. Vos estás ahí, nunca te tomás el café y la observás y escribís sobre ella y da la impresión que te olvidás de tu nacionalidad, ahí sos un extranjero más en un relato que habla de la venezolana que la pelea en Buenos Aires. ¿Se podría pensar en la figura de extranjero como una persona que siempre visita un lugar, observa y relata, pero que no termina arraigando porque tiene que contar desde ese lugar de extranjero?
-Bueno, Pessoa decía eso, que al analizar ya somos extranjeros. Pero vuelvo a Witold Gombrowicz. Él y Arlt me acompañaron mucho en mis lecturas. Hay una frase de Gombrowicz que para mí fue un aliento y que es usada por muchos escritores: “Yo no era nadie, por lo tanto, podía permitírmelo todo”. Él la usa en sus primeros años en Argentina. A mí me sorprendió mucho su historia; esa persona que se lanzó a la pileta del anonimato de una manera vehemente. No sé si, como él decía, pretender ser nada para ser todo. Eso de tener un espacio para rehacerse. Respecto al episodio de Jésica, iba a escribir a ese bar. Cerca de ese lugar, vivía. Quería escribir sobre lo que había vivido en mi antiguo domicilio para recopilar experiencias sobre la extranjería. Hay cosas que son ciertas: un día me senté ahí, el bar estaba vacío y ella era venezolana. Pero no escribí todo el relato ahí. Siempre hay un poco de trampa literaria. Lo que sucedió con Jessica es, en parte, real. Ella llora en serio. Quien escribe ahí, como vos observaste, se ubica en una mirada extranjera. Era una época en la que me encontraba con muchos venezolanos. Sucede que cuando uno llega al país elegido cree que arribó al paraíso. Eso era algo que notaba de diferentes inmigrantes venezolanos en Argentina. Creo que lo válido es rescatar cada una de las historias individuales, en cualquier momento, porque singularizan.
-Vos hablás de historias y al final hay un relato un poco más realista y citadino. Ahí contás sobre Henry, alguien que bailaba en la parada del bondi línea 39. Lo recordaste en el apartado “La Locura Arltiana”. Muy interesante. Tal vez, hoy, Henry, como vos lo llamás en el texto, pueda reconocerse en un libro. Miraste lo que nadie mira en la ciudad gigante y él, según vos, te miraba.
-Yo creo que hay un poco de sorpresa del provinciano. Hay como ciertas cosas que son abrumadoras para mi mirada. Encontrarme con una ciudad tan densa y rápida y que contiene a todos por igual, en el sentido topográfico, no económico. En ese sentido, en Arlt estaba la calle permanentemente y estaban esos trashumantes, esa Buenos Aires en donde ocurren cosas en simultáneo. Tengo la sensación de que en Buenos Aires hay mucha locura dispersa, pero, aun así, convivimos todos. Y todo esto Arlt lo fue registrando, no solo en sus aguafuertes sino también en sus novelas. Esa fue una época de mucha calle.
-Ahí me das pie para hablar de “El Dado”, sobre tu vida en una pensión, junto a Eugenio, en donde bebían vino con coca de una jarra y a veces despertaban en Plaza Dos Congresos. Relato entrañable y casi beat; más realista y crudo. Dos extranjeros buscando en la ciudad, en una historia que presentás en formato crónica. ¿Te viste reflejado en Eugenio?
-Ese relato lo escribí en el taller de Juan Forn. No lo terminé ahí, pero lo trabajé. Fue de una gran ayuda trabajar cerca de Juan. Lo que me pasó ahí tiene que ver con ese momento de inserción, de vivir en una pensión y de saltar de aquí para allá. Hay como ciertas amistades circunstanciales que por ser circunstanciales no dejan de ser importantes, que hasta te pueden salvar la vida en ese punto. Y es cierto que en algún momento estos personajes se encuentran y están en la misma situación, a pesar de que vienen con historias distintas. Incluso el menor, que es Eugenio, pasa a ser como una especie de tutor del otro. Es que ese relato muestra una realidad que habla que los argentinos de provincias lejanas se sienten igual de extranjeros que los extranjeros de otros países y les cuesta establecerse, que es una palabra horrible. Hay algo muy loco, hay gente que viene y tiene suerte, no sé cómo llamarlo, y otras personas no tienen esa suerte al momento de conseguir trabajo e independizarse y formar parte del conglomerado que es Buenos Aires y son expulsados. Bueno, Eugenio se sube a ese micro y sabe que no va a volver a Buenos Aires porque se le terminaron las posibilidades y está el otro que se queda sólo frente a la ciudad. Hay algo de eso, de la compañía durante esos períodos que se comparten con amigos que también son compañeros en la trinchera.
-Ricardo, venís con dos libros editados en género poético, pero no diría que en este último no hay poesía. Bolaño dijo en una entrevista que la mejor poesía del siglo XX ha sido escrita en prosa. ¿Por qué en tu tercer libro elegiste la narrativa con esta prosa?
-Bueno, ni fue deliberado. Desconfío mucho de esta cosa de decir: “Voy a escribir un libro en prosa o de cuentos”. No fue así. Hubo intentos de escribir sobre la extranjería en versos, pero los fui desechando; acabaron en la basura porque no me gustaba como iban quedando. Hubo una pulsión hacia la prosa y relato. En realidad, trato de no enmarcar lo que escribo en un género en particular. Empezaron siendo textos cortos, como «DNI» y luego fluyeron.
-Tu libro comienza con una cita de Pessoa: “Llegué a Lisboa, pero no a una conclusión”. ¿Llegaste a alguna conclusión con S,M,L?
-Es esa la cuestión, no llegué a ninguna. El viaje continúa. Hubo periodos y momentos. Extraño un poco esa época de despertarme y sentir… de estar en una plaza y a la buena de Dios. No es que haga una apología de la pobreza y el desamparo, porque es horrible, pero extraño ese tiempo en donde todo parece nuevo y hasta el tacho de la basura puede pasar a ser poético. Hoy tengo nacionalidad argentina, pero la cosa sigue igual, no me dejó de gustar verme como extranjero.
-¿Para escribir es necesario nunca llegar a una conclusión?
-Te diría, incluso, que nunca conviene ni partir ni llegar a una conclusión. Creo que la literatura procura más dudas que verdades, procura hallar algunos claros en el mundanal ruido. Pero esos claros no son definitivos. Lo definitivo es materia de los totalitarismos y de cierto periodismo, no de la literatura. Creo que hay seguir haciéndose preguntas y ver si el otro se engancha.