Fantasmas que desaparecen en el aire

Por Kike Ferrari

Kike Ferrari comparte con Sonámbula un cuento inédito, escrito hace unos meses, sobre un pueblo en el que, sin explicación alguna, la gente comienza a desaparecer. Algo se los lleva, mientras los sobrevivientes se atrincheran en sus casas, en un estado de sitio de Dios sin Dios, y la radio recomienda: «No salgan más que para cumplir con sus tareas»

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“Also, oh yes, people were disappearing. You may not have know what was happening, but that something was happening was no plausibly denaible”
China Miéville

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Angela – apuntes

Alguien me contó en una fiesta que alguien le contó que la abuela de alguien más –una vieja que nació, vivió y murió en alguna de las ciudades grandes del interior, una ciudad cuyo nombre en alguna de las versiones del relato se había perdido– contaba que su marido, el abuelo, que era ferroviario, los había dejado cuando empezaron a desaparecer personas.

¿Cómo desaparecer personas?, pregunté.

Así como escuchás, dijo alguien que había dicho alguien que había escuchado la nieta o el nieto decir a su abuela, como fantasmas que desaparecen en el aire.

La historia de las desapariciones es la historia de nuestro país, pensé. Y recordé que Faulkner decía que cuando uno encuentra una historia hay que llevársela a la sangre y no dejar que nada se interponga hasta contarla.

Claro que yo todavía no tenía una historia. Tenía apenas la punta de un ovillo que podía llevarme a esa historia, la intuición de que esa historia que persigo, ciega, desde que empecé en este oficio, estaba cerca. No tenía la historia. Pero me llevé esa intuición a la sangre.

Y pasé las últimas semanas recorriendo hemerotecas, leyendo diarios viejos. Revisando recortes. Buscando algo que le diera sustento a mi intuición. Hasta ayer. Ayer encontré una pista posible. Una punta de la que tirar. Una materialidad que me acerca a la historia. Sigo sin tenerla, pero tengo algo.

Tengo la página amarillenta y quebradiza de un diario: El Heraldo, 4 de octubre de 1949.

Y un titular: Tren abandonado en San Gerónimo.

Gringo

¿Me invitas una ginebra, canario?, me preguntó el Marcial.

Así me decía. Canario. Ahora todos me dicen Gringo. Yo era pibe, más joven que vos. ¿Cuántos años tenés vos? Ah, parecés más chica. Yo tendría veinte años. O menos. Y me moría por ser uno de ellos. Un habitué, uno de los que invitan y se dejan invitar ginebras. Y acababa de cobrar mi primera quincena en el aserradero.

Así que dije claro. Y pedí dos.

El viejo Abel nos acercó los vasos y sirvió las medidas con yapa. A mí no me entraba el orgullo en el pecho. La yapa era sólo para los amigos, ¿entendés, piba? Después el Marcial sacó un cigarrillo. Fumaba unos negros que venían en cajas de cincuenta, unas cajas marrón clarito, no me acuerdo la marca, que largaban un humo que mataba los mosquitos. Yo iba a sacar uno de mis Camel, pero antes de que lo hiciera, me ofreció uno.

¿Gustás, canario?

El sabor del tabaco era más áspero que su aroma pero yo me esforcé por no toser. Estoy casi seguro de que ellos se dieron cuenta porque los vi intercambiar una sonrisa de aprobación.

Terminé la ginebra y, sin preguntar, el viejo Abel me sirvió otra. Después se dio vuelta y prendió la tele, una Hitachi blanco y negro que estaba en aquel rincón, ¿ves?

¿Marcial?, consulté a su vaso vacío.

Gracias, canario, aceptó. El viejo Abel volvió con la botella de Bols, después de poner el noticiero del 13, y la dejó ahí, sobre el mostrador, como un invitado más a la charla.

No cualquier charla, eh, una de esas conversaciones únicas que hay en los bares de las estaciones de tren. Un bar ferroviario, piba, es un organismo vivo. No sé si lo puedas entender. Es una cosa de hombres y de otra época. De hombres de otra época. En un bar ferroviario cada persona que pasa, que llega o se va, agrega un fragmento a lo que se está contando, una nueva voz que completa o contradice o desmiente la historia hasta que ya no queda historia sino ese murmullo de las voces que entran y salen, el sonido de los vasos sobre la barra de madera, el olor ocre de los cigarrillos de cajas de a cincuenta, el murmullo de la tele en el rincón. Esas conversaciones, entonces, son como la sombra de los hechos que se cuentan, las cenizas del fuego de un asado de ayer. Como el humo que se disipa sin dejar rastros. Y algo de eso había en lo que me contaron y sobre lo que vos venís ahora a remover.

Ángela – apuntes

En San Gerónimo, en este pueblito fantasma que llaman San Gerónimo y en el que lo único que sobra es el polvo, hice preguntas. Busqué en el archivo del único diario local que tiene archivo. Consulté en la municipalidad, en la comisaría, en la sociedad de fomento. Si alguien sabe algo de eso, me dijeron, seguro es el Gringo. En el bar de la estación vieja. Fíjese, parece una casa abandonada pero el Gringo siempre está ahí. Si alguien sabe es él, repitieron, en ese bar hablan las voces de los muertos.

Gringo

¿Supo algo de don Isaías?, preguntó el Marcial.

El viejo Abel, el trapo en el hombro sobre la camisa gris, gastada pero siempre impecable, dijo que no. Que se esfumó. Nadie sabe qué, dijo alguien. A la pensión, agregó otro, no volvió ni nada. Ahí quedaron sus pocas pertenencias, dijo alguien más. Dijo: desapareció.

La palabra quedó rebotando en el aire. Por esos días nadie decía esa palabra así nomás. Desapareció. Pero eso es lo que había pasado con don Isaías. Había desaparecido.

Era de esperar, sentenció el Viejo Abel. Y todos, menos yo, asintieron. Habrá que esperar unos días pero, dijo.

¿Vos sabés la historia de don Isaías, canario?, me preguntó el Marcial.

Dos ginebras más, por favor, le dije al viejo Abel antes de contestar no, no sé.

Entonces, a medida que se sumaban las rondas de ginebras a cuenta de mi primera quincena en el aserradero, el Marcial, pero también ese coro fantasmagórico del bar, me contó la historia de Don Isaías, que es lo que yo trato de contarte ahora. Ahora que acá ya hace años que no pasa el tren –ramal que para, dijo Carlo, ramal que cierra, y cumplió– y que, claro, también el aserradero cerró y la fábrica y que todos los que me contaron la historia ya están muertos. Y esto ya no es más un bar de estación, si a duras penas podemos decir que es un bar. Lo que queda, ahora, es esta historia de fantasmas y desapariciones que me contaron hace, no sé, cuarenta años atrás el Marcial y el viejo Abel y todos los otros.

Lo que contó el bar

Sería el año 48 o 49. El 50, creo yo, porque ya había sido muerto el intendente Montes. Naaaa, si Montes murió en el 49. Bueno, mitad de siglo. Es lo mismo. Imaginate, canario. No había tele. Pura radio nomás. Sí, nos la pasábamos escuchando el Glostora. Y Poncho Negro. ¡Pero qué pude saber el pibe qué es Poncho Negro, viejo choto! A ver si me dejan que cuente. El tren pasaba martes y jueves desde el Rosario y miércoles y viernes desde San Salvador. Ese día, debía ser un martes, creo yo, de septiembre. Más como octubre. Septiembre. Bueno, un martes de primavera. El tren paró y no volvió a arrancar, ¿entendés, canario? Eso no pasaba nunca. El tren paraba diez, quince minutos. Carga. Descarga. Provisiones para acá. El correo. Materiales para la fábrica. Alguna máquina. Carga. Descarga. Y seguía. Todos conocíamos a Isaías, que todavía no era don Isaías, sino apenas el motorman del tren que pasaba por el pueblo. A veces se acercaba hasta acá y tomaba una ginebra, una caña, un vermucito antes de seguir. Hay quienes dicen que lo vieron coquetear con la Laura, la hija de Cipriano. Pero nada que ver. No sé, se dice. Treinta años pasó después en el pueblo. ¡Pero después de lo del tren estaba tocate un vals, amigo! Bueno, lo cierto es que ese martes de principios de la primavera del 48 o el 49 o el 50 el tren no arrancó. Pasaron veinte minutos. Media hora. Tres cuartos. Hora y pico. En la estación empezaron a inquietarse. Nadie entendía qué pasaba. Cuentan que lo buscaron y no podían encontrarlo. Todavía me pregunto cómo a nadie se le ocurrió buscar en el baño de la estación. Claro que el nunca iba a ese baño. O se quedaba en el tren o venía para acá. Y eso hizo. A las dos horas, cuando salió del baño, pálido, con los ojos llenos de lágrimas y oliendo a vómito, vino acá. Dicen que dejó familia atrás. Y pidió una ginebra. O una caña. Fernet con soda. Un Pineral. Algo de eso, pidió. Mujer y dos hijos. ¿Y el tren?, le preguntó alguno de nosotros, ¿no tenés que seguir? Una nena y un nene. Llamen a la empresa, dijo, que manden un remplazo. Una madre viuda, también. No vuelvo más, dijo. Hay quienes dicen que los hijos eran tres pero uno, el más chiquito, fue de los primeros. Por qué, preguntamos, qué pasa. En la Ciudad está desapareciendo la gente. Desapareciendo, dijo, como la Pantera Rosa el otro día en la tele, ¿lo viste? Un periodista, creo que fue José Ignacio López, de Noticias, lo apuró con lo del Papa y él le contestó: son una incógnita, no tienen entidad, no están ni vivos ni muertos, están desaparecidos. Bueno, muchos años antes pero así, despareciendo, dijo también aquella vez Isaías. Y repitió: no vuelvo más. Se tomó la caña y se puso a sollozar. Pidió otra caña. Y ayuda. Y empezó a balbucear la historia que siguió repitiendo por años, hasta que el alcohol. Y la locura. Bueno, hasta que el alcohol y la locura lo enmudecieron.

Isaías

Yo sé que no tiene sentido. Me tienen que creer. Y ayudarme. Así es como fue. Como es. Y no sé cuánto vaya a durar. Lo que sé es que no pienso volver. Nadie puede saber lo que me costó tomar esta decisión. Que piensen que lo que quieran. Me subía al tren y cada parada era un llamado a quedarme, a huir. Que piensen lo que quieran: que los abandoné, que estoy muerto. No me importa. ¿Saben lo que es volver a una celda por propia voluntad dos veces por semana? Allá quedaron los que no pueden sallir. No hay cómo rescatarlos. El de la 728 lo intentó con el hermano y así le fue. No puedo cargar con eso, no es mi culpa. Las cosas son como son. Les cuento a ustedes para que entiendan. Y para que me escondan.

Déjenme hablar. Me tienen que creer, aunque parezca imposible. Las cosas son así como les digo. Se los juro. Por esta.

Primeros fueron los nenes. Montones. En la plaza y las calles. Quedaron pelotas rebotando en el empedrado y barriletes flotando sobre nuestras cabezas. ¿Saben lo que es ver a tu hijo corriendo o encorvado sobre una lecherita y de pronto, puf, así como les digo, una sombra negra, les juro, un viento oscuro que pasa y después, nada? Cada uno ve en esa sombra una forma distinta –un demonio, una luz, un lobo, un remolino– pero a su paso sólo queda el vacío.

¡Martín! ¡Martín!, gritan las madres, ¿dónde estás?

Martín no está más. Martín desapareció.

La noche también se transformó en territorio de las sombras. Porque en donde salís a cualquier lado que no es al laburo, puf. Entonces los cabareteros, los borrachines, los jugadores, puf, fueron desaparaciendo uno tras otro. Y los demás entendimos que algo terrible pasaba aunque no supiéramos bien qué. Los primeros días fueron de terror y encierro.

Nadie iba a ningún lado.

A ningún lado. Nadie. Les juro.

Pero a los días empezaron a escasear los alimentos y hubo que enfrentar el miedo. Enfrentar el miedo y salir.

De a poco nos fuimos animando. Sólo al trabajo. Yo volví al tren. Los chicos a la escuela. Mi mujer a hacer las compras. Y ahí –en la puerta del colegio, en la cola de la carncería o el mercado, en la calle– empezaron los rumores, todas esas versiones que no hacían más que acrecentar el terror.

Lo que contó la calle

Me dijeron que tu hija. Sí, la más grande, salió corriendo al perro y. Cuanto lo siento. Y yo. Todas. Lo peor es que no pude ni ver a lo que se lo llevó. Nadie pudo, creo. Yo tampoco llegué, cuando desapareció mi hermano, pero dice mi cuñada que era como un remolino de demonios. Nada que ver, yo lo vi, el Raúl salió a la vereda a fumar un pucho y hubo un estallido de luz, sin sonido, y se abrió como una boca en el aire que se lo tragó. ¡No digas, qué horror! Martincito desapareció en la plaza, pero fue distinto. Mi mamá también los vio y dice que es un viento que levanta la tierra. Contá, contá de Martincito. Fue horrible. Todo es horrible. Yo no lo vi sola, también lo vio mi esposo. ¿Cómo era? Ya les dije que dijo mi cuñada que es como una patota de demonios. Una luz y una boca, Un humo negro. No sé, no sé, yo vi una cosa, como un camión que pasaba a toda velocidad, y mi marido otra, dice que un lobo de pelo pringoso y bordó como sangre seca. Demonios. Una boca. Un camión. Un lobo. Lo cierto es que se los llevan y nadie sabe a dónde van.

Isaías

Ahí empezamos a entender. Muchos oficios desaparecieron por falta de clientes. Y no había cómo encontrar un trabajo nuevo.

Lo bueno es que, pese a que fuera una celda de jaula de rejas de oro, los ricos quedaron presos en sus casas, ¿dónde podrían ir los que nunca habían trabajado? Porque aquello no acepta distracciones. Nada de ir al club, ni a jugar a las barajas, ni a la casa de la tía Eduardina.

Nada.

En cuanto alguno se desviaba, puf, las sombras oscuras y el vacío. Hasta la radio puso en rotación la advertencia: no salgan más que para cumplir con sus tareas. Los diarios en cambio no dijeron nada. Claro, la palabra escrita no desaparece así como así.

Gringo

Para mí, a los veinte años, don Isaías era casi una parte del mobiliario, como el mostrador, como las sillas, ¿entendés, piba? Sentado allá, en su mesa, la del fondo, junto a los baños. Doblado sobre el vaso de caña, en silencio. Desde que el bar abría, hasta que cerraba. El viejo loco del pueblo, mantenido un poco por todos. Mi vieja siempre me mandaba algo que nos hubiera quedado del almuerzo. Entre todos le pagaban las bebidas. Él se dejaba invitar, alzaba la copa y sonreía con su boca desdentada en señal de agradecimiento.

Entonces la historia esa que me contaron, de un Isaías anterior –que hablaba sin parar como una radio descompuesta–, la historia que me contó el bar esa tarde era, como las rondas de ginebra, como el tabaco negro, una forma de abrirme las puertas del mundo de ellos. Quería decir algo. Algo que cambiaba para mí a partir de esa tarde.

Me pregunto –ahora que ya no tengo veinte años, ni tampoco cuarenta ni cincuenta, ahora que al pueblo hace mucho que no llega el tren y el bar es esto que ves– qué querrá decir que hoy, tantos años después, vos vengas a preguntar. Qué irá a cambiar ahora, me pregunto.

Isaías

No sé cómo explicarles, es como un estado de sitio de Dios sin Dios. Una prisión en la que sos tu propio guardián. Y tu verdugo. Porque Dios explica. Dios nos dio las escrituras para que sepamos qué hacer y qué no. Después uno elige qué camino tomar. El recto o el del pecado. Pero Dios, su hijo y los apóstoles nos dieron una guía.

Esto, no.

Este viento oscuro que nadie sabe bien qué es ni qué forma tiene, no explica nada. No hay advertencia. Sólo hechos. Tuvimos que descifrarlo sin ayuda, solos, mientras veíamos a los nuestros desaparecer, puf, evaporarse como un mal sueño a la llegada del alba. No quisieron aceptarlo los fanáticos religiosos y así les fue. Salieron a predicar, creían que era el poder de Dios. Pero, no, no, no, no. No es eso. Lo supimos. Es algo más grande y más terrible. Los predicadores, los curas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no pudieron salvarnos. Puf, desaparecieron con sus palabras y sus Biblias y con ellos nuestra anteúltima esperanza. Para que todos supiéramos.

Y lo más jodido es que nos pasaba sólo allá. Estábamos solos y sitiados en un mundo incomprensible y hostil. Lo supe muy pronto, cuando volví al tren. Fuera de la Ciudad, nada. Lo supimos todos los que salíamos. En el hall de la terminal del Retiro nos juntábamos todos –los choferes de los micros, los motormen, los acompañantes, los de depósito– a contarnos historias de afuera. En ese momento éramos libres.

Lo que contó el hall

En todos los pueblos que paré la vida sigue igual. Nadie sabe de nosotros. ¿En todos? En la costa, sí. Yo estuve en Colonia y gente puede ir al almacén y a los bailes. En todos lados. Piensan que exagero cuando les digo. En Santamaría estuve en un cabaret. La gente reía y bebía como si nada. Nadie oyó hablar. En Cruz Rota vi un partido de fútbol y las tribunas estaban llenas. Intenté contar pero nadie me creyó. Ganó Laffayette dos a cero. En el San Salvador también, eh, yo estuve. Y en el Rosario. Pensé en quedarme allá, pero cómo hago con la doña. Igual este castigo no puede durar. Hay que aguantar un poco. No sé, llevamos meses y la condena sigue. Mis hijos están aburridos todo el día metidos en casa. El próximo viaje les digo que me acompañen. ¿Sos loco?, van a desaparecer. Pero si me están acompañando a mí. No, no, no funciona así. Dejate de joder, nadie sabe cómo funciona. Somos Gomorra y nadie sabe. El próximo tren es el mío. Qué suerte, yo salgo a las cuatro recién. Por fin, salir de acá. Sí, esta noche estás tomando una cerveza en cualquier lado. Ni me lo digas, no puedo esperar.

Ángela – apuntes

La historia es, como lo fue desde el comienzo, el relato del relato de un relato. No encuentro más que estos rumores en un pueblo perdido. Nada que la confirme. Nada que la niegue. Como si, autofagocitante, la historia de las personas que desaparecían en una ciudad innominada hubiera desaparecido también y apenas quedara su sombra, el viento oscuro de una anécdota escuchada en una fiesta, del titular de un diario de páginas amarillentas y quebradizas, del confuso murmullo de lo que el Gringo me cuenta que hace mucho le refirieron en este bar los que años atrás oyeron el pedido de auxilio y los repetitivos balbuceos de un motorman enloquecido y alcohólico hasta el día en que, él también, desapareció.

Isaías

No se pueden imaginar lo que es una condena que no se anuncia. ¿Dónde van los que se desmaterializaron frente a nuestros ojos? ¿Cuándo va a terminar lo que nadie sabe cómo empezó? ¿Dónde fue Martín? ¿Dónde, por Dios, dónde lo llevaron? ¿Y quiénes?

El primero que se escapó fue hace un par de semanas. Un chofer del 728 se quedó en el final de su recorrido, del otro lado del puerto, en las afueras de la Ciudad, como yo hoy acá, y no le pasó nada. Llamó por teléfono a la casa de un vecino de su hermano. Pensó que el bondi era un salvoconducto. Que se lo tomara, le mandó a decir, que lo esperaba allá. Pero en cuanto el hermano lo intentó, puf. El humo negro, sea lo que sea, lo dejó llegar a la parada, lo dejó esperar el próximo 728, lo dejó levantar el brazo para pararlo pero cuando se agarró del estribo para subir lo envolvió y no hubo más. El chofer que manejaba ese 728 tampoco volvió. Se quedó del otro lado del río. Nos enteramos por la radio. Ni se te ocurra, me dijo mi mujer, cuando escuchamos la noticia en la Spica.

El Heraldo, 4 de octubre de 1949

… en un comunicado las autoridades de la empresa Ferrocarril Nacional General Paz anunciaron ayer que, en un hecho que está siendo investigado, una formación de esa línea ferrea fue abandonada en la estación de San Gerónimo, Provincia de Santa Ana, sin que se conozca, hasta el momento las razones del abandono. El conductor, del que no trascendió la identidad, sería oriundo de una ciudad en la que (ver nota en pag. 23) se viene denunciando una pronunciada merma en la población desde …

Isaías

Y la última esperanza tampoco funcionó. Nada. Yo lo vi con mis propios ojos. Fue frente a casa. Para que todos supiéramos. Un muchacho escribió con una brocha gruesa: DE CASA AL TRABAJO Y DEL TR. Puf. Quedó así, incompleta. Para que todos supiéramos. DEL TR. Para que todos nos convenciéramos de una buena vez de que así como Dios no podía salvarnos, tampoco podía el General. Creo que esa pintada me terminó de decidir –aunque no lo supe en ese momento, aunque lo haya entendido recién esta tarde mientras vomitaba en el baño de la estación– si él no puede salvarnos, ¿quién lo va a hacer?

No saben lo que es. La cabeza construye una carretera entre la nada y ninguna parte. Ninguno de ustedes puede saber lo que es vivir eso. No saben. Yo sí. Les juro por esta. Se los cuento para que entiendan. Es como les digo. Me tienen que creer. Puf. Y adiós. No estás más. ¿Qué podía hacer? Salí y volví muchas veces. Todo sigue igual. No podía traerlos y la Ciudad está condenada.

Gringo

Unos días después, cuando estuvieron seguros de que don Isaías ya era parte del pasado del pueblo, el viejo Abel lo mandó al Marcial a levantar las pocas cosas que había dejado en su habitación y yo lo acompañé. No había mucho. Botellas vacías, unas alpargatas, dos camiseta, dos camisas, algo de ropa interior, una campera azul. Entre sus papeles el carnet del ferrocarril, la liberta cívica y una foto familiar. Sobre la mesa de luz, un vaso y una radio Spica.

Quedatela, canario, me dijo el Marcial.

Yo me la llevé a casa y traté de sintonizar las noticias. Pero aunque recorriera el dial con mucho cuidado sólo encontraba interferencias, fragmentos de señales que se perdían en estática, ruido. Unos días después la tiré. Y no volví a pensar en eso.