Félix Bruzzone: “Los Topos es un testimonio enrarecido”

Por Leandro Alba

A diez años de la publicación de Los Topos, una novela cuyo personaje principal es un hijo de desaparecidos, Leandro Alba entrevistó a su autor, Félix Bruzzone, también hijo de desaparecidos, quien reflexiona sobre los cruces entre biografía y memoria, literatura y dictadura.

¿Cómo escribir cuando falta un pedazo de la historia? ¿Qué pasa cuando llenar ese vacío se transforma en un procedimiento? ¿Cuál es el resultado de negar el pasado? Al respecto, Félix Bruzzone deja algunas propuestas. Propuestas de lecturas. Y las lecturas, como se sabrá, son tan aplicables a los libros, bellos artefactos, como a distintas formas de relatos construcciones discursivas y también a la política. “Cambiando un par de secuencias y puntos de quiebre, Los Topos se puede leer como una forma de contar mi vida. Mi vida no es la del personaje, pero podría serla”, reflexiona.

Argentina. 2010. Avanzan los juicios por crímenes de lesa humanidad. El Nunca Más, además de consigna, es política de Estado. El Estado participa en las querellas. Querellas empujadas por HIJOS, Abuelas y Madres. Madres y Abuelas que hace años dejaron de ser viejas locas. Ahora, 2010, los que las tildaban así han quedado en offside, aunque es cuestión de tiempo, cinco o seis años, para que vuelvan a acomodarse. Pero todavía falta. Mientras, en 2010, se publica Los Topos. La primera novela de Félix Bruzzone, por la Random House. La novela descoloca. No se puede clasificar. No es el habitual relato de la época. El argumento rompe con el canon, pero se para sobre una estructura sólida: sobre un clima de época favorable en el terreno de lo discursivo en materia de DD.HH. Había que recorrer otras profundidades para que la intertextualidad no se convierta en eco. Félix lo entiende y se tira de cabeza en esa dirección, con un libro al que define como experimental.

El personaje principal es un hijo de desaparecidos. Su abuela busca otro nieto, un hermano del protagonista que habría nacido en la ESMA. Por eso, se mudan cerca del ex centro clandestino de detención. Después, camina de cerca la militancia en HIJOS. Pero llega por otros motivos. Se enamora de una travesti que desaparece. La busca. Deja lo poco que no perdió, por distintas circunstancias, para viajar. Se muda al Sur. Quiere vengarse. Termina siendo víctima. Se opera, cambia su cuerpo, se pone tetas. Vive con la persona a la que antes quería matar. Fin.

-2018. Diez años después de la publicación. A la distancia, puede decirse que el libro escapa de la solemnidad de otros textos que abordan la época. Y escapa, también, a determinados puntos de vista que parecen volver. Esa diferencia, pude tener detractores por encontrar en los otros elementos en común una especie de género sobre cómo tratar ciertos problemas. ¿Te preocupó que el libro pueda despertar la crítica por un tratamiento, por decirlo de alguna forma, menos convencional de la memoria?

-Calculo que el cuestionamiento existe. Pero no me paró para nada, porque no era tan consiente de lo que estaba haciendo. Es decir, era una novela experimental. Y, como cualquier experimento, podía salir mal. Entiendo que viene a mover un montón de cosas. Pero también esto está avalado por la propia solidez que volvió durante el primer kirchnerismo, como, por ejemplo, el reinicio de los juicios.

-Un contexto con otro sistema de valores.

-Hubo toda una serie de temas que llegaron para ocupar la agenda, una base contundente: porque cualquier militante de DD.HH, con conocimiento de la Historia, muy rápidamente puede dar una mirada del problema con gran lucidez. Y con todas esas voces, con un tema que estaba en la escuela, en los diarios, con todo eso bastante hablado, de algún modo, se permite que uno se mueva en los márgenes, con las pesadillas y las zonas más inconscientes.

-Inclusive hay otras experiencias…

-Estaba Bombita Rodríguez que se permitía desarmar esa idea de los héroes jóvenes militantes revolucionarios y los introducía en un universo mucho mayor. En el universo de la música, de la televisión, y los movía más cerca de los 60. Pero venían de esa juventud: habían sido felices en los 60 y en los 70 quisieron hacer la revolución.

Lamentablemente, les fue mal. Bombita tocaba otros temas, también. Porque no sólo se pensaba en la revolución. Había otras cosas, como la moda. De hecho, para la mayoría de la población la vida continuó, no es que, de un momento al otro, estaban todos escondidos y los militares mataban gente por la calle.

-¿Pretendías que el libro saliera a discutir alguna otra obra?

-No tenía mucha noción de con quién estaba discutiendo. Tenía alguna lectura hecha, pero no tenía un panorama completo. No es un libro que esté producido alrededor de algo. No hubo un estado de la cuestión, fue algo más bien intuitivo. Había algunos libros que habían llegado a mis manos que eran de principios de siglo, que tenían una carga muy testimonial, reflexiva, una visión filosófica sobre los años sententas. (Bruzzone hace referencia a La casa operativa, de Cristina Feijóo, que fue publicado en 2007 y que, además, fue finalista del premio Plantea, un año antes. El libro relata las tareas de un grupo guerrillero que sigue de cerca a un general del Ejército.)

-¿Querías despegarte de cierta literatura?

-Menciono ese libro porque es lo que yo no quería hacer. Si bien está bien hecho, y cuenta cosas impresionantes con personajes afectados por lo que pasó, tiene un abordaje solemne. Busca decir algo para siempre. Que está bien para alguien que tiene 60 años y busca ciertas explicaciones. Pero yo tenía menos de 30 y empezaba a escribir. Y esa otra cara reflexiva, que es la carga generacional de mis padres sobre la derrota, no la quería. Lo anterior era necesario, volver a explicar lo que sucedió. Pero, a la vez, era necesario ver qué otra cosa se podía hacer con todo aquello. Eso sí era una idea, pero no muy cimentada. Tenía algunas lecturas juguetonas con estos hechos de autores bastante gorilas, como Rodrigo Fresán que, respondiendo al paradigma de los noventa, donde valía todo, incluso con este tema que es denso y, en el imaginario, respetable, aún así, se habían atrevido a estos juegos. Pero de una forma casi estúpida, con un desapego total. En mi caso, el haber una biografía de por medio también está la parte testimonial: un testimonio sin datos.

-En el cuento «El ojo Silva», Roberto Bolaño se refiere a un personaje que “siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde”. “Pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”, completa. ¿Sucede algo similar con tu personaje? Porque niega muchas cuestiones de su identidad, pero termina siendo víctima, otra vez.

-Yo lo pensé como un personaje que va negando una serie de circunstancias desde un comienzo. Por ejemplo, nunca está conforme con que la abuela se vaya a vivir frente a la ESMA y a él no le importa. Lo mismo con su pareja, cuando lo arrastra a la militancia. Él, luego, termina siendo víctima, no se sabe bien de qué. Porque, en un momento, el Alemán (el personaje que lo secuestra) se da a entender que puedo haber tenido que ver con la represión, pero tampoco está confirmado porque es una hipótesis que hace el protagonista. Una hipótesis dentro de otras tantas que son dementes. Empieza a haber una construcción paranoica que lo lleva al desastre. Le di más importancia al relato. Pero, por momentos, yo sentía que el camino a la negación lo iba a llevar al desastre. Un poco, la lógica que me guiaba en ésa época era: negar mal. El personaje debería militar, debería hacer algo para saber qué pasó con sus padres o lo que fuera, para que no se repita. Y de ahí se desprende lo que pueda suceder si no se hace eso. Si la sociedad no lo hace le va mal, termina sometida a un alemán que hace estragos. Ahí estaba el juego, por un lado retratar a los que de algún modo negamos o llegamos hasta donde pudimos. Eso pasaba en los cuentos de 76 (Editorial Tamarisco) que llegaban a un lugar y luego volvían, que miraban hacia el futuro y lo veían oscuro, pero porque no se permitían ir a fondo con el pasado. Por un lado es muy promisorio, pero por otro es oscuro. Así se juega todo el tiempo. Las dos lecturas son posibles, porque mucha gente ha leído esta novela como algo del futuro, que busca olvidar el pasado y que hasta pudo ser incómodo porque lo dijo un hijo de desaparecidos. También está la lectura que plantea las consecuencias de la negación. Pero pasan las dos cosas, porque el protagonista termina en una situación bastante espantosa pero convencido de que es lo mejor posible para él: reconstruir a su familia.

-En lo que respecta al libro, se observa la repetición de algunos conceptos como “construcción”, “ocupación” y “búsqueda”. Todos ellos desde el plano argumental. De alguna manera, parecen estar minando en campo semántico del signo de identidad. ¿Es así?

-Hay una construcción y destrucción constante. La pregunta es cuándo empieza una y cuándo la otra. Es algo ambivalente, un camino con ripio: con engaños en el medio. Es a ciegas, porque el personaje da cosas por ciertas pero el lector rápidamente se da cuenta que esto es parte de una construcción, justamente, imaginaria de él. Lo que sí hay es una necesidad de esa construcción. Después, esa construcción no se da. O se da de un modo muy deforme. Ese es el recorrido que hace la novela. Una búsqueda que nunca se va a encontrar. Y que, a la vez, sí se encuentra.

-Mariano, un joven que el protagonista conoce, que quiere finalizar una casa, la casa del mismo protagonista y un hotel en Bariloche. Todo en construcción. Todo puedo ser. ¿Por qué vuelve ese elemento?

-Lo que pasa es que intervienen en la construcción otros personajes que también están tratando de construir. Pero necesitan construir otra cosa. Los albañiles que le ocupan la casa, por ejemplo, también quieren tener su casa. Está bien, se la roban al personaje pero eso no está ni bien ni mal, es lo que necesitan. Y el amigo, Mariano, que no tiene a los padres desaparecidos pero también tiene una historia tremenda, se van a Bariloche a hacer un hotel y ahí son muchos mas. Todos haciendo algo para otro que no se sabe quién es. Y se complejiza ese planteo de qué se está haciendo.

El personaje, además de plantear líneas que son producto de su locura y seguir por ese camino se abre. Se deriva y se abre, porque hay muchas historias metidas, incluso la del Alemán que tiene una familia a la cual engaña y luego tiene otra con el protagonista. Intervienen un montón de sujetos. Eso de algún modo descoloca en problema dentro de una realidad que es mucho más amplia. Y ya no es solamente un vamos a dar la vuelta a la plaza para reclamar. Es todo un conjunto de cosas.

En ese sentido, los libros de Laura Alcoba me gustan bastante pero ella se cierra bastante en su historia. De hecho, es su propia historia. Es su propia historia ficcionaliazada y hecha a partir de un lugar íntimo, buscando olvidar. El prologo a La Casa de los Conejos esto es clarísimo, porque se pregunta cuándo tendremos derecho a olvidar. Bueno, no es nuestra historia, es su historia. Es la historia de esa niña que tiene que sobrevivir y salir adelante. Y todos los demás sujetos, no los que están directamente afectados, digo, dónde están. Cuál es el problema que tenemos que los traumas de la dictadura nos dirigen. Bueno, éste sujeto de Los Topos está tironeado por eso pero, a la vez, le suceden otras cosas.

-“Mientras volvía me sentí un intruso en la vida de todos. Algo parecido me había pasado siendo vagabundo, albañil, repostero, todas las ocupaciones que pude llevar adelante pero que en realidad habían sido casilleros de una grilla administrativa, algo que nunca es del todo fiel a la verdad. De hecho, nunca tuve oportunidad de completar en forma correcta la parte de los formularios donde dice padres, ocupación de los padres y todo eso porque siempre está la opción “fallecido” pero nunca la opción «desaparecido»”. Así dice tu personaje. Palabras que son tuyas, vos las escribiste, y que bien pueden ser tuyas, otra vez, en otro contexto.

-Eso sucede todo el tiempo. El realismo para mí es poner cosas literales de mi propia vida. Se puede leer como una forma de contar mi vida, tranquilamente. Cambiando un par de secuencias y puntos de quiebre, o sea, mi vida no es la del personaje, pero podría ser. De algún modo, entran algunos problemas que tuve. Es testimonial, Los Topos es un testimonio enrarecido y también personal. De algún modo, es una memoria que no fue. Una memoria ficcional.

-En una entrevista en Libroteca, del Canal de la Ciudad, Carlos Gamerro planteó que, de algún modo, la generación que está vinculada a los hijos de los desaparecidos, en términos de posibilidades literarias, le despierta cierta envidia. “Yo leía Los Topos de Bruzzone y decía esto es lo que yo hubiera podido escribir en mi momento… al ser hijo de desaparecidos por un lado podes decir sobre eso, sobre la militancia, sobre la generación de los padres, las políticas de DD.HH., o las agrupaciones, lo que se te ocurra. Pero yo no tenía esa motivación, porque hay una motivación de salirse de ciertas etiquetas y roles que la sociedad espera de uno”. ¿Cuántas puertas te abrió ese desapego generacional?

-Uno puede escribir lo que le pasa. Y dentro de lo que le pasa, y esto lo dice Gamerro, está lo que uno ve de los otros que lo interpela. Es decir, uno puede escribir cualquier historia, pero tiene que estar atravesada por el cuerpo de uno. Yo no sé si para una persona que estuvo torturada o presa le puede pasar por el cuerpo una historia así (Los Topos), donde los problemas son otros. Los problemas son lo que no le pasó al personaje y lo que no sabe: el problema es no saber. Los que fueron torturados saben mucho. De hecho, creo que saben tanto que no lo dicen. Es decir, sí, dan testimonio, pero hasta dónde ese testimonio es completo. Son experiencias demasiado duras para que uno tan livianamente salga a decir cualquier cosa, porque involucra a otra gente. Es muy difícil el testimonio de los setenta. Ni hablar del lado de los victimarios, que hablan y van presos.

En cambio, acá la experiencia es otra cosa. Acá, lo que está es lo que no se sabe, lo que nunca se va a saber. El problema es otro. Y, entonces, en ese no saber, se dispara cualquier cosa. Esa es la chispa. Entonces, al no saber, lo relleno con otra cosa. Como no sé dónde está mi hermano pongo en ese lugar travestis. Pongo travestis a ver qué pasa. O un perro, o un duende. El tema es llenarlo.