Ficciones políticas: maquinarias, hologramas y vampiros
Juan Mattio, con ayuda de Walter Benjamin, Fredric Jameson y otros amigos, se puso a pensar sobre ficciones políticas -las históricas y aquellas que nos rodean cotidianamente, del Trauerspiel o Hamlet a Mauricio Macri y las intrigas judiciales-, su campo de representación y los poderes sociales que las hacen funcionar, casi siempre invisibilizados y ocultos tras bambalinas. Una percepción alienada de la realpolitik nos quiere convencer de que lo importante son las elecciones, las intrigas palaciegas y la rosca, pero una literatura que compromete sus formas -en este caso dos novelas de Ricardo Romero- puede ayudarnos a desmantelar estos mecanismos para percibir la raíz artificial y provisoria de estas construcciones e imaginar que la política puede ser algo más que un desfile interminable de muertos proyectado por una maquinaria fantasmal.
Cero – Las ficciones políticas
De House of Cards a El Padrino, de Games of Thrones a El rey león, el problema que representan estas ficciones es el de la sucesión. Las tramas, con pequeñas variaciones, construyen el camino del héroe como el trayecto de una posición subordinada a la posición central del poder. ¿Es esto la política?
La tragedia de El Padrino inicia con el atentado contra Vito Corleone, jefe de la mafia, que activa dos dispositivos simultáneos: la venganza y el conflicto de la sucesión. La trama gira, a su vez, en torno a dos de sus hijos, los posibles herederos. Sonny, el que está destinado a tomar su posición, se ciega por la venganza –hybris, en términos griegos clásicos- y es asesinado. Mike, que era el encargado de transformar el capital económico de la familia en capital simbólico, viviendo en un marco de legalidad y acumulando prestigio (su padre le dice, en algún momento, que lo había imaginado senador o juez), termina convertido en jefe de la mafia. Mike se convierte en su padre.
Esta estructura tiene contacto con la tragedia renacentista. El héroe, para tomar su lugar, debe convertirse en otro. Dice Carlos Gamerro en el estudio preliminar a Hamlet: “El vengador, lejos de convertirse en un agente de reparación o justicia, prolonga la cadena criminal infligiendo a otros lo que ha sufrido y poniéndolos en la misma obligación moral en que se ha colocado él mismo”. La cadena de sucesiones se extiende pero la estructura permanece.
¿De qué herramientas se vale Mike -que no tenía Sonny- para ocupar el puesto que su padre deja vacante y restablecer un equilibrio donde su familia sea la que controla el circuito de poder que incluye otros clanes? Creo posible establecer que Mike -como todos los hombres de negocios- es un diseñador. Voy a valerme de las reflexiones de Benedict Singleton -él mismo un diseñador que vive en Londres y dirige un estudio de arquitectura para el Royal College of Art- en su ensayo Maximum Jailbreak. Singleton plantea la relación entre trampa y diseño y piensa que “el constructor de trampas es un técnico del instinto y el apetito, que determina las trayectorias ya en juego en el ambiente y las desvía hacia nuevas direcciones”.
Es Mike Corleone, entonces, un diseñador de trampas que manipula su entorno para recuperar la energía del poder que la ausencia de su padre -no muerto, pero sí herido y fuera de juego- ha fugado en todas direcciones. Identificar a los traidores, reconocer a los instigadores, vengarse, salir ileso, volver a los negocios. Toda la serie de acciones necesitan de una habilidad central: la astucia.
Singleton reflexiona: “Esta forma de destreza [craft], que se funde con la maña [craftiness] (y comprende la conexión histórica entre las dos palabras en inglés), une el diseño con la operación de intrigas cortesanas, las temerarias estratagemas militares y las iniciativas de éxito empresarial: todos ejemplos de navegación en ambientes ambiguos y cambiantes, en los que se demuestra la habilidad de extraer efectos extraordinarios de materiales anodinos mediante estrategias oblicuas y acción cronometrada con precisión, que permiten a los débiles vencer a los físicamente más fuertes”.
Las figuras de Mike y Hamlet están unidas por la dinámica del poder. Jóvenes herederos, deben aprender a manipular los hilos bajo la sombra de sus padres -grandes, enormes titiriteros- y diseñar las trampas -que son, ni más ni menos que argumentos- necesarias para retener o recuperar la posición central.
Uno – El Trauerspiel o la política como maquinación
La estética realista -válida para la historia del arte- tiene sus territorios de contacto con la historia social y política. En definitiva, las relaciones de representación no conciernen solo a la literatura o al arte. Cuando leemos en el preámbulo de la Constitución Nacional que “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades” (y ya Abelardo Castillo hizo notar el lapsus que supone la construcción negativa de la oración: ¿por qué no decir que el pueblo gobierna a través de sus representantes?) se nos ilumina esa zona de contacto entre ficción y política que podríamos denominar zona de representación.
Cuando Walter Benjamin publica su ensayo Origen del Trauerspiel, en 1928, parece estar trabajando sobre esta área común. El punto de partida es la hipótesis de que en las representaciones artísticas (de las maquinaciones políticas) del Trauerspiel subyace un imaginario político que la sociedad discute a través de -es decir, mediado por- ciertas formas artísticas. Para Benjamin el mejor lugar para rastrear este sedimento son las poéticas o los manuales que los propios poetas elaboran para codificar el género de la tragedia barroca. Ahí, a mitad de camino entre la teoría estética y la ejecución artística, se encuentran los elementos más nítidos de asociación entre la esfera de la representación -virtual- y la esfera histórica -real-.
En el Trauerspiel el héroe -al igual que en la tragedia antigua- es el rey. No están permitidos los personajes de estamentos sociales más bajos ni tampoco la intervención divina. La tragedia barroca quiere indagar sobre las virtudes y los vicios del rey que es, a un tiempo, una criatura entre criaturas y un eje que organiza la vida de las criaturas. Benjamin dice: “El soberano representa la historia. Sostiene el acontecer histórico en la mano, como un cetro”. Acá también el problema que representa es el de la sucesión. No es posible que haya dos soberanos -de ahí que la imagen preferida para comparar al príncipe sea el sol, ya que ningún cielo soporta dos soles- y es ese el conflicto que se repite hasta agotar la tragedia barroca.
Dentro de ese marco hay dos posiciones para el rey: tirano o mártir. Porque “la posición sublime del emperador” se encuentra todo el tiempo en tensión con la “infame impotencia de sus actos”, abriendo la pregunta de si estamos frente a uno u otro. El gobernante debe enfrentar un estado de excepción -siempre generado por y en la historia- para volver la situación al cauce de las leyes naturales -que es, claro, un continuum ahistórico-. Mártir o tirano, la norma de la soberanía se mantiene intacta. No se destruye “ni siquiera a través de la más aterradora degeneración del personaje del príncipe”, dice Benjamin.
De este modo, la historia universal se representa como un enorme Trauerpsiel. Y aunque el sistema de poder puede desequilibrarse por un momento, generando una crisis, pronto el gobernante o su sucesor devuelven la vida a su común estancamiento. El único espectáculo -conflicto- posible es aquél que se construye en las maquinarias palaciegas, tanto para intentar tomar el poder como para retenerlo. Benjamin lo dice de este modo: “En la medida en que se sumía en los detalles, no hacía sino seguir minuciosamente, en el sentido de un procedimiento microscópico, el cálculo implícito de la intriga. El drama del Barroco no conoce la actividad histórica sino como industria depravada de maquinadores”.
Es entonces donde se revela la precisión etimológica del Trauerspiel: se trata de un “desfile funerario” donde se suceden los papas, los reyes y los príncipes pero el poder queda intacto porque en la sucesión no hay historicidad. Podríamos decir que hay cambio pero no transformación. El tiempo histórico en el Trauerspiel es, dice Fredric Jameson al leer a Benjamín, espacial y toma el escenario -la corte- como su materialización privilegiada.
En nuestros días la percepción enajenada de la realpolitik propone algo similar. Los presidentes y los gobiernos se suceden pero el mecanismo del poder permanece inmóvil ante nuestra mirada, no se ve -no aparece- la fuerza histórica que lo anima. Es, precisamente, un desfile funerario. Allá la corte, acá la Casa Rosada, el Congreso, el Poder Judicial. Esta percepción enajenada se presenta como una dimensión dominada por la intriga, los golpes palaciegos, la rosca. Sus actores son -como Mike Corleone- diseñadores de trampas que capturan los apetitos y las pasiones que están en el ambiente para reconducirlos con micro estrategias y astucia.
Al ligar el poder a la idea de destino, no queda más que pensar que son la ira, la venganza y la traición las que rigen el sistema político. Y son los diseñadores quienes se sirven de esas pasiones para su propio provecho. Las figuras del traidor y del mártir -con toda su fuerza trágica- reemplazan el análisis de la correlación de fuerzas entre las clases sociales. Una vez que se vuelve invisible la lucha de clases como motor histórico -una vez que, en palabras de Jameson, el “tiempo histórico es mera sucesión sin desarrollo”- sólo nos queda percibir su apariencia: complot y propaganda.
En palabras del príncipe Hamlet esta sucesión interminable significa que “el cuerpo está con el rey, pero el rey no está con el cuerpo”. No importa quién ocupe la función, importa que la función permanezca. Por eso las fuerzas políticas conservadoras -que saben que el problema está en la función, es decir, en el sistema y no en los candidatos- construyen una praxis que ataca a los personajes particulares pero no a la lógica interna de la sucesión. Esa praxis puede dañar al representante pero siempre cuidando que se reproduzcan las condiciones de producción del desfile funerario. A rey muerto, rey puesto. Después de él vendrán otros pero siempre con la política como ajena a la Historia.
Dos – El holograma como imagen descontextualizada
Me propongo partir de una definición de holograma que permita situarlo como una imagen descontextualizada. En este sentido sería una versión profunda de la fotografía que captura la imagen -luz que se fija en el papel- y logra trasladarla. El holograma permite portar la imagen en sus tres dimensiones originales y, por eso, su fin parece ser el aumento del realismo (si entendemos el realismo como un efecto a causa de ciertos procedimientos técnicos que van desde el uso de la primera persona del singular en la literatura hasta los efectos especiales en el cine). En una progresión histórica podríamos decir que la fotografía -en tanto imagen plana fija- trajo el cine -imagen plana en movimiento- y que éste, a su vez, es el antecedente del holograma -imagen tridimensional en movimiento o no-.
En la historia de la holografía confluyen Dennis Gabor, un ingeniero húngaro que emigró a Inglaterra (en 1971 obtendrá el Premio Nobel por el descubrimiento de la técnica holográfica), un científico soviético llamado Yuri Denisyuk, que trabajaba para el Instituto Científico Estatal de Leningrado, y Emmett Leiyh, un hombre de la Universidad de Michigan que desarrollaba proyectos para el ejército de los Estados Unidos. Todo un plano geopolítico en juego.
La pregunta de la que partió Gabor fue: ¿por qué no tomar una mala imagen electrónica, pero que contenga la información total, reconstruir la onda y corregirla por métodos ópticos? La concreción de este proyecto fue bautizada como “holograma” porque la palabra griega holos le permitiría trabajar sobre la idea de un registro total de la información (amplitud y fase) de la onda del objeto. En cualquier caso, hablamos de una imagen que es registrada íntegra en un lugar -en un contexto- y luego reconstruida en otro.
Se advierte, entonces, que la técnica del holograma funciona también en la política cuando vemos una serie de movimientos que parecen reales y en verdad se encuentran recortados de su tiempo y de su espacio. Al encenderse los mecanismos que hacen funcionar las elecciones, los partidos políticos y sus figuras son el material de un relato social que circula en medios masivos, redes sociales, conversaciones cotidianas. Son imágenes holográficas en el sentido de que están desprovistas de contexto. La energía real que las anima sólo podría explicarse a través de la lucha de clases y de la puja interna de facciones de las clases dominantes.
¿Qué matriz de acumulación proponen? ¿A qué sector del capital representan? ¿De qué tipo de alianzas están hechos? Esas son las preguntas que podrían redirigirnos hacia el lugar donde la luz fue capturada, aislada y encerrada en una placa para su reconstrucción en otros escenarios. En cambio, las reglas que rigen nuestra percepción de la narración política nos llevan a otro tipo de relato: pases de un partido a otro, acuerdos entre gallos y medianoche, operaciones de prensa, encuestas, asesores de imagen, carpetazos judiciales. Eso es lo que, a simple vista, parece definir la victoria o la derrota.
Como dijimos, en el sistema de géneros clásico que retoma el Trauerspiel la tragedia no puede representar a la gente común. Sólo reyes, príncipes y nobles. Personajes siempre alejados de su propia vida cotidiana -gente que no duerme, no come, no tiene dolores de cabeza- porque de esa manera se accede al plano de lo arquetípico y lo simbólico. Sus vidas estaban ahí para entender las consecuencias de una pasión: la avaricia, el rencor, la lujuria o el odio. Por otro lado, la comedia fue el género destinado a representar la vida del pueblo. Con su fuerza vulgar y plebeya, podía asumir la narración de los eventos que corresponden a la esfera terrenal, al mundo de todos los días. Fue posible, entonces, ver en escena a un campesino o un maestro haciendo lo que hacían todos los días. Pero tenían que dar risa.
En el régimen de un relato está su ideología. Y percibir al sistema político -las elecciones, los candidatos- como una tragedia donde lo que importa es la sucesión trae como consecuencia actuar esa lectura. ¿Dónde y cómo aparecen los trabajadores en esa narración? ¿Dónde sus instituciones, dónde sus representantes, dónde sus intereses?
Volvamos a Hamlet: los candidatos están con el sistema político, pero el sistema político no está con los candidatos. Los sobrevive, los contiene y hasta se podría decir que los domina. Importa entonces empezar a percibir las fuerzas reales que lo animan y abandonar una percepción enajenada que sólo aspira a intercalar en la sucesión a héroes de pasiones más justas -los mártires- que se enfrentan a adversarios de pasiones injustas -los tiranos-.
Este desplazamiento es, en sí mismo, una imagen holográfica que le quita al candidato su densidad histórica y lo presenta como producto de sus propias fuerzas y de su propia astucia. Es el diseñador de trampas Francis Underwood saludando a su colega Mauricio Macri en Twitter. Lo que esa escena muestra no es una ficción que salta el cerco y entra a la realidad, sino el carácter de simbólico y arquetípico -en diferentes escalas- en el que se inscriben tanto House of Cards como la política argentina. Estamos en la zona de representación donde el holograma que es Underwood se conecta -por un procedimiento excepcional- con el holograma que es Macri.
Lo peligroso no es reconocer la existencia de esa máquina que llamamos realpolitick -capaz de registrar imágenes y trasladarlas a los escenarios de la esfera pública como las redes o los medios- sino aceptar que su lógica instituya la creencia de que esa es la única forma que puede adquirir la práctica política: un desfile interminable de muertos proyectado por una maquinaria fantasmal.
Tres – El rapto del significante político
Me interesa ahora pensar cómo la literatura contemporánea puede reflexionar sobre este tema. Creo que dos novelas de Ricardo Romero –La habitación del Presidente y El conserje y la eternidad– pueden darme una serie de claves para volver a enlazar, esta vez en clave de extrañamiento, la política, la tecnología y la literatura.
El procedimiento que utiliza Romero podría definirse como el rapto -como el del malón a la cautiva- de un significante del discurso político para llevarlo a los confines de la ficción. En La habitación del Presidente propone un pueblo donde todos sus habitantes preparan en sus casas una habitación por si los visita el presidente. Es una tradición pero también es una proximidad latente. De hecho, el narrador-niño de la novela conoce a un chico en su escuela que fue visitado por el gobernante, y su familia, desde entonces, ya no fue la misma.
Creo que Romero comprende la condición fantasmal de la política y se sirve de ella para recortar el fantasma y trasladarlo. Así cómo aparece distorsionada la imagen del candidato cuando se presenta en la televisión porque está fuera de su contexto (¿qué es, sino un fantasma técnico, el holograma?), acá es el significante el que se vuelve holográfico y es proyectado -como un inmenso campo semántico que absorbe toda ambigüedad- hacia el pequeño territorio de los mundos imaginarios del autor.
La novela invierte el procedimiento de la política. La figura presidencial -con la fuerza que tuvo bajo los gobiernos kirchneristas- se descontextualiza adrede para mostrarse en su dimensión impersonal, anónima y virtual. Es el contorno lo que aparece sin ninguna historia nacional, sin ningún conflicto de clase, sin tejido social. El presidente es un hombre al que le gusta dormir, de vez en cuando, en casa ajena. No importa que lo hayan votado (porque no es este presidente sino el presidente). Ni siquiera está en juego la demagogia o el populismo porque, al presidente, le gusta llegar de noche, sin que nadie lo note, y simplemente acostarse a descansar. El presidente, en la novela de Romero, no gobierna ni bien ni mal. Es, ante todo, un fantasma nocturno que recorre habitaciones que la gente prepara para él. ¿Qué le gustará encontrar? ¿Ponemos lavanda? ¿Tendrá hambre? ¿Dejamos libros, whisky, un arma?
Aquí se dilapida el sentido para desnudar la función. El rey ya no se llama Claudio, ni Duncan, ni Lear. Es El Rey, que se pasea aturdido por un mundo virtual en el que apenas encaja. La literatura, así, logra desmontar el mecanismo holográfico y poner en nuestras manos las partes sueltas que solían hacer funcionar la máquina.
Un mecanismo similar se pone a funcionar en El conserje y la eternidad. Pero acá no es un significante el que se rapta sino un contexto. Las tres fechas indicadas en el libro -1955, 1982 y 2001- funcionan como indicadores de un sentido histórico que, sin embargo, no se termina de conectar a la historia del Conserje más que en sus bordes. Un vampiro vive sus contingencias cerca de Plaza de Mayo, es decir, vive en un territorio contiguo a la Historia Argentina. ¿Es esa proximidad la que permite que tres números de cuatro cifras -1955, 1982, 2001- se transformen en fantasmas? ¿Cuál es el monstruo en la historia de Romero? ¿El vampiro o la Historia?
En cualquier caso estamos otra vez frente a la presencia del holograma. Las fechas fueron capturadas en el espacio social del desarrollo histórico para ser trasladadas y puestas en funcionamiento en los confines de la ficción literaria. Ese enrarecimiento, creo, es una de las reflexiones más importantes de la narrativa contemporánea argentina sobre la articulación entre campo literario y campo político.
Una literatura que comprometiera sus temas intentaría representar eventos históricos. Pero una literatura capaz de comprometer su forma es la que desmantela mecanismos -formas políticas, formas sociales, etc.- para establecer su raíz artificial y provisoria. La literatura es capaz de pensar con los restos de la política -restos simbólicos que se dispersan en los relatos sociales- y por eso puede funcionar como interrupción del desfile funerario que muestran los medios masivos y los discursos oficiales. Quiero decir, entonces, que demostrar el carácter histórico del signo es una forma de desplegar fuerzas que lo interpelan y se le oponen.