Fuerza demencial

Por Kike Ferrari

Tras la muerte del cada vez más incómodo Ricardo Iorio, Kike Ferrari presenta para Sonámbula el cuento «Fuerza demencial», incluído en su volumen de relatos Territorios sin cartografiar (editorial Indómita luz), la puesta en acción de un recurso extremo para garantizar que el metal nacional se sostenga como «espacio de fraternidad de los de abajo» y no se transforme en una cueva de fachos.

.

Hace cuarenta años entró a mi vida, como una fuerza demencial, V8, ese organismo vivo hecho de sangre, rabia y acero que lideraba Ricardo Iorio. Ese sonido, esa furia, esa violenta y pura honestidad metálica le sirvió de puente a ese pibito que era entre Salgari y Marx y me acompaña hasta hoy.

Nunca me gustó, en cambio, Hermética, que tan importante fue para otros de mi generación. De una manera intuitiva creía escuchar en el final de Sepulcro Civil el huevo de la serpiente de aquello en lo que Iorio, y con él gran parte del metal argentino, se iba a convertir. Pero además había algo en el trash-cabeza y los chillidos de su cantante, que no me convocaba.

Distinto fue con Almafuerte. Es, acaso, la única expresión artística que me autocancelé. Y es que la sensibilidad musical de Iorio, su áspera expresividad me conmovía –me conmueve aún– como la de nadie de este lado del mundo, pero no podía permitirme escuchar al tipo que había transformado el metal en un nido de fachos. Y que después se había transformado el mismo en una caricatura, en un mal chiste.

Hoy llovieron los mensajes.

Muchos amigos me avisaban que él –nuestro primer héroe y nuestro peor enemigo, el artista de más violenta y pura honestidad metálica pero también el gendarme, el perro rabioso del sistema que nos había enseñado a odiar– había muerto anoche en este afuera-de-la-ficción que insistimos en llamar realidad.

Yo había fantaseado para él una muerte muy distinta en el relato que van a leer a continuación.

Mientras escribo esto pongo el vinilo de Luchando por el metal en el tercer surco para que suene Si puedes vencer al temor.

Me despido de Iorio, héroe y enemigo.

Quizá, pienso, quién sabe, en medio de la noche esté esperándonos.

 

 

Fuerza demencial

“You’re living in a time machine
And you can choose just who you are”
Ronnie James Dio

Yo no había vuelto a pensar en la Máquina.

En realidad no fue construida para eso pero, dijo Mario e hizo una pausa dramática de las que acostumbra a hacer.

Hacía un par de años que no nos veíamos. Yo no había vuelto a acordarme de él ni a pensar en la Máquina.

Después del pero y la pausa, siguió. Dijo: creo que a Felipe le hubiera gustado esta continuidad en la recuperación de formas posibles de rebelión y resistencia. Así que, dijo, por qué no.

Me vas a tener que explicar cómo funciona, contesté.

Es fácil, no te preocupes, traete unas birras mientras la voy a buscar.

Dale, dale.

Y así fue cómo llegó mi turno. Nuestro turno. Pero esto fue hace unos pocos días. Antes, cuando nos veíamos seguido, muchas veces lo había escuchado hablar de la Máquina. Nunca le di bola.

Gracias a mi amigo Felipe, repetía cada vez que se pasaba de escabio, estamos todos juntos. Decía con la Máquina recuperamos para nosotros, y con un gesto nos abarcaba, la idea del Reino de la Libertad.

Y ahora dónde está, preguntaba siempre alguien.

Guardada, cumplió su rol histórico y ahora descansa.

Unos le creían, otros no. Casi todos nos divertíamos con la sola posibilidad. Mario decía no. Le insistían. Usémosla. Proponían destinos. Objetivos. No, no, repetía él, ya fue.

A mí todo el asunto me resultaba una boludez. Como si alguien fuera a tener algo así y dejarlo juntando polvo en un placard.

Y no había vuelto a pensar en eso, te decía, hasta el otro día. Cayeron Gito y Emiliano a casa. Por lo del Grupo Interdisciplinario de Investigación del Metal Argentino. El Parricidio era el tema. Charlamos un rato, me grabaron.

El parricidio.

Quedó rebotando en mi cabeza.

El primer registro de crítica radical al sistema que yo tengo no es Marx, es V8, dije en la charla. Dije: uno nunca se despega de las identidades que lo forjaron de pibe.

Parricidio.

En un momento, dije, que yo relaciono con los principios de Hermética. Dije el nacionalismo, el chauvinismo, esa cosa de macho argento. Si no nos hubiéramos replegado, dije, quizá hubiera sido más fácil que fuera una identidad en tensión, en disputa.

Odracir, dije también, Ricardo al revés, todo lo que él no es.

Parricidio. Odracir.

 

Entonces me acordé de Mario. Y pensé en la Máquina. En lo que me había contado de la Máquina.

Fui a verlo y le expliqué. Si lo que él contaba era cierto, la necesitaba. La necesitábamos. Lo que él decía haber hecho yo quería hacerlo ahora: devolverle a algo su fuerza libertaria. Repetí lo que le había dicho a Gito y Emiliano: el primer registro de crítica radical al sistema que tengo –que muchos tenemos– no es Marx, son ellos.

Ahí fue cuando él, Mario, dijo en realidad no fue construida para eso pero.

Dijo pero. Dijo continuidad en la recuperación de formas posibles de rebelión y resistencia. Así que por qué no, dijo mientras en mi cabeza retumbaba una sola palabra.

Volví con las cervezas y él la conectó. Me explicó cómo y qué. Me contó lo que iba a sentir en el cuerpo y me dio unas recomendaciones.

Cuidate, dijo, yo la hice y sé que no es fácil. Parece que va a ser. Pero no es.

Más tarde, en casa, me senté en la computadora a investigar un poco. Primero boludeces. Racing estaba primero, el viernes le íbamos a ganar a Vélez con un gol de Da Silva. Diez días después se iba a desplomar la bolsa de Hong Kong. En los padrones de las elecciones del mes anterior había aparecido Robledo Puch y en profesión figuraba: asesino.

Después, lo importante: el dólar estaba a casi cuatro ₳ustrales. El 11 de octubre fue un domingo, no iba a tener dónde cambiar. Así que tuve que comprar unos billetes de coleccionista en Mercado Libre. Diez billetes, a veinte mangos cada uno. También estuve un rato tratando de encontrar dónde quedaba Taiwan. Al final le escribí un whatsapp a Esteban. Respuesta: por San Telmo, a unas cuadras de Cemento. Esa información no me alcanza, pensé, pero vos mismo me vas a llevar. Y escribí: gracias, abrazo. Enviar.

Vaquero. Borcegos. Mi gastada y grisácea remera de la suerte. Una vieja campera de cuero. El fierro.

No podía fallar. Yo sabía a qué hora Esteban, Tadeo y Dieguito Veocho me iban a pasar a buscar. Sabía también que yo iba a estar durmiendo. Que mi vieja les iba a decir eso y que los pibes no iban a insistir. Gracias, Mary, decile que nos vemos mañana. De ahí irían a Taiwan, seguro con el 168. A ver el último recital. Aunque nadie lo supiera todavía.

 

Sarmiento y Rawson. Esperé que alguien entrara al edificio y me mandé. Subí a la terraza. Ahí armé todo según las instrucciones de Mario.

Hubo, como él me había avisado que habría, un flash de luz, un estallido en mi pecho, un remolino inverso.

Estaba bastante mareado cuando volví a bajar a la calle. Los cambios eran notables. En el paredón de Rawson todavía la pintada –Pezón Debuta– que sería borrada años después. Todo había salido bien. Fui hasta lo de Miguel a comprar una Quilmes y me quedé en la vereda de enfrente. Esperando. La cerveza fría ayudo a que remitiera el mareo. El jetlag temporal, había dicho Mario.

Los pibes llegaron un rato después y todo funcionó según el guión. Timbre. 5° A. Hola. Mary, soy Esteban, ¿está tu hijo? Creo que duerme, a ver esperá… sí, duerme. Gracias, Mary, decile que nos vemos mañana. Listo, besos.

Pasaron por al lado mío sin verme. Los rostros jovencísimos. Cuando se hubieron alejado los empecé a seguir. Subieron al 168 y yo a un taxi. Bajaron una después de Independencia. Yo también. Caminamos hasta Taiwan separados por una cuadra de distancia. Era casi la una. En un rato arrancaría el show que me había perdido 31 años atrás.

Me mezclé entre los pibes que esperaban. Pero desentonaba. Era sin dudas el más viejo del lugar. Mucho más viejo que todos los demás. Eso y el pelo corto. Dos pibes se me pararon delante. Habló uno de voz ronca. ¿Sos rati, vos? Acá no queremos ratis. No, claro que no. Me pregunté si se vería el bulto del fierro bajo la campera. ¿Y esa remera, insistió, de dónde la sacaste? Recién entonces me di cuenta de cómo desentonaba entre fanáticos de Motörhead mi remera gastada y grisácea: faltaban cinco años para la aparición de March ör Die. La compré en Londres, dije, en el 79, es de una gira europea poco conocida.

Otro pibe se acercó. Che, yo no tengo un mango, ¿ustedes van a entrar? Se me llenaron los ojos de lágrimas, Diego, te juro. De ganas de abrazarlo. Eras vos, loco. Un Diego Abrego anterior a casi todo: a Exocet, a Vieja Máquina, a los años en que recorrerías la ciudad con una camioneta de flete con un V8 pintado en la caja mudancera, al día en el que yo iría a conocerte.

Ustedes tres se quedaron contando billetes. Aproveché el momento para alejarme. Comprar la entrada. Entrar.

Adentro, el calor. Y yo sin poder sacarme la campera.

Al rato subieron. Pero el recital no empezó enseguida. Yo, claro, ya lo sabía. Me lo habían contado muchas veces. Lo había visto en VHS, primero. En YouTube, después. Parte del público pedía que dejaran entrar a los de afuera que no podían pagar la entrada. Pensé en vos, tan pibito, esperando en la calle. Nena, le dirá Ricardo a una piba que lo interpela desde al lado del escenario, vos desde cuándo sos de V8. Me acerqué a la barra y me pedí una cerveza.

Entonces, la música. La imponente furia de nuestro motor. Esa sensación de algo a punto de estallar. De felicidad y peligro que eran siempre sus recitales. ¿Te acordás, no? Esa electricidad en el aire que nos convencía de que algo se jugaba ahí, que pese a todo –la ridiculez del cristianismo, las peleas, la salida de Osvaldo y el Enano– éramos las Brigadas: Hurlingham, la Plata, Quilmes, el Obelisco. Que de ahí, más que de ningún otro lado, sacaríamos la energía para enfrentar a la policía, los patrones, el poder. Pero esa noche también algo más. La tensión creciente entre el público y la banda expresada en un pedido sin respuesta: Destrucción.

Otra cerveza.

Entonces seis canciones. Tres del último disco, tres de los primeros.

Fuerza demencial que domina al mundo de hoy, fue la última línea que gruñó Beto y se apagaron las luces.

 

Termino la birra y salgo a la calle. Refrescó. Al rato empiezan a cargar los instrumentos. Sale Roldán, después Beto. Suben a la chata. Ricardo se retrasa terminando de fumar un pucho y hablando con el dueño del boliche. Pienso: te voy a salvar. La mano en la culata del fierro. Termina el pucho, lo tira, lo pisa. Vas a volver a ser nuestro héroe. Él da unos pasos y yo también. Serás bandera de libertad. Estamos cerca y me mira, desafiante. Serás para siempre la rebelión. La mano con el fierro colgando junto a mi cuerpo. Sin vos, Ricardo, el metal nuestro no será una cueva de fachos sino la fraternidad de los de abajo. Levanto el brazo. Sin fronteras. Apunto. Será viento fresco, fuerza demencial, pienso cuando mis disparos parricidas rompen la madrugada.