Furia
Por Dolores Reyes
Los cuerpos de nuestras muertas irrumpen, nos interpelan, vuelven pequeños todos nuestros reclamos.
Avanzamos, parece, instalamos un tema, discutimos, nos organizamos para luchar, discutimos en las asambleas de cara al 8M, pero de nuevo, como si fuese que caímos en un mal casillero del juego de la oca, el cuerpo violentado de una nena de once años nos dice: Retrocede y vuelve al punto de partida.
Camila -detallan los medios- tenía las manos atadas, la cabeza cubierta por una bolsa, un cable sobre el cuello y su cuerpo sin vida adentro de una bañadera. Un anzuelo se nos clava bien adentro, queremos sacarlo, tiramos, pero desgarra nuestra carne hasta volverse insoportable. Con cada chica muerta algo se cierra en el cuerpo de todxs, deja el dolor, la furia de una muerte atroz a la que no se puede asignar sentido, sólo que sería necesario, para empezar, reescribir a Heródoto: En los tiempos terribles de las historia, son las madres las que tienen que enterrar a sus hijas muertas.
Veo los noticieros, leo siempre la sección de policiales de los diarios, dicen, a propósito de los que irrumpen con armas de fuego en los colegios o lugares públicos yanquis para hacer una carnicería, que siempre son hombres. Casi no hay mujeres que agarren armas de fuego y las descarguen contra otros cuerpos. Casi no hay asesinas en serie ni violadoras.
La sociedad argentina es asesina serial, mata cuerpos femeninos.
Sé que van a refutarme con argumentos válidos: que construimos un movimiento de mujeres que lucha, entre otra decena de demandas, por la necesidad de una educación sexual que garantice el conocimiento y cuidado de nuestros cuerpos, los anticonceptivos accesibles para todos y que, en estos días en particular, instalamos el debate por el derecho al aborto libre y gratuito. Pero los cuerpos de nuestras chicas muertas, irrumpen, nos interpelan, nos recuerdan la violencia extrema a la que somos sometidas. Violencia es también la feminización de la pobreza, en la que impactan como nunca los despidos, la precarización presente y su agudización futura en el marco de las reformas previsionales y laborales.
Ayer, el cuerpo asesinado de Camila Borda vino a desacomodarlo todo.
Vuelvo a mirarla, se parece a una alumna que tuve, de la que no recuerdo el nombre: en la piel me recuerda a la hija de un amigo, en los ojos a mis hijas, en la sonrisa a todas. La remerita negra tiene un corazón rosa como el que puede usar cualquier nena y muchos símbolos de la paz. Nada la hace diferente, más allá del hecho de no haber sobrevivido al patriarcado.
No odiamos a los hombres, como muchos nos señalan buscando justificarse: tenemos furia contra el macho. El macho es cagón, mata un cuerpo pequeño y se escapa de la furia de todo el pueblo de Junín refugiándose en un patrullero. El macho cubre así su cuerpo detrás de los siervos del Estado, buscando protección, pero la furia de los vecinos incendia los alrededores
Sabemos esto: a veces prender fuego la casa del macho es peligroso, con el fuego pueden arder también las pruebas de su crimen. Pero llama la atención cómo los policías nunca están cuando los machos se cagan en las restricciones perimetrales y descosen a cuchilladas el cuerpo de una mujer, mientras que siempre llegan a tiempo para proteger el cuerpo del macho femicida.
Hoy la Sonámbula no deambula, más bien dirige sus pasos furiosa y colabora, a la distancia, con el fuego. Macho: las pibas son hermosas, las amamos. Ya no sabemos qué hacer para sacártelas de las garras.
¿Tanto patalean cuando pedimos “Muerte al macho”? Mientras nosotras estamos, como diría algún otro griego famoso, en la triste situación de no saber a quién llorar primero.
Camila no va a besar a ningún chico, nunca va a cumplir los 12 ni a juntarse con sus amigas de nuevo, nunca va a estudiar en la secundaria ni a elegir un método anticonceptivo para cuidar su cuerpo, no va a elegir qué va a querer ser cuando sea grande, ni siquiera va a andar en bicicleta de nuevo. Camila tampoco va a abortar. Según contó su mamá, que la buscaba desesperada, salió a comprar el pan y no volvió nunca. La encontraron en la casa de su vecino, un macho de 40 años.
No hay enseñanza, no hay moraleja, sólo nos queda lo que el cuerpo de Camila dice sobre el mundo espantoso que habitamos y que queremos cambiar.