Por Marcelo Simonetti
En su nuevo disco, el australiano nos lleva al extremo proponiéndonos socializar la única pérdida que no estamos acostumbrados a compartir. Y la ganancia es infinita.
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Intenté hacer la crítica del nuevo disco de Nick Cave parándome simplemente en el disco y diseccionándolo. Escrutándolo. Pero no podía y no lograba saber porqué. No sabía si era el dolor. No sabía si era que tenía que cortar y empezar, cortar y empezar, para poder seguir con mi vida como si nada.
Después me di cuenta que no era justo tratar a Ghosteen como a un disco. Este trabajo no sólo es el final de una trilogía, como se había anunciado, sino que también es un planeta, un mundo. Un mundo con sus leyes y sus seres y sus colores, también con sus promesas que nacen y mueren y sus ruinas circulares. Y así debe ser tratado.
En la primera y la última canción del disco, Cave repite el mismo mantra de manera religiosa. Espera que llegue la paz. En una, son los hijos los que la esperan. En la otra, los padres. Lo que sucede en el medio, el disco, es la expresión de esa espera.
En el documental de 2016 Once More Time With Feeling, que acompañaba a Skeleton Tree, Nick decía que siempre había necesitado del armado de un mundo para poder expresarse, asomándose a la realidad desde sus habitantes, pero que a partir de la reciente pérdida de su hijo ya no funcionaba así. Bueno, de algún modo en Ghosteen se puede ver a la persona que escribe de manera descarnada pero también el tejido de un planeta, de un mundo que no es éste, construido con versos de una belleza tan triste como pesadillesca.
A lo largo de su carrera Nick ha intentado distintos colores con su voz pero recién hoy, después de cuarenta años de carrera, ha llegado a convertirla en un instrumento más, con una versatilidad asombrosa. En las redes sociales se preguntan quienes hacen los coros, pero es el propio Cave el que llena las canciones de falsetes, melodías, quejidos más altos y más bajos y coros bíblicos y espectrales. Y es casi el único balance que se puede encontrar al desarrollo minimalista y opresivo de los sintetizadores de Warren Ellis.
Es al menos curioso que algunos piensen que Nick le entregó la llave de los Bad Seeds a Ellis para que haga lo que le plazca. El arma favorita de Warren siempre fue su violín. Pero el violín no tiene casi lugar en el limbo donde viven los personajes adultos del disco, en ese mundo donde también Ghosteen vive. Apenas aparece el piano y algún bajo abrasivo como parte del decorado.
Cuando Nick Cave necesitó una guitarra para crear el mundo que quería y llenarlo de gritos y ruidos para esconderse atrás, la usó. Cuando necesitó quebrar el devenir de su banda para empezar de nuevo, se convirtió en el viejo verde que comandaba el trío garage “Grinderman” (que ya sabemos que volverá para cerrar su propia trilogía).
Pero para decir que el mundo está a la vista, que no hay un Señor y no podemos esperar secretos ni maravillas, que sólo hay esto que vemos -un espacio donde, a pesar de todo, hace falta esa fantasía donde «Ghosteen», su hijo fantasma, existe- necesitaba que la tristeza, que el dolor, que la sensación de aparición espectral y maravillosa de su arte no se corte con nada.
El viaje a ese lugar que Nick y nosotros sabemos que no existe arranca con la cita a una de sus viejas obsesiones: “el Rey del Rock’N’Roll”. Pero medio de su curso, la canción da un giro y aparece su príncipe, que sería aún mejor, estrellado en un escenario en Las Vegas. Y esa tragedia es la que da vida al mundo de Ghosteen (algo así como “Fantasma adolescente”). Las imágenes, a veces terrenales y dolorosas, a veces oníricas, se repiten y entrelazan a lo largo de todo el disco entre una canción y otra en la primera parte, donde nos cuenta el dolor desde los hijos, y en la segunda, donde lo mismo se hace desde los padres.
El padre, la madre, el propio fantasmita que convive con ellos, el bosque, el mar, los caballos, las luciérnagas, el sol y la omnipresencia del duelo cubriéndolo todo.
El comienzo al piano de “Bright Horses” se asemeja a los climas del desnudo “Boatman’s Call” de 1997, pero a los pocos segundos el quejido interminable y los coros espectrales nos zamarrean y nos tironean hacia abajo. Es el tema donde Nick confiesa que el mundo del que nos habla se lo ha inventado para poder sobrevivir, con una honestidad, belleza y lucidez únicas. A mitad del tema la letanía de Warren se afirma con su sonido crepuscular y no se apagará hasta el final del disco.
El dueto de piano y sintetizadores que acolchan el relato del australiano sigue en “Waiting For You” y en “Night Raid”, pero ese acolchonado se parece más a una ensoñación gracias a la compañía exclusiva de Warren, momento que Nick aprovecha para ensayar un relato desgarrador del duelo de la pareja.
“Sun Forest” es la canción más extensa del primer disco. Una intro larga y afiebrada, en la que cuesta respirar, deja paso a unas primeras notas de piano que parecen dar aire, pero Cave se despacha con un texto (en su clásico tono de predicador) que se sumerge de lleno en el mundo donde Ghosteen habita, lleno de metáforas e imágenes religiosas que crean un ambiente conmovedor donde el niño relata su ascenso y tranquiliza a su padre diciendo que aún así puede permanecer a su lado.
En “Galleon Ship”, un lamento que intenta conjurar una nave con la cual reunirse con su hijo, la mínima instrumentación y los coros alcanzan ribetes de himno. Si antes Nick predicaba sobre las melodías, ahora es su voz la melodía, encima de mantos apenas perceptibles.
En “Ghosteen Speaks”, el fantasmita sigue acompañando a su padre en el duelo y los coros perfectamente podrían constituir el acompañamiento de una experiencia paranormal o de un delirio místico.
La primera parte termina con “Leviathan” y la aparición de una percusión delicada que acompaña el tono general y funciona como una afirmación, un balance en forma de rezo donde declara el amor y la comunión entre las criaturas de ambos mundos.
La segunda parte, la de “los padres” en sus propias palabras, consta de dos temas extensos y un recitado. El primero es el que le da nombre a la obra, con un clima que se mantiene opresivo pero a la vez etéreo, acompañado por los frágiles quejidos de Nick. Recién a los cuatro minutos de lo que parece un largo sueño comienza a describir la relación con el fantasma de su hijo, emocionando con la aparición de los coros casi celestiales. En mitad de la canción, a los seis minutos, el tema cambia abruptamente para sumergirse en la relación con su mujer y en la de ambos con el fantasma de su hijo, que se fue pero que está ahí. Cave diserta sobre la finitud e infinitud del amor, con esos flujos y reflujos que no nos permiten volver a ser los mismos cuando se van. Allí dice cosas como: “No hay nada de malo en amar algo que no puedes sostener con una mano… no hay nada de malo en amar cosas que ni siquiera se puede mantener en pie”.
La poesía que recita sobre la tensa instrumentación de fondo en “Fireflies” continúa cavilando sobre lo efímero y lo azaroso y la imposibilidad de alcanzar al que hemos perdido.
En el final de la epopeya aparece “Hollywood”, que también se divide en dos partes. La primera comienza con la sensación general de desconcierto en que está sumergido, con las apariciones fantasmales de su hijo, la delicada situación en la que se encuentra su esposa y la relación entre ambos, con una búsqueda de la paz -como al comienzo del disco- y un hastío terrenal que luego giran hacia ese límite extraño entre realidad y fantasía en el que hace años sabe jugar tan bien el australiano, para despedir a su hijo que asciende al sol.
Al igual que en la que abre la segunda parte, la última canción de la obra cambia de golpe a los 9 minutos, hundiéndose más profundamente en el dolor. La voz de Nick estira las notas sosteniéndolas hasta el punto de quiebre mientras relata la historia de Kisa, la mujer que no podía aceptar la muerte del niño hasta que se rinde ante la pérdida, en el marco de una comunión que inspira el mantra repetido en el final: “Todo el mundo está perdiendo a alguien”.
En la página que mantiene abierta donde contesta preguntas de todo tipo, Red Hand Files, Nick dijo a principio de año que no cree que la Inteligencia Artificial pueda componer canciones que superen a las compuestas por seres humanos. Afirma que cuando amamos una canción “estamos escuchando la limitación humana y la audacia de trascenderla”. Luego explica: “La música tiene la habilidad de tocar la esfera celestial con la punta de sus dedos, y el encanto que sentimos está en la temeridad desesperada del contacto que hacemos más allá del resultado en sí”.
Nada confirma más su tesis que Ghosteen, su última obra y también su presente. Nick Cave ha llegado al pico máximo de su arte y de su popularidad en el momento en que más frágil se muestra, exponiendo y exorcizando su dolor, mostrándose más humano que nunca. Pero sin dejar de recurrir a la creación de mundos en el límite entre la realidad y la fantasía, que configuran ese universo propio que es quizás su obra más rica e inabarcable.