¿Hasta cuándo tendremos que esperar a Godot?
Entrevista: Pedro Perucca
Entrevista a Ivana Zacharski sobre la polémica en torno a la nueva puesta de Esperando a Godot que programó el Teatro General San Martín para este mes, objetada por los herederos de Samuel Beckett que prohíben la participación de actrices en el elenco de una obra «escrita para hombres».
Algunos días atrás el mundo teatral porteño se vio conmocionado por la noticia de que la puesta de Esperando a Godot que se estaba ensayando desde julio en el Teatro General San Martín corría peligro. El planteo de los herederos de Samuel Beckett objeta que dos personajes masculinos sean interpretados por actrices. Desde Sonámbula conversamos con Ivana Zacharski, una de las involucradas en la polémica, para tratar de profundizar en algunas de las implicancias de esta disputa que, en principio, parece atrasar algunas décadas. El debate, además, se ha tornado especialmente álgido en un país como el nuestro, en el que el uno de los movimientos feministas más vitales y avanzados del mundo viene impulsando una profunda deconstrucción de las clásicas concepciones binarias de los géneros.
Estaba programado que Esperando a Godot suba a escena en la sala Martín Coronado del Teatro General San Martín el próximo 22 de septiembre. Pero todavía tendremos que esperar, de forma absurda, como los personajes de la obra, para saber si podremos ver o no a Roberto Carnaghi y a Daniel Fanego encarnando a los míticos Vladimir y Estragón bajó la dirección de Pompeyo Audivert (que también personificará a Pozzo).
En un principio el Complejo Teatral de Buenos Aires, dirigido por Jorge Telerman, propuso desvincular a las actrices y reemplazarlas sin más por actores, pero después cambió su posición e informó, mediante un comunicado, que aceptar lo que pide la agencia que custodia los derechos de representación de Beckett implicaría “convalidar” un planteo “anacrónico, absurdo y anti-artístico, con el cual definitivamente disentimos”. En algún momento hubo una luz de esperanza de poder llevar adelante la obra aprovechando algún resquicio legal, pero las últimas noticias parecen indicar que el proyecto se cancelaría.
En cualquier caso, lo cierto es que el escándalo internacional abre interesantes líneas de reflexión, algunas novedosas (o que al menos se pueden abordar bajo las nuevas perspectivas que plantea la lucha feminista en nuestro país) y otras viejas como el teatro (los límites del derecho de autor para imponer condiciones a dramaturgistas y actores/actrices en cuanto a la puesta).
Zacharski, que iba a interpretar al Muchacho, aborda de entrada ambos problemas: “Lo primero y más importante es el hecho de que la propiedad privada de derecho de autor se nos impone constantemente y con total arbitrariedad. Hay autores sepultados, como Brecht, cuyas obras no se pueden prácticamente representar porque los herederos no ceden los derechos; en otros casos el límite es económico, porque cuestan mucho dinero, y finalmente hay ocasiones en que la disputa es estética y no se permite tocar el texto a gusto de la dirección. En este caso el problema es que Beckett dejó expresada su voluntad de que el género del personaje coincida con el género de quien lo actúa, entre otras cuestiones”.
Las víctimas de la espera
No hay dudas de que Esperando a Godot es un clásico moderno. Esta obra “cuya fuerza política y filosófica es tan conmovedora”, según el comunicado de Telerman, fue escrita -originalmente en francés- en ese París de 1949 donde Henry Cartier Bresson vagaba por las calles foteando para su flamante agencia Magnum, Christian Dior imponía ese «new look» que recuperaba el glamour tras la depresión de la posguerra, la fundacional conferencia El existencialismo es un humanismo comenzaba a circular como texto sin la autorización de Sartre, Boris Vian escribía La hierba roja y las leyendas del jazz gringo la rompían en el barrio de Saint-Germain-des-Prés. En 1952 el texto de Beckett será publicado por Éditions de Minuit y llegará a las tablas recién al año siguiente, con la puesta de Roger Blin en el parisino Théâtre de Babylone. La secuencia ya dice algo respecto de la importancia del texto por sobre la puesta.
Apenas un año después de su estreno en Londres (con traducción del propio autor al inglés), Jorge Petraglia montará en 1955 una señera versión en Buenos Aires. La ciudad verá infinidad de puestas y en cada momento histórico el vacío de su ausencia fue llenado por distintos imaginarios. El propio Petraglia solía recordar que en la puesta de principios de los 70 la espera interminable y frustrante de Godot solía fundirse con la de Perón.
En 1996 Leonor Manso dirigió una versión donde Alicia Berdaxagar (y luego Perla Santalla) personificaba a Lucky. Si entonces no hubo problemas con la cuestión del género fue probablemente porque el sobrino de Beckett estaba distraído y no se enteró de la violación a la cláusula de un elenco absolutamente masculino. El músico Edgard Beckett es quien mantiene hoy con puño de hierro el control sobre la obra de su difunto tío, sobre todo a través de las agencias inglesa y francesa encargadas de “custodiar” los derechos de representación.
Los herederos de Beckett son famosos por la rigurosidad con la que defienden las cláusulas contractuales de las obras y hay una interminable lista de escándalos, polémicas y disputas judiciales internacionales que podría rastrearse. Nos quedaremos sólo con algunas.
En 1994 la directora Fiona Shaw y la actriz Deborah Warner generaron un escándalo internacional con la defensa de su puesta de Pasos (Footfalls) en el teatro Garrick, que finalmente debió ser levantada después de dos funciones. En la obra de Becket la heroína confinada debe caminar de un lado a otro por una estrecha franja de escenario mientras que en la herética propuesta de Shaw la actriz recorría la sala. En algunas obras de Beckett las imágenes están tan cuidadas y pensadas como las palabras y una alteración tan radical de la puesta cambiaría el sentido de la obra. Más allá de que uno pueda preguntarse si eso estaría tan mal, la Justicia dijo “No ha lugar”.
En 2006 un puesta italiana de Esperando a Godot, con las hermanas gemelas Luisa y Silvia Pasello en los roles principales debió enfrentar otro pedido de levantamiento, pero el elenco decidió ignorar la intimación y seguir con la puesta en el teatro de Pontedera mientras la justicia romana definía el asunto. Finalmente, se falló a favor de la posición del director Robert Bacci y el hecho fue considerado como una declaración a favor de la igualdad de derechos de hombres y mujeres.
Yo Lucky, yo Muchacho
Si en Pasos el problema fue la modificación de las marcaciones escénicas, en Esperando a Godot el problema recurrente tuvo que ver con el género de los intérpretes: está estrictamente pautado que debe ser un elenco de cinco varones.
Y si bien es cierto que sus herederos se han mostrado intransigentes al respecto, el propio Beckett no lo ha sido menos. Un año antes de su muerte, en 1988, demandó a una compañía holandesa (De Haarlemse Toneelschuur ) que intentó una puesta con presencia totalmente femenina. El veto estuvo vigente hasta 1991, en que una jueza consideró que el cambio de género no afectaba negativamente el legado del autor o la intención original de la obra y la puesta pudo estrenarse en el festival de Avignon de ese año.
Cuenta Couceyro en un posteo de Facebook que al enterarse del planteo legal su primea reacción fue reírse por lo “absurdo” y porque no creía que la objeción fuera a prosperar “en 2018, en este contexto histórico, en plena primavera feminista, en pleno auge sororo, en plena marea verde y en un país con Ley de Identidad de género”. Y añadía: “¿Como saben que soy una mujer? ¿Qué significa ser un varón o una mujer?”
Además, contextualiza la elección de dos actrices para la obra: “Los dos personajes principales de la obra están también sometidos (a la miseria, a la desprotección, a Godot, a su espera). Pero, como suele suceder, estos sometidos, de alguna manera someten o desconfían de quienes están apenas un poco más por debajo en la cadena de sumisión que ellos, a Lucky y al Muchacho. Me parecía una lectura posible y actual que justo esos dos personajes fueran interpretados por mujeres (Ivana y yo)”.
En el mismo sentido, Zacharski considera que incluso el planteo implica una forma de “violencia de género”. Y explica: “En relación a la cuestión de género, sí, creo que tal cuestión existe y que se expresa por la estúpida división binaria que se nos exige desde recién nacidxs y que, unxs más otrxs menos, todxs padecemos y que, como ya sabemos, es un mecanismo más de control estatal y contra el cual podemos luchar”.
Y añade: “Cortenlá con que no podemos actuar porque somos mujeres, ¡¡¡eso es mentira!!! Es una tergiversación horrible malversando términos conquistados con lucha real y que se lleva puestas muchas vidas. Por ser mujeres poseedoras de la más poderosa máquina reproductora, nada más y nada menos que la de la especie humana, no podemos aún decidir qué hacer con nuestro cuerpo, en muchos casos no podemos decidir libremente si ser madres o no porque el 8 de agosto se nos negó ese derecho en la Cámara de Senadores. Y ya se sabe cuáles son las consecuencias: en menos de un mes tres asesinatos ejecutados por esos senadores que se opusieron a la ley. Por ser mujeres cobramos menos salario que los varones, por ser mujeres solemos ser educadas en la sumisión. Y la lista sigue. Pero esto que me sucede a mí hoy no es por ser mujer sino porque existe una cláusula victoriana dentro del contrato de derecho de autor. Ese fue el expreso deseo de nuestro muy amado Beckett que prohíbe que los géneros se inviertan entre personaje y quien lo actúa. Y aquí se abre otra cuestión: ¿Acaso el teatro no es territorio fértil para ampliar la identidad individual y colectiva, para estallarla y radiar identidades desconocidas? ¿Acaso cuando actuamos no es ése justamente el juego: ser otrxs?”
Cuando un profesor de teatro de la Universidad de Teherán, Ahmad Kamyabi Mask, tuvo la posibilidad de entrevistar a Becket en 1988 no dejó pasar la oportunidad de preguntarle el porqué de su disputa legal con el elenco holandés. Tal como se consigna en el libro Encuentro con Samuel Beckett, la respuesta fue: “¡Qué importancia!” Se rió, pensó y bromeó: “Porque las mujeres no tienen próstata”. Lo repitió tres veces y se echó a reír, puntuando: “Por lo tanto, no pueden interpretar el papel de un hombre. Es una obra escrita para hombres”.
Parece ser que no se trataba de un chiste del momento sino de una idea repetida por Beckett en otras ocasiones. El fondo de la cuestión es que si bien las condiciones metafísicas pueden ser universales, la construcción de los personajes beckettianos tiene un fuerte arraigo en cuerpos marcados por convenciones sociales de género que suelen determinar comportamientos y hasta formas de habitar corporalmente el mundo. Así, le parecía impensable que el personaje de Vladimir, que sufre de la próstata y debe abandonar frecuentemente la escena para orinar, fuera interpretado por una mujer.
El argumento no parece convencer para nada a Zacharski, quien insiste: “En lo personal, siento la necesidad de demandar a la agencia que tiene los derechos de Beckett por señalarme un género. Yo creo firmemente que al menos debieron haberme preguntado si soy hombre o mujer, porque la humanidad se actualiza y, más allá de que ellos sean representantes de los deseos de un genio muerto, el presente merece ser cuestionado permanentemente. Seguramente esos herederos ignoran que en nuestro país existe la Ley de identidad de género y que cada unx puede autopercibirse en el género que le plazca. Y eso ha de ser respetado. Pero realmente este me parece un tema secundario que debe ser resuelto con tiempo. Algo que se me ocurrió como para no quedarme en la pura negatividad es la necesidad de accionar sumándonos a la lucha en curso para presentar al Congreso un proyecto de ley de abolición del género en el DNI, algo sobre lo que la ONG 100 % Diversidad y Derechos está trabajando con un proyecto muy interesante”.
La puesta en escena es el teatro
Pero el tema que sí aparece como central en el debate, más allá de que en una sociedad como la argentina, sensibilizada por la oleada feminista, genere indignación automática el planteo sobre la identidad de género, tiene que ver con un tema históricamente polémico en el teatro. A saber: la prioridad del texto por sobre la puesta, el derecho del autor para impugnar decisiones de directores y actores respecto de la puesta de su obra, etc. De fondo, por supuesto, está la cuestión de la propiedad de los derechos y, en muchos casos, del negocio estructurado en torno a ellos. La propiedad privada encorsetando a la obra de arte. No son temas sencillos.
Al respecto desarrolla Zacharski: “El texto no es la obra, el texto es un elemento más que hace a la obra de teatro, más allá de que como literatura pueda ser una obra en sí misma. La obra de teatro es la mirada (que no puede estar limitada) del director/a sobre ese material que configura en principio una puesta en escena, es decir la composición cuadro a cuadro de los cuerpos y las respiraciones, las voces de las actrices y actores en sí mismos y de éstxs en el espacio junto con las luces, la escenografía, la música (que en el caso de Beckett está prohibida) y el vestuario. “La puesta en escena es el teatro, lo es mucho más que la pieza escrita y hablada”, dice Artaud al respecto. En la entrada de Argentores hay un cartel que dice “Sin autor no hay obra” (se refiere a obra de teatro). ¿Saben lo larguísimo que es el trámite para rendir funciones de una obra sin texto en Argentores, de una puesta donde el texto lo generan espontánea y libremente los actores y actrices? Las cláusulas de derecho de autor están para proteger una propiedad privada que es el texto y se supone que respetando esas cláusulas la obra del autor/autora conservará su concepción”.
Para terminar, la actriz nos envía una cita de El teatro de la crueldad, de Artaud: “Así pues el autor es aquel que dispone del lenguaje de la palabra, y si el director es su esclavo, entonces lo que hay ahí es solo un problema verbal. Hay una confusión en los términos que proviene de que, para nosotros, y según el sentido que se le atribuye generalmente este término de director de teatro, éste es sólo un artesano un adaptador, una especie de director dedicado a hacer pasar eternamente una obra dramática de un lenguaje a otro; y esa confusión sólo será posible, y el director sólo se verá eclipsado, obligado a eclipsarse ante el autor, en la medida en que siga considerando que el lenguaje de palabras es superior a los demás lenguajes, y que el teatro no admite ninguno diferente de aquel”.
Jacques Derrida prolonga las reflexiones a partir de esta cita en El teatro de la crueldad y la clausura de la representación y concluye: “Por medio de la palabra (o más bien por medio de la unidad de la palabra y el concepto, como diremos más tarde, y esta precisión será importante) y bajo la ascendencia teológica de ese «Verbo [que] da la medida de nuestra impotencia» y de nuestro temor, es la escena misma lo que se encuentra amenazada a todo lo largo de la tradición occidental. Occidente -y esa sería la energía de su esencia- no habría trabajado nunca sino para borrar la escena. Pues una escena que lo único que hace es ilustrar un discurso no es ya realmente una escena. Su relación con la palabra es su enfermedad y «repetimos que la época está enferma». Reconstituir la escena, poner en escena por fin, y derribar la tiranía del texto es, pues, un único y mismo gesto”. (Los entrecomillados dentro de la cita son de Artaud)