Hellraiser: este Infierno está embriagador

Por Lali Destéfanis 

Lali Destéfanis vuelve a Hellraiser para pensar cómo se asocia el placer al infierno, el cuerpo al monstruo, la mujer al castigo. Un clásico del cine de terror que abrió puertas para ir a jugar a la casa de lo prohibido y lo no dicho. Un artefacto que nos preguntó si éramos, acaso, un público respetable.

¿Cómo era ver una de terror en Argentina, a fines de los ochenta? En 1987 se estrenó la película inglesa Hellraiser (Clive Barker), un clásico del género, hoy film de culto. Ese mismo año se fundaba Página/12, diario que empecé a leer en plena infancia y que se convirtió en espacio de referencia. Allí, entre muchas otras cuestiones, salían a la luz los testimonios del terror, las investigaciones en curso y las placas por la memoria. Ya antes, en “La tortura como pornografía” (Alfonsina, 1984), María Moreno ponía voz a los efectos paralelos que las denuncias de la masacre comenzarían a provocar en lectores y audiencias: el morbo como antesala del acostumbramiento, la naturalización del horror. Era la horripilante educación sentimental que le tocaba en suerte a mi generación.

Aquel año ‘87 también comenzó la impunidad por vía del Ejecutivo, tras el Juicio a las Juntas. Recuerdo que en la esquina de Acoyte y Rivadavia, para participar en una juntada de firmas contra el Indulto tuve que inventar la mía, que me acompaña desde entonces. Porque acá, ya desde chiques estábamos comenzando a escribir el relato de ese Infierno que habían labrado meticulosamente y nos legaban: Freddy Krueger había zafado de la cárcel y ahora volvía a vivir en la casa de al lado. Allá en Inglaterra, en cambio, en las otras “islas demasiado famosas”, la idea de Infierno giraba en torno a algunas obsesiones que también parece haber heredado buena parte de esta sociedad. Porque -vuelvo a María Moreno- “¿quién puede liberarse del único goce seguro, el de la ideología?”.

Me asomo un cachito a ese Infierno de Hellraiser y me encuentro que la película abre en Marruecos, donde puede verse a dos hombres en transacción comercial. El imaginario del lugar sigue engordando: mercado de la homosexualidad, el hachís, los trapicheos; Interzona, tierra saharaui (la de esos apátridas sin Estado ni guerrilla masacrados por dos ex imperios). En la escena no hay rostro para quien vende, sólo dos manos sucias que intercambian más mugre: un alto fajo de dinero por una atractiva y misteriosa caja, típico objeto de Gran Bazar; el comprador paga aunque, según nos deja saber la oscura voz del vendedor, la caja “siempre había sido suya”. En la escena siguiente, vemos a Frank activando esa caja, ya con las manos bien limpias (es claro: está de vuelta en Europa), rodeado de velas, en pleno ritual. Satánico. Porno. Sado. Maso. Muy transpirado. Las puertas -como la de esa señorita de San Nicolás que ya de niñas nos enseñaron a ser- se abren para ir a jugar.

Niñas, señoritas, señoras, en la peli hay dos: Julia, “la madrastra”, y Kirstey, “la hijastra”. Pero además Kirstey es sobrina de Frank, el comprador de la caja. Y Frank, a su vez, es amante de Julia, esposa de su hermano Larry. Frank y Larry son Caín y Abel. Julia y Larry, Eva y Adán. Todo en familia. El triángulo del Infierno, el de las Bermudas. El que encanta, embriaga y todo lo devora. Julia ingresa con Larry a la casa deshabitada que había sido de la madre, una casa de altos con vitrales y temible imaginería religiosa esparcida por los distintos ambientes. Pero algo huele a podrido en Dinamarca: alguien había pasado por allí, había dejado restos donde los gusanos encontraron su hábitat. Ese alguien, lo descubriría Julia en seguida, había sido Frank (Larry cree que está en la cárcel pero no; tampoco vive en la casa de al lado sino allí mismo): hay fotos pornográficas de Frank con Julia y con otras mujeres, estatuillas eróticas, testimonios de ese Infierno anhelado.

El resto, podemos verlo en youtube. Lo que me interesa es señalar ese complejo goce de la ideología que deja entrever Barker. ¿Detrás de quiénes se oculta el mal? Parece que Europa seguía situando las puertas del Infierno en Marruecos (ojo: también lo situó allí la Babel de González Iñárritu, con sus muchas fronteras, etc., etc.). Y lo infernal encarna en los mendigos, que además comen insectos y acosan a las hijas buenas. A las huérfanas. A las que afrontan con decisión la relación con sus madrastras. A las que quieren trabajar pese a la oposición paterna. A las que quieren vivir solas pese a la ley del padre. A las que duermen con su novio en camas separadas mientras sueñan con “papi”. A las acosadas por sus tíos (“come to daddy, algunas cosas deben ser toleradas: eso hace a los placeres tan dulces”, le dice tío Frank a una Kirstey aterrorizada). A las que son tomadas por locas aunque sólo procuren salvar a sus seres queridos del Infierno que se cuela por detrás del manzano, por culpa del goce de Madrastra Eva. Julia la adúltera entrega todo con tal de salvar a su amo, Frank: la mujer adulterada que sale a cazar amantes como leona aunque no haya cría porque el alimento es sólo para él (él: su propio goce, que devora a los hombres que ella trae). Entrega a sus víctimas, nutre al monstruo; Frank fagocita, vampiriza, reencarna. Kirsty es visionaria en su pesadilla, alguien –su padre- es ofrendado en un sacrificio, como en las sectas satánicas: hay un cadáver cubierto por una sábana blanca del que brota sangre, mientras se escucha aleteo de aves y el ambiente se llena de plumas.

Me preguntaba qué, quiénes, encarnan el Infierno en cada época y lugar, cómo cada sociedad codifica su idea de Infierno. El Infierno más antiguo está en la Biblia. El temor más profundo es lo desconocido, lx Otrx. Aquí lo son el consabido “Oriente”, el sexo no reproductivo, los mendigos, la mujer que goza. El “buen amor” es calmo (un esposo, un novio formal); el “mal amor”, el “corazón condenado” (The hellbound heart se llamó la novela de Barker), es sexo en desvío. Ni siquiera el fuego es capaz de exorcizar esos demonios, aunque arrase con todo. Los señores Cenobitas persisten. “Demonios para unos, ángeles para otros”.

En “La imaginación pornográfica”, Susan Sontag habla de “la incapacidad traumática de la sociedad capitalista moderna para suministrar auténticas vías de desahogo a la perenne vocación humana por las calenturientas obsesiones visionarias, para satisfacer el apetito de formas sublimes de concentración y seriedad que trasciendan el yo. La necesidad de trascender «lo personal» que experimentan los seres humanos no es menos profunda que la necesidad de ser persona, individuo. Pero esta sociedad satisface muy mal dicha necesidad. Suministra sobre todo vocabularios demoníacos en los cuales situarla y a partir de los cuales se inicia la acción y se elaboran ritos de comportamiento. Se nos ofrece optar entre vocabularios de pensamiento y de acción que no son sólo autotrascendentes sino también autodestructivos”. Ya se sabe, lasciate ogni speranza: “esta caja abre puertas a los placeres del Cielo… del Infierno”, nos advierte Hellraiser. Cuidado con lo que no encaja: los demonios, por favor, bien encerrados en la botella. Esos deseos prohibidos, el sexo por fuera del matrimonio… Julia y Frank se acuestan encima del vestido blanco que ella usaría para casarse con Larry, ¡el hermano de su esposo, maldita Gertrudis! Guarda, porque del juego sexual a la muerte y destrucción parece que hay un camino directo que se paga con la vida y la infamia. Lxs desencajadxs liberan demonios, “los Cenobitas me dieron una experiencia más allá de los límites… dolor y placer… inseparables”, dice Frank. Mejor ni atreverse. Caja, cajita, cajeta bien cerrada. Atenti, pebeta: el mendigo se mete entre nuestras llamas (en nuestras camas) y en todos esos caminos que conducen a Marruecos. El Infierno tan temido, oh sí, está encantador esta noche.