Hermann Hesse: Mensaje en la primera hora del año 1946
Para iniciar el año, desde Sonámbula rescatamos un texto de Hermann Hesse de 1946 en el que el autor de Siddhartha saluda a la población suiza en el año nuevo posterior al fin de la Segunda Guerra Mundial y comparte algunas de sus concepciones sobre los individuos y la Historia. Hesse se había trasladado a Suiza en 1922 y produjo la mayor parte de su obra en un castillo en las colinas de la localidad de Montagnola. En 1943 había publicado El juego de los abalorios, donde expresa su reacción a la brutalidad nazi y a la matanza mundial a través de la descripción de una sociedad imaginaria que recoge lo mejor de todas las culturas en un juego de música y matemáticas que desarrolla las facultades humanas. Es uno de los autores alemanes más traducidos (más de 40 lenguas) y obtuvo el Nobel de literatura en 1946
¡Queridos amigos! Un nuevo año nos acoge con ignoradas promesas y amenazas, y aunque esta hora de la medianoche no signifique más que cualquier otra hora de nuestra vida, celebramos en ella una fiesta, pero una fiesta seria, y hacemos bien, porque toda advertencia de retirarnos de lo cotidiano por una hora y dedicarla un poco a la meditación, a pensar en el mañana y echar una mirada retrospectiva, al examen de la situación y de uno mismo, al ajuste de cuentas y al recogimiento, constituye un bien en nuestra ajetreada y empobrecida existencia. La sola reflexión sobre el fluir del tiempo, sobre lo efímero de nuestra vida y de nuestras empresas sea hecha con tristeza o con valerosa alegría, representa ya algo de purificación y examen, suena clara e implacable como un diapasón en el medio de la confusión de nuestros días y nos demuestra hasta que punto nos hemos apartado, en nuestro interior, del buen estado de ánimo, de nuestro lugar en la armonía del mundo. Y también nos hace bien si, mediante tal reflexión, quedamos avergonzados y nos sentimos heridos en nuestra propia dignidad.
Esta vez, así parece, el Año Nuevo, bienvenido y todavía tan inmaculado, significa algo muy especial e importante. Tras largos años de masacre y destrucción es para nosotros la primera noche de Año Nuevo que no hay guerra, en la que el mundo no esta lleno de infiernos y muertes, en la que aquellas máquinas diabólicas no surcan ya la oscuridad de los cielos, camino de siniestros objetivos. Cierto es que apenas nos atrevemos a pronunciar la palabra «paz», cierto es que aún estamos llenos de desconfianza hacia esa desacostumbrada quietud en el aire, más incluso esa desconfianza y esa preocupación por la fragilidad de una paz en peligro puede y debe ayudarnos a ofrecer nuestro sacrificio a la hermosa y a la vez recelosa hora, echando una mirada de reflexión al mundo y a nosotros mismos.
De nuevo estuvimos acostumbrados, durante una época, a no vivir años corrientes y privados, a no vivir tiempo humano ni vida humana, sino «Historia mundial», y otra vez, como después de todas esas épocas llamadas «grandes», la Historia mundial nos produce escalofríos y repugnancia.
¡Qué espléndido y prometedor nos sonaba eso de «Historia mundial» cuando todavía éramos chicos de escuela o muchachos jóvenes! ¡Cuánto ansiábamos a veces, de niños, vivir algo de esa maravillosa historia que sólo conocíamos a través de libros e ilustraciones, participar en ella!. Ahora, nadie de nosotros lo anhela. Con amargura comprendemos que la verdadera «Historia Mundial» no es la de los libros de texto ni de las lujosas publicaciones ilustradas, ni es tampoco la sarta de gestas heroicas, sino una marea, un océano de terribles sufrimientos. ¡Qué hartos estamos de tanta grandeza con que las noticias de todo el mundo nos cubrieron a lo largo de años, cada día, qué hartos de la grandiosidad de la época, de los más impresionantes combates navales, aéreos y de la tierra de todos los siglos, es esa espantosa y fantasmal caza de marcas de lo horrible!.
En el fondo, no obstante, con la historia sucede lo mismo que con la vida y la humanidad. Igual que aprendimos a considerar los más bellos aquellos tiempos de la Historia en los que menos se nota tal Historia, cada uno de nosotros ha aprendido poco a poco a preferir, en su vida particular, las épocas tranquilas y armoniosas a las de aires tempestuosos, y para ello no nos servimos de ninguna medida filosófica, sino simplemente de la medida de nuestro bienestar. Esto es poco heroico y, además, banal, pero encierra algo: por lo menos es sincero.
Así pues, ¿sería nuestra vida más alegre si en ella sucediera bien poco y el mundo más feliz si no tuviera Historia sino únicamente una existencia? Ante esta idea volvemos a retroceder. Resulta tan miserable y baja que no podemos aceptarla. Y procedentes de ciertas recónditas cámaras de la memoria largamente olvidadas, recordamos algunos proverbios y frases de sabios, por ejemplo aquél dicho de Goethe de que “nada es tan difícil de soportar como una serie de días buenos”. Y, sin embargo, ¡cuánto deseamos todos esos días agradables! Pero la filosofía tiene razón, pese a todo: el hombre ansía la felicidad y, empero, no la soporta mucho tiempo. Así sucede en la vida del individuo: la felicidad es una flor muy hermosa y digna de estimación, pero se marchita pronto. Quizá ocurra algo semejante con la Historia, y ese pequeño número y breve duración de las épocas que nos parecen bien temperadas y envidiables deba ser conseguido mediante las calamidades y los ríos de sangre y lágrimas de la Historia mundial.
Entonces, ¿qué nos queda por desear, si sólo existe la elección entre los infiernos de la vida heroica y las pequeñeces de la otra vida, la que no hace historia?
Podríamos dedicar muchos pensamientos al tema y no llegar a ninguna conclusión si no se nos ocurriera que esa pregunta de lo que debemos desear está mal formulada y es totalmente inútil, una pregunta realmente pueril. El largo estruendo de la guerra nos ha vuelto un poco infantiles, según parece. Un poco infantiles y primitivos. Durante un considerable espacio de tiempo tuvimos casi olvidado lo que los grandes maestros de la humanidad descubrieron y enseñaron. Todos vienen enseñando lo mismo, desde hace milenios, y cualquier teólogo o persona con formación humanística podría decírnoslo con toda claridad, tanto si tiende más hacia Sócrates o hacia Lao Tse, hacia el Buda de sonrisa inexpresiva o hacia el Cristo de la corona de espinas. Todos ellos, e igualmente cualquier sabio, inspirado e iluminado, cualquier buen conocedor y maestro de las humanidades han enseñado lo mismo, es decir, que el hombre no debe desear para sí grandeza ni felicidad, ni heroicidad ni dulce paz, sino que no debe desear nada para sí, salvo una mente clara y despierta, un corazón valiente y la fidelidad e inteligencia de la paciencia, para con ello soportar tanto la dicha como el dolor, el ruido y el silencio.
Estos dones son los que tenemos que desear. Todos tienen el mismo origen. Vienen de Dios y no son otra cosa que la chispa divina que hay en cada uno de nosotros. No notamos cada día esta chispa; a veces pasamos tiempo sin sentirla y nos olvidamos de ella, pero un solo instante, el más inesperado, puede regalárnosla de nuevo, ya sea un instante de temor y desesperación, ya sea un instante de la más feliz quietud: una mirada al misterio de un cáliz de flor, el escuchar un par de compases de música, los ojos confiados de un niño. En esos momentos, los de gran peligro de muerte o de la más silenciosa sinceridad, comprendemos todos, aunque no seamos capaces de expresarlo con palabras, cuál es el secreto de todo saber y de toda dicha, el secreto de la unidad. Que Dios, el no, vive en cada uno de nosotros, que cada puñado de tierra es el hogar, cada hombre un pariente, un hermano, que la comprensión de esa unidad divina desenmascara como trasgueo y engaño toda división en razas, pueblos, ricos y pobres, confesiones y partidos: ése es el punto al que volvemos cuando una terrible angustia o una tierna emoción nos abren el oído y confieren la capacidad de amar a nuestro corazón.
Deseemos esta paz interior para nosotros y para todos: para quienes en esta hora se acuestan en su segura casa y para aquellos que, por carecer de hogar y cama, tienen que pasar la noche mascando la miseria. Paz interior les deseamos a los vencedores, para que su victoria no les vuelva orgullosos y ciegos, y también a los vencidos, para que no maldigan su suerte y se la deseen a otros, sino que se hallen dispuestos a sufrirla y a percibir en ella la voz de Dios.
Los hombres no somos capaces de una vida duradera en esta paz y este sencillo y buen reconocimiento, o si acaso sólo lo son los contados santos. Eso lo sabemos todos y mil veces nos hemos avergonzado de ello. Pero si llegamos a la certeza de que el camino hacia una humanidad más elevada y noble conduce únicamente a través de esta escuela, a través de la siempre repetida experiencia de la unidad, a través de la siempre nueva penetración en la simple verdad de que nosotros, los hombres, somos todos hermanos y de origen divino, si una vez nos ha sacudido y herido ese rayo nunca podremos volver a quedar dormidos por completo ni caer del todo en el sueño febril de aquella postura mental de la que resultan las guerras, las persecuciones de razas y las luchas fratricidas.
Año tras año hemos tenido que presenciar cosas horribles, lo que ya casi no se podía soportar, y otros, menos afortunados que nosotros, tuvieron que sufrir la guerra con todas sus torturas físicas y psíquicas, e incluso hay quien todavía hoy las sufre. No es de extrañar, pues, que entre sangre y lágrimas muchas personas abandonara n las opiniones y clasificaciones con las que la gran mayoría arregla el mundo a su gusto en tiempos cómodos. Muchas son las personas que despertaron, que se sintieron golpeadas por la conciencia y muchas se prometieron: si salgo de ésta seré un hombre distinto, mejor. Hoy, igual que siempre, existen los homines bona voluntatis, los hombre de buena voluntad, a quienes se les ha manifestado Dios y para quinees se ha desvelado parte del misterio universal, y a ellos solos, y nunca a nación, clase, alianza u organización alguna, le ha sido confiado jamás el futuro, y ellos solos poseen la secreta fuerza de la fe.
Hace tiempo, en una noche de insomio, cuando estaba bajo la primera impresión de las atrocidades cometidas por Hitler, eescribí una poesía en la que, a despecho de los horrores, intenté manifestar mis creencias. Termina esa poesía así:
Por eso, entre los hermanos errantes,
hasta en la discordia es posible el amor.
Y ni el juzgar ni el odio,
sino el amor paciente,
la amorosa resignación,
a la sagrada meta nos acercan.
-El texto fue leído por Radio Basilea durante la noche de Año Nuevo de 1946 y se encuentra en el libro Hernann Hesse. Escritos políticos 1932/1962, editado por Bruguera en España en 1978.
Autodefinido tempranamente como “apolítico” o incluso “antipolítico”, sin embargo las guerras mundiales lo obligarán a numerosas tomas de posición. Aunque crítico hasta su muerte de los imperialismos militaristas, incluyendo en estos al mundo soviético, el ascenso de Hitler lo obligó a involucrarse políticamente (siempre se mantuvo crítico de los partidos). “Estas contradicciones no se solucionan pensando. El mal existe en el mundo”, afirma un texto de esos años. Desde el exilio, continúa publicando reseñas de libros en diarios alemanes -hasta que es prohibido en 1935- porque se sentía obligado a “no abandonar esta Alemania brutalizada y sucia, sino a conservar, desde mi esfera, la tradición de la nobleza y de la justicia” y además de porque era “el único crítico alemán que da a conocer libros de emigrantes y de judíos”.
En un texto de 1955 relativiza algunas de las afirmaciones de su mensaje de fin de año de 1946 explicando: “No creo en ningún dogma religioso y, por consiguiente, tampoco creo en un Dios creador de los hombres que les haya permitido desarrollar ese progreso que va desde matarse entre sí con hachas de piedra hasta la mutua eliminación con armas atómicas”. Luego añade: “No creo que tan sangrienta Historia mundial tenga “sentido” en el plan de un soberano divino, que de esta forma haya querido darnos algo que no comprendemos pero que es celestial y magnífico”. Pero concluye afirmando: “Sin embargo, tengo una creencia, un presentimiento o una vislumbre convertida en instinto que me dice que sí, que en la vida hay un sentido”. Aquí también recupera a Sócrates, Buda, Jesús y las sagradas escrituras de hindúes, judíos y chinos, así como a “todas las maravillas producidas por espíritus pacíficos en el mundo del arte”. “Las obras de arte tienen una duración mucho más larga y segura que las de la violencia, pues las sobreviven miles de años”, concluye.