Huecos que resuenan: Tres poemas de Julia Magistratti

De una atención profunda, puesta en lo más interno como contrapunto a un afuera sórdido: así es la voz que acompasa los poemas de Julia Magistratti. El invierno de la infancia está regido por un sentido entonces sólo intuido. Es rígido. Ofende la vida. No hay tal paraíso: aquel del que suele hablarse desde cierta normalidad de mundo se resguarda en la furia de las madres, en la advertencia de la abuela, en una siesta de barro que denuncia silenciosa el escarmiento sobre los cuerpos, la rutina ciega, la matanza traslúcida. Aun los gallos que esperan el día delatan toda esa violencia ensordecida, y un cuerpo de infancia es caja de resonancia que procura el oxígeno para poder pronunciarse.

Los siguientes tres poemas pertenecen a Pueblo (La Gran Nilson, 2016), y son un puño que ofrece el manojo de dolores percibidos para poder mirar fijo hacia alguna parte: aunque no hayamos tenido un relato que diera cuerda a todo aquello, aquí está. La voz del poema resuena. El lenguaje, sí, es su casa. Trabajada por la vida y por el olvido.

Curaduría y notas: Lali Destéfanis

 

La grieta

Donde yo veía una grieta
un albañil me dijo “la casa ha trabajado”.

Hay agujeros en las personas
sitios inhóspitos en los que no habitaría un pájaro.
Lugares sin abrigo adonde acude el lenguaje
con su instante en fuga,
su residuo desesperado.

“La vida ha trabajado”,  le digo,
y me observo las manos solas,
toco esta cabeza que por la madrugada escucha a los gallos
delatar la cartografía de un pueblo a oscuras.
Las ratas que hacen surcos para llegar a alguna parte.
Los alimentos que desovan en la oscuridad del estómago.

“El olvido ha trabajado”, me digo,
y cierro los ojos que dan a otros ojos,
reúno los caminos que nos vieron pasar.
Como si alguna vez volviera la primera vez de todo,
y yo fuera una grieta que anda por el aire
y que aún no encontró la casa.

 

 

Infancia en dictadura

No me gustan las cosas que llegan por la noche.

El circo que ocupaba el descampado con una sigilosa extravagancia
montaba sus destartaladas piezas.
Y a la mañana siguiente, en la panadería, unos seres animados e irreales,
ocupaban el espacio,
desorientando a los niños, los perros y las viejas
que volvían a sus casas sin el mandado.

No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una amenaza que se dice por lo bajo.

Los soldados que todos los 9 de julio esperaban a los gallos y el desfile,
hacían el chocolate en los tanques despintados,

el frio del amanecer apretaba la entrepierna de los raídos trajes verdes
y el casco enfriaba el cuero de la cabeza,
los pibes colimbas meaban la leche recién ordeñada.

Abanderados y escoltas aparecían en el horizonte como un sol artificial
con maestras que ya murieron de cáncer y desconsuelo.

La noche anterior, las madres almidonaban los uniformes y delantales apretando la plancha sobre los dobladillos, descargando la furia sin más de entregar a sus hijos a los ojos de interventores, generales, jueces, párrocos y altivas directoras de escuela.

Mi abuela decía “nunca crean en nada que tenga polleras: ni directoras ni ingleses ni sacerdotes”.

No me gustan las cosas que se instalan por la noche
como una verdad susurrada que se dice una sola vez

o una sirena
que no viene de ningún lado
pero viene hacia nosotros.

 

 

Rabia 

Yo tenía una rabia.
Cultivaba como flores una rabia.

Es domingo a veces en el pasado.

En la hora de la catequesis, habla el párroco de gris
con una lengua blanca en el cogote, atragantada.
El Monte de Sinaí queda más lejos que los toboganes
de los que nunca hubiéramos querido bajar.
Filisteos, sacramento, corintios, profetas,
palabras sin sentido mientras la hostia se pega en el paladar.
Aliento a hostia nos quedaba como materia de silencio
y nada más.
Hasta que abrían la heladería de enfrente de la iglesia
que era como el cielo prometido.

Del otro lado de los vitrales, en las vías,
cada tanto asomaba un croto, nos hacía señales de luces con un espejo,
y era el hombre del nuevo testamento, dispuesto a una siesta de barro.

Una voluntad de huida tenía mi rabia. Y masticaba con mis dientes hinojos robados de los jardines.
Más allá, del otro lado del tejido, los toros atropellados por las moscas,
inmóviles como el mundo.

Y yo siempre estaba casi a punto de romperme la nariz contra una pared
para demostrar que no existen las paredes.

 

 

María Julia Magistratti nació en Azul, Provincia de Buenos Aires, en el año 1976. Es Licenciada en Ciencias de Comunicación (UBA). Ha publicado los libros de poesía Alasitas (Honorarte, 2004), Ea (El Mono Armado, 2007), El Hueso de la sombra (Ruinas Circulares, 2011) y Pueblo (La Gran Nilson, 2016), además de participar en varias antologías literarias de Argentina y el exterior. Es co-directora del sello editorial La Gran Nilson.