Juan José Saer: «Sartre: contra entusiastas y detractores»

Después de la muerte del escritor y filósofo francés Jean-Paul Sartre, el 15 de abril de 1980, Juan José Saer envía un texto exclusivo para la revista Punto de Vista, en el que demuele a sus críticos y apologistas por «ignorantes» y plantea que es un absurdo pretender analizar la obra sartreana por géneros ya que «todos sus textos nacen de la misma obsesión por asir al hombre en situación, como él decía, esclareciendo sus determinaciones, para reunir los pedazos de una totalidad humana desgarrada por múltiples contradicciones».

 

A propósito de las relaciones de Sartre con la literatura, he podido observar que muchas veces tanto sus entusiastas como sus detractores incurren en el mismo error de apreciación. Los primeros, adeptos a los escritos polémicos cuyo texto mayor sería Qué es la literatura, han visto en esa descripción sociológica de la situación de los escritores franceses en 1947 y en la teoría del compromiso una estética voluntarista que, una vez aprendida de memoria, serviría para edificar un discurso transparente sobre la realidad. Los segundos, por razones simétricamente opuestas, basándose en los mismos textos pero valorando negativamente sus obras literarias por considerarlas como subproductos de la teoría, han descalificado al escritor en nombre de una visión más contradictoria de la literatura. Puede decirse, entonces, que los dos bandos tienen la misma opinión y, sobre todo, aunque simulen atribuírsela a Sartre, la misma concepción de la literatura. Por opuestas que parezcan, las dos posiciones vienen del mismo reflejo de fetichización.

Muchos entusiastas de Sartre se aferran a la teoría del compromiso a partir de sus propias simplificaciones ideológicas, sin tener en cuenta que el compromiso es justamente el resultado de una inmersión en una situación concreta, y que, como lo probaría más tarde la Crítica de la razón dialéctica, esa inmersión supone un rigor metodológico infinitamente elaborado que se adecúe a la complejidad de lo real. El compromiso no es por lo tanto la teoría de las buenas intenciones, ni del dogma ideológico. No basta ser declarativo ni gargarizar profesiones de fe: la fe ha de ser sustituida por una teoría correcta y las denuncias no pueden ser globales sino que deben señalar la exacta opresión. El escritor no es un tenor que vocaliza generalidades en un escenario bien iluminado, sino un hombre semiciego que trata de ver claro en la negrura de la historia.

Por su parte, los detractores de Sartre fetichizan inversamente la concepción que tienen de la literatura y del escritor. El arte, dicen, es ambiguo y contradictorio. No vale la pena tratar de comprometerse, puesto que las obras se escriben un poco por sí mismas y, además, el hombre es de tal o cual manera; la teoría del compromiso es extraña al arte. Las obras de arte son buenas o malas; que sean comprometidas o no, no modifica para nada su esencia. Borges, adaptando la broma de uno de sus maestros ingleses, ironizó hace poco: hablar de literatura comprometida sería como hablar de equitación protestante.

Estas dos actitudes tienen como fundamento común el fetichismo de un saber previo sobre la esencia de la literatura que utiliza la obra de Sartre como emergente o como chivo emisario. La causa de esas posiciones es una doble ignorancia: ignorancia de lo que Sartre ha escrito realmente e ignorancia de las exigencias prácticas de todo trabajo artístico.

La obra de Sartre desmiente a gritos, de una punta a la otra, esas simplificaciones. En “las palabras”, que es un ejemplo deslumbrante de praxis textual, Sartre nos hace descubrir, descubriéndolo él mismo a medida que escribe, que la autobiografía es un género trágico, que toda empresa autobiográfica está destinada al fracaso por la imposibilidad que existe no solamente de formular la propia experiencia en un género literario determinado, sino también de acceder plenamente a esa experiencia. Ese libro único prueba que para Sartre la producción textual era una praxis rigurosa quince años antes que una legión de divulgadores (con Phillippe Sollers a la cabeza) lo declarara pasado de moda en nombre de esa misma producción textual.

Los surrealistas denostaron enérgicamente el Baudelaire ya que pretendían que Sartre trataba a Baudelaire como a un caso clínico sin advertir que, bajando a Baudelaire de su pedestal, reubicándolo en la red de sus contradicciones, no hacía otra cosa que actualizar la vigencia de su poesía y ponerla otra vez en el centro de nuestras vidas. Sartre, que dejó pedazos de la suya escribiendo, durante 17 años, su inmenso Flaubert, es sin duda menos leído que calumniado. Sus detractores parecen conocerlo más por la chismografía periodística que por sus libros: Sarte ha escrito sobre Faulkner, sobre Dos Passos, sobre Genet, sobre Mallarmé, sobre Baudelaire, sobre Flaubert. Su filiación filosófica incluye los nombres de aquellos filósofos que han estado más cerca de los poetas o que se han ocupado con mayor lucidez del arte y de la poesía: los estoicos, Rousseau, Diderot, Marx, Kierkegaard, Heidegger, etc. Si tenemos en cuenta la precisión ardiente de prosa en los momentos más felices, podemos decir que Sartre es también un filósofo poeta. Aunque el pensamiento sartreano pierda vigencia alguna vez, la intensidad de su escritura le asegura desde ya su perennidad.

Del mismo modo que su persona, también la obra de Sartre es inclasificable. Él decía a menudo de sí mismo que no era inteligente, y creo que esa declaración era una manera humilde de verse a sí mismo en la lucha en que se ven todos los hombres de buena fe cuando tratan de constituir una visión del mundo vivida y pensada auténticamente hasta sus últimas consecuencias. Su materialismo, implícito ya de alguna manera en sus primeras búsquedas delo concreto, es el resultado de una larga reflexión y de una lucidez sostenida contra el confort intelectual de su tiempo, que pretendía dividir el pensamiento en dos bandos, y contra su propia formación intelectual que era, a través de Husserl y Bergson, de filiación idealista. Era una especie de materialismo heroico. Como dice el doctor Susuki, lo que oponía, entre los primeros zen de la China, la Escuela del norte a la Escuela del sur, no eran simples puntos doctrinales secundarios, sino una diferencia inherente al espíritu humano: en tanto que la Escuela del Sur afirmaba que la iluminación era súbita y que no exigía ninguna preparación previa, para los del norte esa iluminación no se daba más que como resultado de un largo trabajo. Es evidente que ese trabajo se confundió con la vida misma de Sartre y que cuando alguien le hizo la observación de que se había destruido físicamente escribiendo, Sartre contestó: “Es mejor escribir la Crítica de la razón dialéctica que gozar de buena salud”.

El carácter inclasificable del pensamiento sartreano reduce al absurdo la tentativa de clasificar la obra por géneros. Preferir sus novelas a su teatro y sus ensayos a sus novelas carece de fundamento y sentido. Todos sus textos nacen de la misma obsesión por asir al hombre en situación, como él decía, esclareciendo sus determinaciones, para reunir los pedazos de una totalidad humana desgarrada por múltiples contradicciones. En ese sentido, Sartre no difiere de los otros grandes escritores de nuestro tiempo, y los escribas corporativos que pretenden reservarse el dominio puramente literario, deberían aprender antes que nada la lección que su obra inmensa nos deja. Si reconocemos en Sartre un escritor y no un simple filósofo profesional, podremos enriquecer nuestra concepción de la literatura y los instrumentos que nos sirven para construirla, en lugar de jactarnos de ser simples escritores profesionales.

No hay, entonces, que confundir: Sartre no se expide a priori sobre el modo de hacer literatura ni tiene, de antemano, una concepción del hombre. Son sus textos de acero los que buscan, con arrojo, nuestro destino. En uno de sus libros menos conocidos, Plaidoyer pour les intellectuels, Sartre, describiendo al escritor, dice que es inútil exigirle a éste el mismo compromiso que a los intelectuales, porque ese compromiso está inscripto en la esencia misma de su trabajo, que el trabajo de un artista consiste en universalizar su singularidad  que no vale la pena exigirle, como al sabio atómico, por ejemplo, que incluya la totalidad humana en su praxis singular, porque el arte es la única actividad que no podría existir sin esa síntesis enriquecedora.

Y si no les basta, a los escribas, ese homenaje continuo que el pensamiento de Sartre le rinde a la literatura, que se remitan, si les queda tiempo, a sus realizaciones: por ejemplo, el último capítulo de Cuestiones de método. Para aplicar sus distintas tentativas metodológicas (multidisciplinaria, progresivo-regresiva, etc.), Sartre imagina dos muchachos que estudian, con la ventana abierta, en un cuarto de trabajo, y el entrelazamiento de determinaciones que constituyen ese simple acontecimiento. Por aproximaciones sucesivas Sartre va tratando de mostrarnos lo que oculta la simple apariencia y aquello de que se caga, arduo y espeso, todo acontecimiento. En esas páginas limpias Sartre no es otra cosa que un narrador, uno de los más grandes, es decir alguien que, lleno de un recuerdo obstinado y singular, trata de ponerlo en una hoja de papel para tratar de encontrarle, entre todas esas palabras, un sentido a tanto infinito.

 

Publicado en revista Punto de Vista, Número 9, año III, julio-noviembre de 1980