Juan Lee, buscando una lengua materna

 

Por Libertad Fructuoso

¿Cómo es pasar la infancia sin comprender la lengua de los padres? ¿Qué es el karoshi? ¿Cómo se llega a ser un idol? ¿Qué significa en este contexto hacer “lo normal”? En esta crónica Juan Lee nos cuenta cómo un joven coreano-argentino habita la ciudad de Buenos Aires.

En su foto de perfil de whatsapp, Juan Lee usa un decoroso blazer negro, con grandes auriculares que le rodean el cuello y apoyan sobre las solapas. Sonríe tímidamente bajo luz tenue y un mechón de pelo oxigenado es acaso una nota que sobresale. Por su aspecto es coreano, y en efecto sus padres migraron desde Corea del Sur a la Argentina, donde Juan nació en 1998: de chico pasaba mucho tiempo con niñeras o con sus hermanas, que le hablaban en castellano, pero los padres, aún afincados y afianzados económicamente, nunca aprendieron la lengua local, y Juan recién ahora, en plena adolescencia, estudia coreano, para poder hablar con ellos. Actualmente sólo sabe algunas palabras.

Juan y su familia viven en una lustrosa torre con amenities en Boyacá y Avellaneda. Unas palmeras Fénix aportan aire miamesco a la entrada, en contraste con el aire romano de la escalinata con balaustrada: en Flores conviven las casonas antiguas con el heterodoxo cúmulo de épocas arquitectónicas que las sucedieron. Dos conserjes saludan en la entrada. Se ven tranquilos, pese a que detrás de su mesa de recepción tienen cerca de una docena de pantallitas que muestran imágenes de cada rincón de la torre y sus alrededores: son encargados-guardias. Valets, incluso, pues demuestran saber la mayoría de los nombres de los vecinos que entran y salen del edificio, conocen al dueño de cada auto y a qué hora lo requieren.

El ascensor metálico se abre como si fuera una caja de seguridad, y emerge Juan. Señala el camino hacia el gimnasio del edificio. “Acá vamos a poder hablar tranquilos”, dice con voz nasal. Está vestido de entrecasa y no por eso pierde elegancia. Un gimnasio bastante equipado: cuatro bicicletas fijas, módulos para brazos, para piernas, barras de gimnasia; aparatos para ejercitar la musculatura del cuerpo entero, parte por parte. Ahora lo usamos para conversar. Juan se acomoda el mechón decolorado que se le cae en la cara, se sienta sobre una camilla, cruza los brazos, cruza las piernas bien enrolladas en tirabuzón, con una firme torsión que lo hace parecer una esfinge.

Mi mamá me habla en coreano y yo le digo que sí con la cabeza, pero no le entiendo”, cuenta Juan. Cuando llega de trabajar, la madre se pone a planchar, ordena, barre y hace la comida. “Recuerdo un libro que me leía. Sí. Un librito chiquito en coreano, de una tortuga y un conejo. O de un ratón y un león. Ahora que entré al curso de coreano conseguí leerlo, pero me trabo. Puedo leerlo y entender un poquito pero me gustaría leerlo fluido. Es que mis papás siempre trabajaron mucho y no tienen tiempo para estudiar español, así que fui a estudiar coreano”.

Una de las profesoras que organizan el programa de enseñanza de coreano al que asiste Juan en Flores cuenta que “él es de los pocos hijos de coreanos (es decir primera generación de argentinos) que viene a estudiar coreano; pero los padres de los demás sí hablan castellano.  Cuando Juan empezó, la madre vino a firmar una autorización porque él es menor: la señora no entendía una palabra de español.

Además,  explica que “en el Bajo Flores hay una escuela coreana que enseña el idioma y la cultura coreanas. En los últimos tiempos, la comunidad se ha ido desplazando por ‘cuestiones de seguridad’ desde lo que era el denominado Corea town, en Bajo Flores, hacia Flores-norte y Floresta. Si bien la mayoría de los migrantes coreanos transmite su lengua de generación en generación, ir saliendo del ‘gueto’ les planteó la necesidad de una mayor apertura”.

Los papás de Juan se llaman Dae Su y Hanuel. Tienen nombres en español que son Martín y Karina, pero no los usan. Vinieron en la oleada de migración coreana a la Argentina que hubo el 84 y 89: para 1990, se habían radicado unos cuarenta mil. En Buenos Aires prima la red comercial coreana que se especializa en tecnología, seguridad, e industria textil, rubro de especialización de Dae Su y Hanuel: ellos son importadores de ropa. Tienen un local en Avellaneda y Nazca. “Se van temprano de casa, y vuelven tarde”, cuenta Juan. En los ratos libres, él va con sus hermanas al local, dice llevarse muy bien con los empleados del negocio de ropa. Son tres bolivianos treintañeros y entre ellos hablan quechua. “Cuando estoy yo cerca hablan en español, son educados en ese sentido”, dice Juan. “En cambio los amigos de mi padre me hablan directo en coreano, pero yo sólo puedo saludar”, cuenta, contraponiendo un vínculo con el otro, y añade, alejando el tema de su caso particular, que “en Corea no se saluda con un beso, sino con la cabeza”.

En el universo de diferencias en los modos de vivir entre Corea y Argentina, la cultura del trabajo no es la menor. Si bien el workaholismo es una tendencia mundial, en Corea, Japón y Taiwán es tan acentuado que, por ejemplo, existe un término en salud pública y laboral que se refiere a la muerte por exceso de tareas: karoshi. Se acuñó en 1978 en Japón después de que se presentaran diecisiete fatalidades por no parar de trabajar. En caso de karoshi, los empleadores deben indemnizar a la familia del empleado afectado. Esta es una referencia sobre el mundo del que al fin y al cabo los papás de Juan se fueron; la suya es una familia que comparte la cena.

-Comemos todos los días comida coreana: arroz con kimchi, fideos instantáneos y una sopa de pollo.

-¿Te gusta la comida picante?

-Lo normal.

Durante la cena sus papás miran golf o noticieros a través de un servicio pago de televisión coreana que se transmite de manera digital. Las noticias se detienen en escenas de la sociedad en Seúl: media hora de programa sobre nuevos modelos de sillas eléctricas (no para electrocución, sino para evitar caminar en la calle) o sobre una pelea entre dos señoras en el subte. -Parecen programas armados- acota Juan.

-¿Y vos qué mirás en la tele?

-Lo normal. Un programa de citas a ciegas, el de Guido Kaczka que se llama “Todo o nada”.

Cualquier pregunta puede tener como respuesta lo normal para Juan y sin dudas es una muletilla que resuena en su boca: lo normal para algunos niños es aprender la lengua de sus padres, lo normal para otros es ser bilingües, lo normal para Juan es haber aprendido sólo el español pese a que en su casa se hable coreano.

-También miro programas de idols.

En Japón y Corea, el fenónemo de los idols (como acá Violetta, por ejemplo) es enorme. El espectáculo pone el foco en cómo se construye afectiva, social y estéticamente el ídolo, en vivo. El joven debe sumirse a un ritmo de dietas y a una disciplina moral megaestricta. Un equipo de asesores de imagen direccionan el comportamiento y aspecto de los jóvenes. Desde pequeños viven de publicidades. Para ser idol coreano es necesario tener una impronta occidental, cierto mestizaje cultural, pero sobre todo sobreponerse y superarse a sí mismo: se podría decir que son el ícono joven de la meritocracia. Juan mira ficciones de dieciséis capítulos que muestran un día de escuela de los idols: la trama abunda en lo buenos compañeros y sensibles que son, en cómo se enamoran de un nerd, etc.

Juan también participa de juegos de rol. Sin embargo, dice que no tiene “muchos amigos”. Que le cansa ir a Starbucks donde van sus compañeros de escuela. No encaja, dice.

No sólo con sus compañeros de escuela. Desde los ocho años fue a una Iglesia evangélica coreana, pero la gente no le caía bien: “La Iglesia termina siendo donde se aprende a hablar y a escribir el idioma. Quizás por eso no haya aprendido coreano”, destaca.

Bajo la mirada de los guardias-encargados-valets, que vinieron al gimnasio a pasar la aspiradora (uno aspira, el otro le sostiene el cable), Juan dice que se siente un poco argentino y un poco coreano. De Corea, explica, no le cierra el esquema social, muy tradicional.

-Mi mamá y mi papá tienen una mentalidad muy cerrada sexualmente, igual que los coreanos en general. La imagen familiar es muy atrasada, dura para los coreanos: rígida.

Hay cuarenta templos evangélicos coreanos y dos budistas en la CABA, para cerca de quince mil coreanos según datos censales de 2010. Una frase popular coreana bromea “si se juntan tres chinos abren un restaurante, si se juntan tres japoneses ponen una compañía y si se juntan tres coreanos abren una iglesia”.

-Fue culpa mía no aprender coreano. Supongo que  fue por dejar de ir a la Iglesia. De chico no tenía mucho que hablar con mis papás. Ellos trabajaban de siete de la mañana a siete de la tarde. Cuando yo llegaba del colegio quería jugar a la Nintendo: al Mario Bros, por ejemplo.  Después comía y me iba a dormir.

-¿Comías con tus papás?

-Sí.

-¿En silencio?

-Yo no era de hablar con ellos, o sea, hablaban entre ellos. Yo miraba la tele, a lo sumo me preguntaban cómo me iba en el colegio o cómo iba mi vida. Yo les respondía tipo: me aburro o la paso bien. Y les contaba si tenía alguna excursión o campamento. En ese momento no sabía nada de coreano, todo en español. Ellos entienden palabras clave: si le digo “campamento” me entienden. Y por ahí le decía un día antes ‘¿te acordás del CAMPAMENTO que tengo?’. Ellos no entendían la parte de cuándo tenía el campamento, pero sí la palabra. Es como que cada día les tengo que hacer acordar de las cosas.

-Ponele que le decías que tenías que pagar la cuota…

-Claro. Si es por tema plata, les pido la plata y nada más, hay veces que no me preguntan para qué y otras veces se los digo directamente yo: ‘cantidad de plata para tal cosa’. No me preguntan ni para qué, ni cuándo. Así no alargamos tanto la conversación.

-¿Ellos te cuentan cosas de su vida?

-No, no son de contarme nada, como que le cuentan más a mi hermana más grande, tienen más contacto con ella ya que trabajan juntos ahora. Yo no hablo con ellos de su vida.

-¿Cómo  vivís esta situación de multilingüismo en tu casa?

-Está bueno tener padres que hablen otras lenguas, ¿no?

Los papás se conocieron acá, Juan no sabe cómo fue. -”No son de contar sus cosas”, asegura.

En cambio, su hermana Anabela conoce la historia de la familia Lee en detalle. Llegaron a Sudamérica con padres y hermanos, después de terminar la secundaria. Dae Su vivió unos años en Paraguay y años más tarde vino a Argentina. Se conocieron en el casamiento de unos amigos:ambos eran los padrinos.. Cuando terminó la ceremonia en el templo, Dae Su se acercó e invitó a Hanuel a llevarla a la fiesta. Empezaron a salir. Al poco tiempo se mudaron a Ciudadela y vivieron unos años en un departamento ínfimo. Nació primero Anabela y dos años más tarde, Camila.

Las hermanas de Juan tenían niñera y profesora particular que las ayudaba con las tareas en español. Los sábados iban a aprender coreano. Dae Su y Hanuel trabajaban todo el día, pero querían que sus hijas aprendieran perfectamente el español. Primero revendieron ropa en Liniers, después la empezaron a realizar ellos mismos. Anabela conoce minuciosamente los pasos en la producción textil, porque estudió Diseño de indumentaria en la Universidad de Palermo, y ahora cursa moldería. Sus papás elaboraban cada prenda paso a paso. -El encimado es lo primero y resulta una tarea pesada: consiste en desplegar pilones incómodos de tela, alinear cada extremo, estirar la pila sobre una superficie bien amplia, y después cortarla según el moldeexplica la hermana mayor.  Y lo último es la costura. Luego de estas tareas pasaban a buscar a las niñas por el colegio y volvían al trabajo.

-Hanuel (la mamá) alquilaba novelas coreanas en un videoclub en Bajo Flores para que aprendiéramos a hablar coreano y las maestras particulares nos leían cuentos también en coreano- cuenta Anabela.

Diez años después pusieron su propio local de ropa. Para esa época (1998) nació Juan.

Económicamente crecieron muchísimo: pasaron de una manta en Liniers a un gran local en Floresta que ellos dirigen; de un pequeño departamento en Ciudadela, a un piso en Flores.

El local de ropa de los Lee se dedica a los talles grandes y tiene una vidriera en desnivel con unas transparencias que dicen Body en cursiva. La estructura que sostiene la vidriera es de madera perfectamente lustrosa. Moderno y refinado, el local Body es inmenso: al fondo tiene un depósito donde los empleados realizan todas las tareas de encimado, confección y costura.

No fueron padres ausentes. Me acuerdo de ir a la plaza de Avellaneda y Donato Alvarez con mi mamá y mi hermano. A Hanuel le encantaba llevarnos a la plaza. Hoy pueden darse el lujo de descansar un poco. De vez en cuando vamos de vacaciones a Villa Gessell en auto- aclara Anabela. Los últimos años los papás viajaron mucho a Seúl.

Anabela comenta que su papá, Dae Su, es charlatán. Siempre que llega a un lugar saluda “Hola, cómo estás” con acento coreano, se ríe y no dice nada más: llama a Anabela para que le traduzca. Ella dice estar segura de que su papá tiene que saber español después de vivir tanto tiempo acá, pero “por alguna razón no lo quiere hablar. Si no ¿cómo hizo para trabajar, ponerse un local, tener empleados, una marca de ropa…?”- se pregunta en voz alta Anabela.

A Hanuel, en cambio, el idioma le cuesta mucho más. Hace poco le detectaron un problema en el oído, incluso. Puede que no oiga muy bien.

Anabela se siente completamente argentina. :-Me gusta ir a bailar, tomar cerveza, salir con amigos. A veces los amigos te tironean y dicen: no salgas con tus amigos coreanos, salí con nosotros, o al revés. Con el tiempo aprendés a manejarlo. En Seúl no podría vivir. Tienen una cultura de la competencia muy inculcada. En los colegios y universidades hay carteleras con listados del rendimiento de cada alumno durante todo el año y allí se van registrando rankings de cada cual.

Anabela insiste en explicar que los papás nunca estuvieron ausentes.

-Mi hermana Camila es como una mula. Trabaja y estudia. Cuando llega de su día se encierra en su cuarto y no sale más. Le encanta estar sola. El caso de Juan es más complicado-, confiesa Anabela, pero no le preocupa para nada.

-Quizás mis papás estaban más cansados cuando tuvieron a Juan, que fue diez años después que a nosotras. No lidiaron para mandarlo a la escuela de los sábados. No insistieron como conmigo y con mi hermana. Además Juan siempre fue más tímido y cerrado. Es común: muchos chicos no quieren aprender coreano. Lo raro es que Juan ahora está bastante interesado en comunicarse con nuestros papás- reflexiona Anabela.

Juan ahora está terminando la secundaria. El año pasado viajó por primera vez a Seúl y este 2017 tiene planeado ir de nuevo, si le va bien en las materias de quinto. Juan no elegiría quedarse a vivir en Corea porque le tocaría hacer la colimba y además porque es una sociedad demasiado exigente con el idioma, con el estudio y con el estatus social necesario alcanzar para tener una buena vida.

¿Estás ansioso por volver a Seúl, Juan?

-Lo normal.

La muletilla de Juan resuena en su boca: lo normal, lo normal, lo normal.