La dictadura del progretariado y la cancelación de un zapallo

Por Iván Horowicz

Iván Horowicz comparte con Sonámbula una reflexión sobre la urgencia de cuestionar en profundidad la «corrección política» y la absolutización de las definiciones «identitarias», lógicas que conllevan el riesgo de terminar avalando acríticamente «orgullos» respecto de las reivindicaciones más reaccionarias imaginable o una concepción de la política que se limite a plantear transformaciones en el lenguaje sin luchar efectivamente contra los fundamentos de las distintas opresiones.

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A lo largo de la historia de las izquierdas, han sido muchas las veces en que sus sectores más reaccionarios han disfrazado de falacias y de moral sus postulados.

Algo así ocurre con la corrección política, y algo así genera el efecto de la corrección política sobre distintos conceptos. Mejor dicho, la corrección política es en si misma un disfraz. Un chaleco de fuerza que combina en su justa medida una dosis de culpa paralizante, reafirmación identitaria y moral new age post estructuralista, garantizando que la izquierda no salte nunca de la pelopincho de la indignación moral para adentrarse en el mar de la crítica política radicalizada. La metáfora de Capusotto respecto al rock en los 60 era, «dejen a los jóvenes nadar en la pelopincho del rock para que no se adentren en el mar del comunismo». Nos proponemos, en estas líneas, desligarnos de 3 trastes que nos impiden construir una política de lucha para el siglo XXI. Luego de esto, intentaremos dar algunas puntas sobre qué tipo de política (no tan correcta) nos sirve.

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Sobre la culpa paralizante, nuestro primer traste

En un vídeo sobre la corrección política de la La Inca, en el que se pretende problematizar el término, se la define como: «Una serie de acciones y usos del lenguaje que tienden a evitar la ofensa hacia otros, especialmente a raíz de cuestiones tales como la raza, la clase, el cuerpo y la sexualidad. Se trata de evitar formas de expresión que marginen o excluyan a un grupo discriminado».

Esta definición, tomada por La Inca del Cambridge Dictionary, casi no es puesta en cuestión salvo de manera indirecta y a través de algunas críticas de Slavoj Zizek hacia lo que la corrección política oculta y disfraza. Pero siempre, y ante cada posible crítica que se le pueda realizar a la corrección política, la Inca es muy políticamente correcta -valga la redundancia- y se ataja antes de patear.

Es claro que cuando se critica hay que tener cuidado, porque las críticas a la corrección política suelen ser usadas por la derecha para escudarse de, por ejemplo, la impresionante ofensiva feminista que ha puesto contra las cuerdas al sistema político en los últimos años. Tiendo a pensar que si la derecha es capaz de esgrimir un argumento, algo de verdad tiene ese argumento, aunque obviamente oculto detrás de un uso oportunista y retorcido.

Que un misógino machista escude sus espantos con un cuestionamiento a la cultura de la cancelación no significa que la cultura de la cancelación no exista. Que un nazi diga que llueve en el medio de una tormenta no implica que el día esté soleado, ideal para tirar algo a la parrilla. Pero desarrollaremos esto más adelante. Digamos, por ahora, que ni a la Inca ni a nadie le suena muy rara la asociación entre izquierda y corrección. Menos aún, la de una izquierda destinada al cuidado de las ofensas.

Esto puede verse, por ejemplo, en el uso del concepto «clasismo». Clasismo, en la izquierda de los 90 y el 2000 expresaba una postura de defensa de los intereses de la clase. La izquierda clasista era aquella que asumía una postura en la lucha de clases. Hoy clasista es sinónimo de aquel que discrimina a los pobres por su condición de pobres. Si alguna vez se intentó ser la voz de los oprimidos, hoy una culpa paralizante nos obliga a atajarnos constantemente de ser la voz de los opresores.

Algo de esto sale de una correcta autocrítica. De una acertada mirada al espejo de la izquierda en su conjunto. Pero de la autocrítica a la culpa paralizante, existe la misma distancia que de la crítica marxista a la deconstrucción derridiana. Mark Fisher llama a esta trampa de angustia, el castillo de los vampiros. En sus palabras:

«El Castillo de los Vampiros se especializa en propagar culpa. Está potenciado por el deseo de un cura de excomulgar y condenar, el deseo de un académico pedante de ser el primero en ver un error, y el deseo de un hipster de ser parte de lo “in”. El peligro en atacar al Castillo de los Vampiros es que puede verse como que uno está atacando a las luchas contra el racismo, el sexismo y el heterosexismo –y ellos harán todo lo que puedan para reforzar este pensamiento. Pero, lejos de ser la única expresión legítima de esas luchas, el Castillo de los Vampiros es más bien una perversión liberal-burguesa y una apropiación de la energía de estos movimientos. El Castillo de los Vampiros nació cuando la lucha por no ser definido según las categorías identitarias se convirtió en la empresa por tener “identidades” reconocidas por el gran Otro burgués.

El privilegio del que gozo como buen hombre blanco consiste, en parte, en mi inconsciencia acerca de mi etnicidad y mi género, y es una experiencia reveladora el ser ocasionalmente consciente de estos puntos ciegos. Sin embargo, lejos de buscar un mundo donde todos sean libres de la clasificación identitaria, el Castillo de los Vampiros busca meter a la gente dentro de corrales identitarios, donde sean eternamente definidos en términos puestos por el poder dominante, debilitados por la auto-consciencia y aislados por una lógica de solipsismo que insiste que no podemos entendernos entre nosotros a menos que pertenezcamos al mismo grupo identitario.»

El castillo de los vampiros y la corrección política son, en este sentido, sinónimos. Desde este ángulo habría que ver a la famosa cultura de la cancelación.

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Sobre la identidad reafirmatoria, nuestro segundo traste

Hablemos ahora, en serio, de un arma de doble filo: el orgullo.

En primer lugar, vale aclarar que, hasta cierto punto, la lucha por la dignidad de un oprimido va a encontrarse inevitablemente con una necesidad de sentir orgullo y cierta reafirmación identitaria. Esto es en sí mismo un problema difícil de sortear. No tengo respuestas definitorias al respecto. ¿Cómo se lucha contra la identidad sin asumir una identidad? ¿Cómo suplantamos el problema del sujeto ontológicamente revolucionario por un no-sujeto potencialmente revolucionario?

Pienso que plantearlo cómo un problema en sí, abre la puerta a problematizar el orgullo. A ver, por lo menos, que dentro del orgullo no es todo color de rosas.

La cosa va más o menos así: la aparición del orgullo y la reafirmación identitaria parecieran ser, al menos en un sentido empírico, un elemento constituyente dentro de la lucha política de lxs oprimidxs por el mero derecho a existir. Ahora bien, hay un cierto momento en que esa identidad, ese orgullo, se dan vuelta y esa lucha por el mero derecho a existir, esa lucha que a su vez es crítica descarnada contra las patéticas maneras de existir de la sociedad, se transforma sencillamente en que nuestra patética sociedad reconozca nuestra existencia como válida. De ahí lo que Fisher señala como el paso de las luchas contra la identidad a las luchas por el reconocimiento de ese gran otro burgués. La identidad es, esto lo quiero decir sin tapujos, una mierda.

Él orgullo es ambiguo. Es tan necesario para revelarse/rebelarse y querer existir como normativo y funcional cuando aspira a ser reconocido por lo que existe. Tal vez, el orgullo sea en algún punto inevitable. Ahora, hasta el final, es una mierda. Una cosa era el orgullo como respuesta política en la Argentina de los 80, otra cosa es seguir sosteniéndolo hoy como respuesta política, en un mundo en el que las identidades nos devoran cada vez más, nos determinan, no nos dejan ser. No se trata de inventar nuevas cajas clasificatorias sino de destruir las clasificaciones.

Veamos un orgullo «bueno» combinado con un orgullo «malo». Contrastemos (permítanme la extrapolación):

A. La marcha del orgullo LGTB de la Argentina de los 80, con la CHA de Jauregui a la cabeza.

B. La marcha del orgullo LGTB de Tel Aviv en 2019.

¿El orgullo es siempre una respuesta política? Los judíos israelíes militan también el orgullo de su nacionalidad. Pero ese es el combustible moral con el que desprecian a los árabes. Tel Aviv, ciudad liberal dentro de un apartheid, tiene una de las marchas del orgullo LGTB más grandes del mundo. ¿Cómo empalman el orgullo “bueno” y el orgullo “malo”? Ambos son respuestas políticas. Entonces, ¿hay que defenderlo en abstracto?

Si, es una comparación tirada de los pelos la de un país sudamericano tercermundista en los 80 con la de un país euro-asiático en el 2019 pero, ya que entramos en cuestión Israel, vayamos a una mejor comparación, una que toca directamente mi propia «identidad».

Comparemos el orgullo de ser judío antes de 1948 con el orgullo de ser judío israelí en 2021. Allí veremos la distancia.

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Sobre la moral new age post estructuralista, nuestro tercer traste

Ahora sí, retomemos el «peligro» que, según La Inca, implica criticar por izquierda a la corrección política/el castillo del vampiro.

Hagamos el siguiente ejercicio:

Paso 1:

Recordemos como la Inca ubicaba a la crítica como algo peligroso. Porque cuidado, acecha un neonazi dispuesto a usar nuestra crítica a la corrección política para ejercer su neonazismo.

Paso 2:

Recuperemos nuestra crítica al problema del orgullo como arma de doble filo. Contra la identidad, lo que implica que a la larga, contra el orgullo.

Paso 3:

Remplacemos. Dónde La Inca dice, guarda con la crítica, pongamos, guarda con el orgullo. Es decir, veamos cómo ha sido usado el concepto del orgullo por nuestros enemigos.

Conclusión: Corroboramos que orgullo fue usado por nuestros peores enemigos. Cuando se discutía el matrimonio igualitario en Argentina, uno de los voceros homofóbicos hablaba del orgullo heterosexual y el orgullo de la familia.

Pregunta incómoda: ¿Por qué, entonces tanto miedo a la crítica y tanta naturalización del orgullo?

Spoiler alert: hay por qué.

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No sos vos, es tu marco teórico

Que el concepto de orgullo, tomado de las panteras negras, haya sido usado por los blancos supremacistas en Estados Unidos como un disfraz sobre el cual autopercibirse oprimidos por un mundo «anti blanco» pareciera no alertar a nadie. Nadie ubica al orgullo como algo que puede ser «funcional a la derecha». Si algo ama la izquierda de lo políticamente correcto, es alertar sobre los peligros de ser funcional a la derecha.

Decíamos, sobre el orgullo poco y nada, ahora bien, sobre la crítica, cada vez que se abre debate entre las izquierdas, la izquierda de la corrección política se apura en señalar cómo esa crítica puede ser usada discursivamente por las derechas.

Parte de romper con la «corrección política» es dejar de pedirle permiso a una izquierda que ha disuelto el debate y la discusión en el contexto. En este paso, que va del debate al contexto, la izquierda de la corrección política se transforma también en la izquierda del lenguaje.

Viniendo de una formación histórica, es decir, el contexto hecho concepto, me opongo firmemente a la dictadura del contexto: me chupan un huevo los contextos, me importan los debates. Y digo que no me importan los contextos porque a lo que la izquierda del lenguaje llama contexto, no lo es. La operación de la izquierda del lenguaje se da en que como para ellos, todo se define por contexto, todo es relativo. Cuando la izquierda del lenguaje habla del contexto, habla de lo relativo. Que todo dependa del contexto significa que todo sea relativo.

El contexto es, en sí mismo, lo contrario a lo relativo. El contexto es lo que hace de los hechos algo concreto y lo que da a las ideas y a los conceptos base material. Ejemplo: el contexto de la Alemania de posguerra hace del nazismo algo explicable y comprensible, en vez de un horror abstracto que terminó fabricando líneas de montaje para genocidar personas; el contexto de la “edad de oro griega” hacen de Sócrates algo entendible, en vez de un profeta iluminado al que Zeus decidió iluminar por sobre los demás. Esta discusión, que parece metafísica e inútil, tiene consecuencias políticas concretas: concluir que todo es relativo hace que las reflexiones terminen donde empiezan.

Ejemplo: criticar la corrección política es relativo. No es lo mismo si un nazi la crítica, que si la critica alguien de izquierda. Y esa obviedad, que parece profunda y compleja hablada en difícil, ya la sabíamos antes de empezar. Los problemas son:

A. Que la corrección política es una mierda.

B. Que el fascismo existe.

Una reflexión un poco más valiente problematizaría, antes que los posibles usos de la crítica, cómo puede espejarse a la corrección política y al fascismo víctima. Es decir, cómo se retroalimentan mutuamente.

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Orgullo, identidad y lenguaje

Volvamos a la critica y al orgullo y terminemos de darle cauce al asunto.

Decíamos que el orgullo negro de las panteras negras en Estados Unidos fue usado por los supremacistas blancos a la inversa y que, pese a ello, nadie alerta sobre los peligros del orgullo y también decíamos que la comparación entre el orgullo judío previo a 1948 y lo que podría ser el orgullo judío israelí de 2021 brindaba claridad sobre estos peligros del orgullo en abstracto.

Decíamos que luchar contra la identidad nos llevaba, a la larga, la lucha contra el orgullo. Pero, ¿luchamos realmente todos contra la identidad?

La práctica política de la izquierda, no debiera estar guiada por una corrección que cuide las ofensas y permita la diversidad de las identidades. La práctica de la izquierda debiera estar guiada por una crítica sobre la realidad, ofenda a quién ofenda. Y anticipo que, en este caso, la crítica va a ofender a alguien.

El concepto de crítica, a diferencia del concepto de orgullo, tiene la capacidad poner a la identidad contra las cuerdas, mientras que la del orgullo la reafirma. ¿Reafirma qué? No importa: orgullo heterosexual, homosexual, LGTB, orgullo de ser alemán en 1939, orgullo de ser argentino en el mundial 1978, orgullo de ser cubano y socialista, argentino y peronista, soldado israelí y sionista.

La izquierda obsesionada con el lenguaje olvida que lo único que verdaderamente se presta a ser significante vacío, lo único que realmente puede ser vaciado al punto de estar pura y totalmente definido por y a partir del contexto relativo, es el lenguaje en sí mismo, en tanto estructura de signos lingüísticos. La operación de la izquierda del lenguaje es, entonces, confundir el lenguaje con todo lo demás.

Afortunadamente, los conceptos, existen y tienen base material, más allá del lenguaje. Por eso no TODO es relativo. De vuelta, esto no es una abstracción porque de ciertas comprensiones sobre la realidad social se derivan ciertas conclusiones políticas y militantes:

A. Concluir que todo es lenguaje hace de la identidad la primera de las causas y la corrección política se transforma en el brazo armado de la identidad. ¿Por qué? Porque si todo es lenguaje y todo es relativo y moldeable, yo puedo hacer de la identidad autopercibida (el discurso que yo quiero construir) una estrategia política. Una versión burda de esto es transformar la intervención política en una lista de palabras “buenas” y una lista de palabras “malas”, como cuando eramos chicos y nos decían que boludo era una mala palabra.

B. Concluir que lo social convive dentro de lo objetivado de nuestra realidad, es decir, concluir que la dimensión social de nuestra realidad no significa que todo sea lenguaje y que eso no significa que todo sea relativo, nos pone en guardia ante la identidad. Esto es complejo de explicar en un párrafo, pero intentaré dar un ejemplo. El dinero es social. O sea, en términos materiales, es un papel impreso firmado por un Estado que afirma que eso representa valor. Sin embargo, sabe cualquiera que tener o no tener 100 millones de dólares no es para nada relativo. ¿Podría no existir el dinero? Sí, y de hecho en la mayor parte de la historia de la humanidad no existió. Pero eso no significa que el dinero sea relativo o que valga únicamente porque creemos en él y que podríamos reemplazarlo en una transacción por tapitas de Coca Cola o de cerveza. El almacenero seguramente no esté de acuerdo con que le paguemos con tapitas. Sin meterme en tanto embrollo, ¿qué quiero decir con esto? Que el dinero expresa un conjunto de relaciones sociales que son objetivas y subjetivas a la vez. Las relaciones subjetivas del dinero no lo relativizan. O sea, lo social no equivale ni a lo subjetivo ni al lenguaje y por eso no hay vía libre para lo identitario como estrategia política planificada.

Ahora si, vamos con los guarda que…

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Algunas conclusiones: guarda que…

Guarda que podés autopercibirte como se te cante e incluso crear una nueva cajita clasificatoria, pero eso puede tener que ver con tu deseo de encajar en algo. Y encajar es una mierda.

Susy Shock reivindica ser un monstruo, porque lo normal es una mierda. Esa es la no-identidad que desafía.

Guarda también, con darle lugar a cada ofensa, porque no podemos «empatizar» con el sufrimiento de una identidad que no «conocemos» porque no pertenecemos a ella. Un mundo el que estamos sobreclasificados y sobredeterminados por lo que no elegimos -no «elegimos» ser ni blancos ni negros ni asiáticos ni judíos ni heterosexuales, nos lo impusieron- 24 horas, 7 días a la semana, genera imposibilidad de diálogos. Lo que tenemos en común es que nos impusieron ser y que queremos un mundo en el que podamos ser.

Guarda que eso de “cuestioná tus privilegios” está bien ligado a la culpa de clase. Que te traten como una persona no es un privilegio, tener vacaciones en el laburo no es un privilegio, tener casa y techo no es un privilegio. Lo es, en términos cuantitativos, porque poca gente tiene casa y techo digno, poca gente tiene vacaciones en el laburo y a pocos, pocas, poques les tratan como personas.

Pero no lo es en términos cualitativos, es un derecho humano ser tratados como seres humanos sin importar nuestro color de piel, identidad sexual, condición social. Cuestioná no tus «privilegios» sino las injusticias que te rodean. Las que también te oprimen a vos y las que no. La clase, el género y la raza nos oprimen a todxs. Seguro que no por igual, pero en tanto nos determinan ya nos están oprimiendo.

En conclusión, este mundo es bastante una cagada para todxs. A menos que seas el hijo de Paolo Rocca. Y si sos el hijo de Paolo Rocca también te la regalo, porque seguro que tener de progenitores a soretes semejantes es algo bastante difícil de sobrellevar.

Desde este marco habría que pensar por qué mucha gente, tal vez con buenas intenciones, le dio lugar hace no tanto en las redes sociales, a la campaña para prohibir que Paulina Cocina le diga «coreanito» al zapallo anco. La explicación de la militante anti racista y por la identidad asiática -probablemente también con buenas intenciones- para que se deje de decirle coreanito al zapallo era que le resultaba ofensivo. ¿Por qué le resultaba ofensivo? Porque el sufijo diminutivo «ito» era «peyorativo», algo que tal vez nadie pueda «entender» salvo una persona racializada asiática. De hecho, la respuesta de Paulina Cocina fue esa: “Y, mirá, para mí no tiene nada de heavy decirle coreanito al zapallo anco, pero bueh, como yo no soy coreana, si te molesta le dejo de decir”.

Para terminar, entonces, hablaré de la «racialización» -que poco me gusta ese concepto- que yo sí «entiendo». Si alguien me dice «este es mi amigo el ruso/ el rusito» y me pone el acento de mi abuelo judío polaco que no conocí, me río. Es, de hecho, un chiste bastante habitual en mi grupo de amigxs, poco políticamente correctos. Pero si escucho a alguien decir, sin ninguna mediación humorística, que Isaac no pone plata nunca porque es un judío, entiendo que hay un comentario racista.

Por supuesto que en el lenguaje el contexto tiene un rol importante y las palabras no son lo mismo dichas en un cierto contexto que en otro. Lo que quiero decir es que el racismo en un argumento que debe demostrarse y que afirmar que el mero hecho de decir «coreanito» es racista por el “ito” final es, de mínima, bastante flojo.

De vuelta, no significa que no haya racismo en Argentina o que no haya racismo contra las distintas colectividades asiáticas.

Si yo presupongo que sabes karate porque sos asiático, que sos bueno en matemática porque sos asiático o que vendes verduras porque sos boliviano, estoy siendo racista y reproduciendo un estereotipo clasificatorio sobre alguien del que no sé nada solo por su apariencia. Pero si le digo coreanito a un zapallo, ¿a quien estoy violentando? ¿Por qué el sufijo diminutivo “ito” es peyorativo? Cuando Cavani le dijo “negrito” a un amigo ¿era peyorativo? ¿Si le dijéramos zapallo coreano está bien, entonces?

Dejemos de decir “milanesa a la napolitana” porque desconocemos que Milán (Norte de Italia) y Nápoles (sur de Italia) se llevan muy mal y demuestra nuestra ignorancia respecto de la cultura italiana. Ignorancia es violencia.

En un país en el que el racismo sustenta las peores opresiones, (concentración de tierras apropiadas a los pueblos originarios, explotación de trabajadores migrantes y muchos otras) se discute sobre si decirle coreanito a un zapallo es ofensivo.

Dejar la izquierda identitaria, dar el salto a una respuesta política mejor que el mero orgullo, salir de la culpa y de la lógica de atajar antes de patear, dejar de pensar que la papa está en el lenguaje y en cómo se nombra, tal vez sean pasos necesarios para encarar las discusiones que hacen falta.