Una lectura política de «La edad del agua», de Marcelo Carnero
Por Juan Mattio
Juan Mattio propone una lectura política de La edad del agua, segunda novela de Marcelo Carnero, no tanto por sus temáticas sino a nivel formal, por la manera en que en que se trabaja con el tiempo, construyendo «dispositivos para mostrarnos el funcionamiento delirante de la realidad».
Afirmar que La edad del agua es una novela política podría no ser problemático. Al fin de cuentas, muchas de sus tramas -la novela crece en multitud de líneas argumentales- están atravesadas por la política. Es decir, la segunda novela de Marcelo Carnero trabaja con temas, contenidos, mensajes políticos. Pero creo que esa no es la dimensión decisiva. Creo que La edad del agua es una novela política por cómo narra el paso del tiempo. Es decir, es a nivel formal que aparece la dimensión de su politicidad.
Hace falta trabajar en una distinción básica antes de avanzar: la diferencia entre Tiempo e Historia me parece que reside en que mientras uno es mera sucesión, la otra es una forma de organizar los eventos, es decir, la Historia otorga sentido. Entonces, una novela política es una novela que representa el tiempo no como sucesión sino como desarrollo.
Marcelo Carnero tiene la capacidad de mostrar de qué manera la experiencia adquiere sentido en el futuro. Es decir, la serie de acontecimientos a los que llamamos presente el sentido no es algo dado. Existe en ellos en forma potencial pero se despliega solo en la medida que otros acontecimientos posteriores los manifiestan.
Los primeros capítulos de las novelas de Carnero (porque lo mismo pasa con La boca seca), presentan una serie de hechos a los que el lector, en su pulsión de orden, se apura a darles un sentido y ese sentido no puede más que estrellarse contra los sucesos posteriores. Es como si el autor construyera dispositivos para mostrarnos el funcionamiento delirante de la realidad. Una escena realista, que responde a los parámetros de verosimilitud que manejamos, de pronto se convierte en la primera escena de una novela distópica y cyberpunk. Una novela donde convive una guerrilla rural y ecológica, pequeños grupos de resistencia urbanos, ejércitos que responden a multinacionales, escenarios de desolación distópica. Y en ellos: padres e hijos que se buscan, se rechazan, se duplican, se olvidan.
El procedimiento que constituye tanto La edad del agua como La boca seca es el montaje. La escritura como montaje significa que es la técnica de la organización del material narrativo -en los bucles o loops temporales que el autor propone, en los saltos hacia el futuro, en los regresos luminosos que representan la memoria de los personajes- se desarma la percepción lineal del sentido. El sentido no es localizable, la experiencia se dispersa en todas direcciones.
Hay una escena en la novela que, me parece, es esencial para entender que La edad del agua es una novela que narra el tiempo. Se trata de un padre que se enfrenta a una enfermedad terminal y decide grabar una serie de cintas, todas las noches, para que su hijo las escuche a lo largo de los años. Las divide por edades de tal manera de poder generar relatos acordes a lo que imagina que su hijo será.
Creo que esa escena fantasmal, donde un niño va creciendo acompañado por el monólogo alucinado de su padre que ya está muerto, es clave para entender todo el dispositivo. Es como si Carnero nos dijera: vivimos actuando el discurso de nuestros padres, actuando de acuerdo a un modelo, como Emma Bovary pero en este caso no mirando actuando la literatura sino la imaginación de nuestros padres.
Esa escena, si la forzáramos, si la volviéramos alegoría política, podría explicarnos mucho sobre nuestra generación que actúa de acuerdo a lo que cree recordar que nuestros padres -y estoy ahora hablando de los padres simbólicos, los padres políticos- querían de nosotros. En esa melancolía también se funda la potencia de La edad del agua.
Por último, me parece atendible que en las distopías que son La boca seca y La edad del agua trabajan sobre la idea que hay negatividad, hay resistencia, hay organizaciones subterráneas que se oponen, de alguna manera, al estado de cosas. Esos conspiradores son el resultado de lo que excede al control, de la energía que el sistema no puede controlar.
Esa es la tradición de Roberto Arlt. La figura de El Astrólogo está ligada a sus científicos o inventores disidentes, a quienes encuentran en sus máquinas la utopía. Y también de Conrad quien, como Carnero, no renunció a contar argumentos ni renunció a la complejidad formal en sus novelas. Creo que esa articulación -Arlt y Conrad- sería la mejor tradición para leer a Macelo Carnero y La edad del agua.