La escritora argentina y la tradición
Breves notas de Ezequiel Pérez sobre Las aventuras de la china Iron de Gabriela Cabezón Cámara. La gauchesca, la tradición argentina y las mujeres dentro y fuera del fortín.
Por Ezequiel Pérez
I
Tantas veces el punto difuso en el horizonte, la mancha que apenas adquiere el contorno de un cuerpo, la despedida a moco tendido del gaucho que abraza, al fin, el surco del mito. La tradición literaria argentina nos enseñó a sostener la agonía del viejo desertor que volvía redimido de la indiada — sin mezquinar flores a jueces y patrones — y a verlo morir contorsionando el cuerpo en poses que creíamos imposibles. La tradición nos enseñó, en parte, a grabar los consejos por inercia de repetición, a regodearnos con sus infinitas vueltas, cada cual más novedosa.
Ahí está una de las obsesiones evidentes de eso que se llama literatura argentina: el gaucho Martín Fierro. El gaucho: pura estrella. El gaucho: “un uso letrado de la cultura popular” (dice Ludmer en El género gauchesco).
Pero esta vez el horizonte nos creció adentro. Las aventuras de la China Iron, la nueva novela de Gabriela Cabezón Cámara, trae el espacio y los tonos de la gauchesca para enroscar los hilos que tan bien habíamos desanudado. Sobre todo porque extraña aquello que se había vuelto ‘mapa’; el desierto, el fortín, tierra adentro, los emplazamientos que el género sedimentó en cada línea de escritura. “Mi mapamundi era apenas la llanura y algunas ideas difusas”, dice la China Iron y hace de su cuerpo un andamio.
II
Una escritura de la tradición sin nombre. Aquella que apenas era una evocación en el poema de Hernández ahora roba la palabra para establecer nuevas series de lectura. Robar la palabra: la restitución después de tanto tiempo. Si Borges había intentado dar muerte al mito y clausurar la literatura gauchesca, Cabezón Cámara ilumina las ruinas. Y si, como también había planteado Borges, Martín Fierro es el “ejemplo más individual, el que menos responde a una tradición” de todos aquellos que conforman la gauchesca, Cabezón Cámara se apropia del díscolo para hacerlo evocación de una troupe que desclasifica todo lo que toca: “Nos llevó pocos días de carreta, polvo y cuentos ser familia”.
Incluso el detalle de Bañistas de Florencia Bohtlingk que ilustra la tapa es un grito de tero. Una familia de selvas que crecen de adentro hacia afuera: el tanteo del agua sobre los cuerpos, ir palpando el ocre bajo el gañir de una flauta guacha que es también una advertencia de guerra.
El viaje tierra adentro de los personajes de Las aventuras de la China Iron no es un paso a lo desconocido. No hay monstruos más allá del fortín y el desierto. No hay siquiera un más allá de algo. El espacio se inventa a medida que avanzan las ruedas de la carreta y las categorías y conceptos que la literatura vendría a subvertir están por fuera de lo que esa pequeña comunidad erige. La novela no plantea una lectura novedosa del par civilización/barbarie, no da lecciones sobre lo terrible de la civilización, no da vueltas los términos: los corre del camino. Y con ese gesto le inventa a Fierro, el gaucho que se escabulle de la tradición, una familia que lo arrima a un fogón bien diferente.
III
Una tradición de precursoras. Pienso en aquella Isabel de Guevara que participó de la primera fundación de Buenos Aires y en 1556 escribió una carta a la princesa Juana reclamando lo que había ganado a pesar de su marido: “Vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los trabajos cargaban de las pobres mujeres, así en lavarles las ropas, como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas”. Una comunidad de mujeres sosteniendo con su cuerpo la fundación enclenque de los hombres, “sargenteando y poniendo en orden los soldados”.
Pienso en Catalina de Erauso, la monja alférez, que pone en jaque toda percepción estanca de la identidad. Ese escabullirse entre las rejas del monasterio para comerse el descampado de un mundo nuevo que va haciéndose camino bajo lo que sus pies pisan. En Lucía Miranda, pienso, y en la Maldonada, ambas traicionadas por la escritura temerosa de Ruy Díaz de Guzmán, mujeres que vieron lo que el fortín tapa con sus cercas; allá afuera de lo que el gaucho letrado se permite imaginar.
Acá nomás: serie con Malona, esa afrenta que pintó Alberto Passolini contra los Della Valle. Un malón de mujeres que se repliega tierra adentro con el cautivo en brazos. Otra vez el robo que violenta las carnes del pobrecito niño blanco que sólo estuvo jugando con alambrados. Lo que viene después del saqueo es la comunidad resignificando esos lujos que cuelgan en mechas limpias y rubias ¿Dónde se lo pone? ¿Qué se hace con un cáliz devenido en goce de la bacanal?
Porque en Las aventuras de la China Iron el refranero de la gauchesca deja a la vista la artificialidad de su mediación, la operación que realiza sobre el cuerpo del evocado. “Y menudiando los tragos/ aquel viejo, como cerro-/ ‘No olvides, me decía, Fierro,/ que el hombre no debe crer,/ en lágrimas de mujer/ ni en la renguera del perro’” (Vuelta). Eso que el Martín Fierro mantiene a “prudente distancia” —lo tomo del monumental Letra gauchas de Julio Schvartzman — es el motor que aleja a los personajes de la novela de la pudorosa paquetería que enfunda con piedras preciosas las gotitas de sangre impregnadas en el cuchillo del patrón.
La mirada que ordena sin imposiciones en la novela de Cabezón Cámara no deja de ser, al mismo tiempo, una fundación tierra adentro.
IV
“Nos dijeron que ellos eran el desierto y nos abrazaban”: ahí la indiada rompiendo la patria. Un malón exquisito que amenaza con tirar abajo todo lo que esas manos de hombres próceres supieron conseguir. Los hilos se muestran como si la obviedad hubiese ganado las páginas célebres de la literatura argentina: “les estamos metiendo a estas larvas la música de la civilización en la carne” dice el Hernández de Cabezón Cámara, “serán masa de obreros con los corazones latiendo al ritmo de la fábrica”. Es que la idea misma de ‘patria’ es puro escombro en Las aventuras de la China Iron. Torpe, evidente, cuesta creer que hayamos elegido esa tradición en pos de sostener una idea tan ridícula. Y de aquel nudo que marca los límites otra vez el horizonte en expansión: ¿quién eligió ese camino?
V
Hay una hora de la mañana en que el desierto parece decir algo y a veces lo dice sin que podamos entender a dónde va el rumbo de lo que anuncia. Como si la tierra croara.