La fuerza de un lazo bien hecho
Por Larisa Cumin
Una crónica de la enorme marcha docente de este martes entrelazada con un recuerdo emocionado de Vanesa Castillo, la docente de 33 años asesinada a la salida de la escuela, el pasado 15 de febrero, en el barrio santafecino de Alto Verde. «Vanesa somos todas las maestras y profes que pisamos alguna vez el barro, incluso desde siempre, desde antes de ser docentes».
Las abrazo y me largo lagrimear frente al Pizzurno. Arrancamos las clases en la calle. Las pibas vinieron desde Santa Fe a marchar, las encontré rápido porque me compartieron con Google maps su ubicación en tiempo real. Entonces pude seguirlas, verlas como un puntito en medio del mapa y trazar entre ellas y yo, que también soy un punto, una línea para cruzarlas. Dos líneas rectas no paralelas siempre se cruzan, pero solo pueden hacerlo en un único punto. Me acuerdo cuando mi seño de matemáticas prolongaba invisible dos líneas del pizarrón y decía: podríamos seguir y seguir hasta que en un momento ¡chan!, se van a chocar. Por suerte no somos rectas. Vamos y venimos, doblamos, hacemos zigzag, nos detenemos, seguimos. Les pedí que se quedaran quietas un rato porque por el GPS parecíamos estar jugando a un pac-man caótico. Y en la calle: entre ellas y yo, había miles de docentes.
Ellas son dos puntitos de pecheras azules que dicen Amsafe Capital. Las adoro, y las extraño, me doy cuenta al abrazarlas y darles un mate. Estamos enlazadas de por vida, incluso cuando ya hace más de medio año que me vine a Buenos Aires. Incluso después de renunciar a mis horas titulares allá. Incluso si de verdad en algún momento me decido del todo y dejo la docencia, o si lo hace Pau primero, o si la Noe un día se cambia al gremio de camioneros y lo vuelve feminista como siempre amenaza. Suena de fondo la voz de Sonia Alesso, y hay algo en esa voz y en lo que dice que tiene que ver no sólo con la docencia y con la lucha, sino también con la poesía y ser mujer, algo que me da escalofríos. Con Pau y Noe estudiamos juntas, casi seis años de carrera en la Universidad Nacional del Litoral. Recorrimos todo Santa Fe de punta a punta para encontrarnos y quedarnos desveladas leyendo armando trabajos prácticos, discutiendo, tomándonos lección. Anduvimos de a tres en una sola bicicleta, pasamos más de ocho horas seguidas adentro de la facultad, comimos mil kilos de arroz con arvejas, ganamos enemigos y amigos y nos recibimos en seguidilla con un mes de diferencia cada una. Primeras, como si hubiéramos tenido que ganarle a alguien. Queríamos terminar, tener un sueldo en serio y dejar de depender de nuestros viejos. Y siempre fuimos muy conscientes de que si pudimos hacerlo fue porque jamás tuvimos que pagar. Porque esa educación pública que recibimos la habían defendido esas mismas seños que prolongaban líneas invisibles a fuerza de amor y lucha.
Casi también en seguidilla fuimos agarrando horas en secundario, unas acá, otras allá, a cuentagotas y así seguimos pateando la ciudad y los alrededores y encontrándonos cada vez menos, hasta casi no vernos por muchos meses. Y al hacerlo sólo hablar de las escuelas, pasarnos material y quejarnos por renegar de las plenarias y sorprendernos de lo fachos que podían llegar a ser a veces nuestros compañeros, no poder nunca perdonarles a algunos el desamor cuando hablaban de los pibes. Muchas veces lloramos de dolor en esas charlas. Hubo días en que me juraba no verlas por un tiempo o proponerles hacer otra cosa porque sentía que en parte habíamos dejado de ser nosotras. Como esas mujeres que de golpe se convierten en madres y son sólo eso: madres que hablan nada más que de pañales y de sus hijos. Nosotras hablábamos de nuestros pibes, de sus logros, de sus problemas y también de sus cagadas. La cosa es que no teníamos uno o dos, sino un montón. Veinte, treinta o hasta cuarenta por curso, distribuidos en un muchas aulas, en barrios y pueblos distintos.
Así una pregunta de a poco fue cobrando fuerza entre nosotras: ¿quién sostiene a los que sostienen? Quizá con el tiempo estemos más cancheras o más cansadas. Ninguna de todas las materias pedagógicas que cursamos juntas desde el aula más alta de la ciudad universitaria nos puede dar una respuesta. Nos habrán dado herramientas, sí, algunas. Pero en poco más de cinco años de docencia sabemos que nos sostenemos entre nosotras. Y que necesitamos de esas charlas para no caernos. Y que también necesitamos de los paros y de las marchas para seguir, para que otros puedan hacer lo que hicimos, para encontrarnos y ver los muchos que somos y saber lo que valemos cuando nos quieren borronear.
Desde esa aula vidriada donde entraba el sol calentito en invierno, la más alta de la facultad donde pasamos muchas horas, puede verse la zona de bañados, islas y la laguna. Bien al frente queda Alto Verde, el lugar donde Pau consiguió algunas de sus primeras horas. En ese barrio tan lindo e isleño ya casi desprendido de la ciudad que queda anegado cuando llueve y se inunda por falta de defensas. Y los negocios inmobiliarios amenazan con borrarlo para instalar edificios horribles. Ahí, hace tres semanas, mataron a Vanesa Castillo cuando salía de la escuela donde trabajaba. Un tipo, un femicida, trece puñaladas. Hoy gritamos con Noe y Pau y otras compañeras su nombre, bien agarradas de la mano después de cantar el himno. Nadie la nombró en el escenario. Vanesa tenía nuestra edad y era maestra de primaria y además estudiaba para ser profe de Historia. Vengo hace largos días queriendo escribir sobre ella y no me sale. No me traba que alrededor del caso haya muchos silencios, mucha oscuridad y mucho dicho a media voz. Tampoco me lo impide la bronca que me dio leer en Clarín una nota horrorosa titulada “Quién era la docente asesinada en Santa Fe”, donde se da respuesta como lo hacen siempre los que se creen dueños de la verdad: una fanática de los Backstreet Boys, una madre soltera. Nadie, salvo los pibes que la tuvieron de maestra y sus compañeras y su hija y esa alumna que confió en ella para contarle su dolor y fue acompañada por ella a denunciar, puede saber quién fue Vanesa. Creo que mi demora en nombrarla y escribirla quizá tenga que ver con la dificultad de darme cuenta de que Vanesa bien podría ser la Noe, podría ser la Pau, podría ser yo.
Vanesa somos todas las maestras y profes que pisamos alguna vez el barro, incluso desde siempre, desde antes de ser docentes. Vanesa es mi abuela siempre maquillada y linda para ir a dar clases o dirigir una escuela como no pudo hacer con su vida, mi abuela escapando un día, algo tarde, de un marido golpeador. Vanesa es la abuela de mi ex que con noventa todavía se cruza a sus alumnos en la calle y los reconoce y se entristece cuando los ve viejos o se entera de que alguno ya murió. Vanesa es mi mamá y sus cuarenta y cuatro horas y todas las marchas de los noventa a las que me llevó de la mano. Vanesa es mi tía y el doble turno y los libritos de cosméticos y todos los colectivos que se tomó de madrugada o al rayo del sol y es también el día que se animó y llegó manejando a las escuelas. Y es la mamá de Pau y los dedos en la ruta para llegar al jardín y sus dolores de cintura al agacharse para hacer upa con más de cincuenta a nenes de tres años. Y la hermana de la Noe que daba clases de educación física mientras estudiaba medicina. Vanesa es ese poema de Mariela Gouric (“Ojalá siempre seas mi amiga”) con el que lloramos y nos reconocemos con la Pau. No sé si se lo leímos a la Noe, no sé si Pau se los leyó a sus alumnos, pero deberían leerlos todos los docentes y todos los que se atrevan a hablar de nuestro trabajo y quejarse de los paros y rematarnos con tinta cuando ya nos asesinaron. Estoy segura de que Vanesa y todas esas mujeres que nombré y todas las que estaban ayer frente al Pizzurno y muchas más, sí que pudimos y sí que podemos a algún pibe enseñarle la fuerza de un lazo bien hecho.