La Grafa: El peso del detalle como motor narrativo

Por Sergio Dubcosky

A apenas una semana de otro 24 de marzo, volvemos sobre La Grafa, una novela de Claudia Sobico (publicada por Alto Pogo en 2015) que recupera la vida de una familia trabajadora de los años 70. «Una de las claves para leer una novela que se construye sobre la memoria. Una memoria personalísima que también es colectiva», afirma Sergio Dubcosky.

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“Hace frío en la cola del pescado. Mamá habla con otras señoras y me hace upa un rato. Cuando volvemos veo una V con una P arriba, pintadas con azul en la pared de la esquina. Martita me está enseñando las letras, pero así, una P arriba de una V no entiendo. Le pregunto a mamá y se fastidia, me dice que me calle, que me explica cuando lleguemos a casa. Mira para atrás. Se apura”, dice Claudia Sobico en la página 14 de La Grafa. O escribe. O narra Claudia, para ser rigurosos. Pero lo más importante es que hay en este párrafo, sin dudas, una de las claves para leer una novela que se construye sobre la memoria. Una memoria personalísima que también es colectiva.

Para decirlo de un modo más directo: el gran mérito de La Grafa –un texto contado en primera persona por una nena que alterna con otras voces que se entrometen, se inmiscuyen, se filtran– está en lo que se insinúa, pero no se ve. Lo que queda fuera de campo o aparece sugerido por ese grito poderoso y valiente de la Claudia narradora, de una nena que se cría en una Argentina convulsionada, pero que todavía sugiere esperanza. También se entremezclan, decía, como en un sueño o en una banda musical, otras voces menos claras, pero igualmente vigorosas que obligan al lector a prestar una atención extra en textos que tienen un lenguaje aparentemente simple, pero que proyecta sombras sobre otras zonas que no están iluminadas. Son las de la madre y el padre de la narradora que se manifiestan sin hacer luces de giro y que funden el relato.

El universo de Claudia se narra a sí mismo en una primera persona que se tensa al máximo a partir de ese lenguaje del que hablábamos, tan económico como enérgico. El mundo familiar es el sustento del resto de los mundos y a la vez es la caja de resonancia de una época de sueños de ascenso social y progreso, de luchas obreras, de construcción colectiva. El contexto familiar de Claudia es como se podría pensar al peronismo: masivo, electrizante, contradictorio, muchas veces incómodo, de una intensidad que avasalla, pero inevitable. La mirada de Claudia-nena transparenta los vínculos y los puntos de vista. Y no necesita echar mano a largas parrafadas filosóficas porque, en lugar de explicar, Claudia narra. La sucesión de hechos, simples, cotidianos, reiterativos, edifica ideología y valores.

La Grafa es un texto que vuela, muy a pesar de una estructura que en otra ocasión podría anclarlo al suelo. Vuela porque esa prosa vertiginosa, sincopada, adquiere un ritmo trepidante a medida que los mini capítulos se van hilvanando, como cuentas de un collar. 

La Grafa es una novela de clima, de conflictos más bien planos en una superficie que hierve, pero que adquieren profundidad cuando se ahonda en el interior de esa nena, de sus hermanos y hermana, de su mamá, de su papá trabajador, de esa serie interminable de tíos y tías que forman un ejército de personajes que deambulan por una trama árida, en un país conflictuado.

Pero ante todo, La Grafa es un texto honesto. Y quiero detenerme en este punto, porque me gusta pensar en la honestidad de la escritura casi como sinónimo de espontaneidad. Porque no hay artificios en esta novela: ni formales ni argumentales. Los personajes son tan reales que dan ganas de abrazarlos en cada escena. Son personajes que hacen equilibrio en una cornisa milimétrica, con habilidades estilográficas, para no caerse, para andar por ese desfiladero angosto que es la lucha cotidiana. 

La Grafa se incluye en ese género vital y necesario que es “la literatura del yo”: con la memoria y la experiencia como motores de la narración. Esos universos conocidos, esas sensaciones que es necesario revivir, puestos al servicio de la literatura. Y la escritura como herramienta simple, como un cincel o una sierra, que permiten plasmar esas urgencias.

Los capítulos, pequeñas miniaturas que se engarzan, aguafuertes proletarias, subrayan la brevedad como síntesis de una vida y de una época. Los que compartimos generación con Claudia sentimos que sus recuerdos, que esos tiempos, son también nuestros tiempos. Porque hay una descripción simbólica que va dejando mojones reconocibles, que adquieren un sentido generacional. Ya el título nos marca un camino posible, nos alerta sobre el tiempo y el espacio narrativo en el que necesitamos ubicarnos. Las pastillas de colores Punch, las bananitas Dolca, el programa de Héctor Larrea en la primera mañana con las risotadas clásicas de la AM, los cigarrillos 43/70, los compañeros de Segba, los lápices Faber-Castell, la soda Ivess cuya diferencia está en el agua y el desodorante que todavía se llamaba Rexina son los símbolos que nos ubican en un territorio reconocible y melancólico. Como los recuerdos de la madre y del padre que edifican el mito familiar.

Otra de las enormes virtudes de La Grafa es la estructura fragmentada, esos textos brevísimos que se clavan como astillas en las emociones del lector. Son como fotos, escenas, diatribas, sentencias, panfletos efímeros, que restauran una vida, la integran, la remiendan y la resignifican a partir del recuerdo.

Ese modo de contar, anti-holístico, con el peso del detalle ante todo, le permite componer a cada uno su propia lectura, su propia interpretación de la historia. Por eso me animo a decir que hay un sentido profundamente democrático en La Grafa, una novela que abre caminos y nos alienta a pensar también a partir de nuestra propia experiencia.