La lírica y el canalla / Oda a la discoteca triste

Por Marcelo Simonetti y Carla Daniela Benisz

Marcelo Simonetti y Carla Daniela Benisz comparten con Sonámbula un emocionado recuerdo sobre el músico Mark Lanegan, cuya muerte fue confirmada en las últimas horas, un cantautor que nunca logró la masividad, al que suele etiquetarse equivocadamente sólo como parte del grunge, cuando hizo de la experimentación y el cambio un camino constante. Adiós a un varón triste y de voz aguardentosa que supo forjar amplias zonas de nuestra sensibilidad poética.

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Oda a la discoteca triste: el músico que le ganó a mi estupidez

Por Marcelo Simonetti

El tipo había estado haciendo música hacía al menos 28 años. Y yo no sabía quién era. Nunca había oído de él. Y sé por qué. Porque lo vendían en el cajón del grunge. Del grung y de ese odioso rock americano macho de fines de los 80 (con la excepción del tierno de Kurt por supuesto) y principios de los noventa. Por eso no lo conocía. Si algún artista es hijo de esa familia, suelo ser Homero en la Iglesia.

Pero una vez, en diciembre del año 2013, entré a una disquería que no era Musimundo ni Yenny. O sí, era esa clase de disquerías pero en Berlín. Busqué el sector de vinilos (todavía el de CDs existía y era más grande que el de discos) y entré a revolver con la listita que llevo siempre a esos lugares.

De repente escuché un tema que me resultó conocido. Pero la voz era tan aguardentosa, tan bluseada, que tardé como un minuto en darme cuenta que era un cover de Nick Cave, «Brompton Oratory». Me quedé quieto en un costado, escuchando, y siguió «Solitaire», tema que supieron cantar por ejemplo Elvis y los Carpenters. Esta versión sonaba dramática en la inmejorable acústica del lugar.

¿Quién era el tipo ese?

Me acerqué y le pregunté a la flaca en el mostrador. Mark Lanegan, me dijo, señalándome la tapa al lado suyo. Leí la lista de temas y me lo llevé. Suspendí el raid de cacería vinilera del día y me fui al Airbnb.

Busqué en la red. No entendía bien cómo había llegado a “Imitations” el que para mí debía ser un “cabeza” del rock yanqui.

Me bajé sus discos uno por uno, los acomodé en el iPod, me acosté con una birra y los empecé a escuchar cronológicamente. Al día siguiente, volví a la disquería y me llevé todo lo que había de él.

Lanegan hizo todo mal, e hizo todo bien. Digo que hizo todo mal, porque la industria suele aconsejar al músico que se maneje con una sola referencia. Un estilo de música. Una banda. Algo cortito y fácil de ubicar en algún cajón para el mainstream y también para el público. Quizás por eso, ahora que Mark se murió, se acuerdan tarde de llorar al “ícono” y “referente” del grunge.

Muy pocos años hizo grunge, Mark. Y nunca fue ícono o referencia para la prensa que ahora lo saluda y tampoco para el gran público en esa época, a pesar de su estrecha amistad con el rutilante Kurt Cobain.

Y para ser justos, después tampoco fue una figura de renombre. Pasó siempre desapercibido en los grandes medios y el público masivo a pesar de haber estado en su momento en Queens Of The Stone Age, superbanda de grandes figuras que siempre cuentan con el favor de los formadores de opinión.

Después del grunge, emprendió innumerables proyectos con diferentes estilos y nombres, siempre rodeado de los músicos y cantantes más disímiles, muchas veces en el ostracismo, pero siempre experimentando y siguiendo un sendero que labraba pacientemente. Desconcertante para la industria de la música y también para lo que el público acostumbra. Desde ese lugar, hizo todo mal.

Cualquier homenaje o reajuste que quieran hacer ahora suena a poco.

Pero hizo todo bien. Porque ese mismo camino hizo que se gane el cariño y el ser el punto de referencia para los músicos más prestigiosos del mundo de edades, épocas y estilos que en la previa pueden parecer de las antípodas.

Si tuviera que hacer una reseña pormenorizada de su discografía necesitaría un libro, por lo que apenas voy a tratar de nombrar las obras que entiendo fueron la mejor expresión de cada etapa. Del primer quiebre para iniciar su camino solista en 1990 hay una progresión desde el grunge hasta la canción confesional y blusera. La guitarra y la voz desgarradora y única llegan al clímax en Field Songs, del 2001. Desde 2004 intensifica la exploración y se multiplican los proyectos: PJ Harvey en Bubblegum y dos álbumes a dúo con Isobel Campbell son los más conocidos, y el menos popular pero igualmente impactante es el dúo The Gutter Twins. En ésta época da vueltas entre el indie, el folk, el rock de guitarras y la canción más despojada.

En 2012 es quizás el momento donde pega su mayor salto. Desde el nombre del disco ya hay una declaración de principios. Blues Funeral, le puso. Y lo acompañó con las debidas flores en la tapa que siempre están presentes en los eventos mortuorios. Claro, Mark nos avisa que está enterrando al blues. Aparecen sorprendentes bases bailables ochentosas sobre las cuales toca una guitarra mucho más entre sucia y arpegiada y menos clásica de la que nos acostumbró hasta ahí en sus discos. La voz juega un poco más que de costumbre, pero sigue viniendo de las cavernas más profundas que alguien se pueda imaginar para decir siempre las palabras más duras y despojadas para hablar de sí mismo y del resto del mundo. Como siempre, la muerte, la desolación, el abandono y la falta de expectativas matizada con la problematización de sus adicciones son los temas favoritos de su discurso. Si no fuera por su voz, no encontraríamos ahí ningún rastro de que ese es Lanegan.

Desde ahí siguió explorando hasta llegar a discos de electrónica pura de darkwave o instrumentales tristes y crepusculares, y manteniendo dos carriles centrales con la canción folk bluseada por un lado y el revival de discoteca dark por el otro, apropiándose y aggiornando más que nada a New Order y Joy Division. Y le agregó una experiencia con la literatura con algunos libros escritos antes de su temprana muerte que incluye el que detalla su dramático paso por el covid durante el último año con algunas semanas en coma y sordera incluida.

Quizás de quien les hablo hoy haya sido a la música el síntoma de la búsqueda después de la pérdida de expectativas que Fisher entendía como necesario en la etapa post-soviética de realismo capitalista. Mark parecía decir que todo estaba mal. Que muchos lo habían intentado y que muchos eran muy buenos, pero que no había fórmulas para salir de éste horror. Que nada estaba escrito. Que la única segura necesidad, era la búsqueda.

Con Lanegan sentí la pasión que sentía de pibe cuando recién descubría a un escritor, o a un músico. La última vez había sido cuando Woody Allen me metió el jazz hasta por la nariz, hasta que me di por vencido, hace 25 años.

Se suele decir que cuando el músico está en la pavada (lo mismo vale para un escritor, claro) o vive de sus grandes éxitos o repite la fórmula. Cuando ama lo que hace, le chupa un huevo quien lo sigue. Va. Sigue. Por necesidad.

No sé bien lo que le pasó a Lanegan, cómo murió. Sé que era un tipo bastante salvaje en su forma de vivir y que dejó una cantidad enorme, enorme de discos que lo hacen un músico imposible de clasificar, que a pesar de tener discos “solista” acostumbraba a compartir la creación con otros músicos de su misma sintonía y que me enseñó que por más que aprenda no sé nada. Y que siempre en el arte puede encontrarse una chispa para volver a sorprenderse y sentirse parte de ese misterio al que la industria siempre trató, sin éxito, de desapasionar y calcular, para manipularlo y arrancarle el espíritu.

Ese único lugar al que no han podido llegar es el lugar donde vivía Lanegan. Buscando. Ahí, por ahora, me quedo con su música. Aunque él ya no esté

 


La lírica y el canalla

Carla Daniela Benisz

Ninguno de los obituarios que habrá -o ya haya- ante la muerte de Mark Lanegan le hará justicia. Tampoco éste. No fue tan reconocido como merecía, no era fácil conseguir sus discos antes de que las plataformas democratizaran -homogeneizaran- su acceso. No van a sobrar las plumas que lo lloren; así que -aún en su pobreza- este homenaje no será sobra, sí, con seguridad, insuficiencia.

Pero la mayoría de las necrológicas está recordando al amigo de…, el colaborador de…, el frontman de…, el ex algo, y aquí sí quisiera marcar una distancia. Creo en Lanegan como un todo, fue un artista total y acaparador. No era solo el prodigio de su voz que lo hacía envolvente, había algo más, un temblor, un resto que quedaba resonando como el eco de una caverna. En esa envoltura cavernosa, ese demás, está el resto de Lanegan que lo separa de toda su trayectoria de “acompañamientos”.

Puede sonar contradictorio hablar de resto y totalidad, pero en la precariedad de estas primeras horas, es mi manera de presentar a un Lanegan, singular y complementario en sí mismo. Escritor, poeta y destilador de melodías, era tan singular como lo fue, por ejemplo, Leonard Cohen. De hecho, en la arbitrariedad del linaje, le tejo esta genealogía, que es también la de nuestra contemporaneidad y sobrevida del rock. Pues si Cohen fue la lisergia y la experimentación de los sesenta; Tom Waits, la violencia rugosa de los setenta; Nick Cave, la oscuridad post-soviética de los ochenta; pues, Lanegan es el desencanto neoliberal y post-industrial de los noventa. Todos ellos, a su manera, son modos de ese “yo” contra el mundo que, del romanticismo a esta parte, configura subjetividades del desencanto; pero, y tal vez éste sea su gesto contemporáneo, ese yo contra el mundo se carga también de un contra-sí, de una tristeza que desemboca en la asunción del propio encanallamiento.

Si leemos las memorias o vemos entrevistas de Lanegan, es sorprendente el poder de distanciamiento sobre sí del que es capaz, al punto que parece juzgarse sin odio, sin emoción. Él nos dice, en cada letra, en cada tramo, que sí fue un canalla, un junkie agresivo, que negó -como un Pedro- a Cobain antes de su muerte; nos dice, en resumen, que su biografía es el documento de barbarie que acompaña cada documento de su belleza poética.

Desde que la lírica es lírica, desde que Arquíloco lanzó el escudo y huyó de la guerra para no cantar a la musa de la Historia, sino para cantarse a sí como sujeto, la cultura occidental es también el documento de un varón que llora (algo de esto le enrostra Mark Fisher a Cave, por ejemplo). Lanegan también se piensa como individuo y lo hace desde ese lugar de varón triste que forjó amplias zonas de nuestra sensibilidad poética; sin embargo, su tristeza tiene ese gesto diferencial de mostrarse él mismo en el lodazal de la historia y ahí, Lanegan no llora, tampoco celebra, ahí permanece: “When all is done and turned to dust / And insects nest inside my bones / I see / I stagger in a daze outside my tent / No time for being alone to bleed” (“No easy action”).

La muerte, toda ella, está por completo en su lírica. Tal vez porque lo rodeó siempre, y él -siempre, hasta este 22 de febrero- la sobrevivió, esperándola. “Death, I wait tonight /For your kiss, for your life”, cantaba con Gutter Twins. No casualmente uno de sus mejores discos es Blues Funeral, un disco que asumía esa sobrevida en forma doble, la de él y la del rock. De hecho, con esa ambigüedad juega “Bleeding Muddy Water” (“Muddy water / be my grave”). “Harborview Hospital” tiene la belleza (“beautiful and still”) de esas flores que velan la muerte y la enfermedad, y están -no casualmente- en la tapa del disco. “St Louis Elegy”, “Ode to sad disco”, etc., son una nostalgia en su esplendor, si algo así existe.

Ahora bien, de todas las canalladas que pudo haber cometido, hay una que parece que no. En la honestidad de sus modulaciones, en la exposición de sus llagas, en sus riesgos musicales, en la efervescencia de su productividad artística del último año (libro sobre su convalecencia de Covid, incluido), o sea, en su necesidad de decir antes de morir, Lanegan no fue un cobarde.