Por Lali Destéfanis
Lali Destéfanis comparte un recuerdo emocionado del último recital que pudo presenciar de Gabo Ferro, que este 6 de noviembre hubiera cumplido 55 años. «Fue una luz que conmueve sin ser vista: lo que amasa su obra (sus canciones, su trayectoria vital, los móviles de sus investigaciones, el recorte antológico, sus poemas, su modo de estar en el mundo) es la lucidez profunda de entender el dolor y el amor en mirada conjunta».
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Me acuerdo que salí de dar clase, un día de semana a comienzos de la primavera pasada, todavía fría. Se fue cerrando la noche de camino, iluminada por el verde rebusque del semáforo cuando hay prisa por llegar. Era allá lejos, en el confín donde Buenos Aires se me pierde entre tinieblas, bajo los tilos. Con la bici es llegar hasta Libertador después de una mínima media hora de pedal afortunado, bordear cuadras infinitas que otorgan clase a esa zona extraordinariamente ajena, hasta llegar a la ¿ex? ESMA, un lugar al que nos fuimos acostumbrando pero que siempre se impone como un manto negro que jamás deja descansar en paz. Su presencia atormenta a toda hora, y más de noche, y tanto aún más hacia el final, superando la explanada desatada donde habita el fantasma. Un poco antes está el Conti. Gabo tocaba ahí, a las 9. Me parecía que iba a llegar… Y llegué justo cuando daban sala.
Gabo tocó bajo una única luz cenital en medio de una sala tan intensa como atenta y conmovida: cualquiera que lo haya escuchado cantar en directo y acústico no olvidará jamás el modo inenarrable con que su voz abrazaba el espacio y entraba en nuestros cuerpos. Cómo pensar que aquella sería la última vez. Jamás. El caso es que el concierto terminó porque el Conti cerraba pero él quiso ofrecerse en dos canciones más y lo hizo fuera, a un grupo de diez o quince persistentes que lo rodeamos de piel y oídos. No pude menos que grabarlo. Nos despedimos, conmovidxs y cruzando miradas de agradecimiento por aquella noche que abonaba con su presencia amante una vuelta más a la memoria de lxs miles que habitaron ese infierno en días últimos.
Desencadené la bici y regresé flotando por esa avenida indigna, ingrata y de a ratos bella que alberga casinos, campos de polo, hoteles y hogares del genocidio argentino de todos los tiempos. En el afán por compartir esa felicidad que acababa de habitarme, en el primer semáforo rojo posteé en mis redes un minuto de aquel concierto. Conservé por un tiempo más las dos eternas canciones de bonus track que, en una mala de la memoria del celular, se fueron para siempre: desde hace un mes que busco y rebusco y no las encuentro. Cuánto querría volver a escuchar, siquiera, ese registro.
Después llegó el verano y un par de conciertos que no pudieron ser para mí, en los que presentaba Su reflejo es el lobo del hombre, su último disco: hoy lo escucho y todo me resulta más claro que un rayo que se cuela por el bosque. Todo un verano en la montaña me acompañó su sonido. Luego vinieron la pandemia y el fin de esa voz que supo abarcar el espacio como un abrazo profundo, capaz de nombrarme mejor a mí misma que en mis propias palabras. Entre los restos, nos queda tanto que no acabo de descubrirlo.
Gabo fue investigador y docente, escritor y músico, actor y cantante, un artista absoluto. Pero, por sobre todo, fue una luz que conmueve sin ser vista: lo que amasa su obra (sus canciones, su trayectoria vital, los móviles de sus investigaciones, el recorte antológico, sus poemas, su modo de estar en el mundo) es la lucidez profunda de entender el dolor y el amor en mirada conjunta: todas las cosas que no tienen nombre fueron en él nombradas, sí. Todos aquellos identitemas que no encuentran aún el modo pleno de ser siquiera entrevistos en esta sociedad supieron alojarse en su profundo entendimiento del cuerpo en el mundo. Y así mismo se fue, dejando un continente de enunciaciones que iremos habitando de manera futura. Nuestro más bello monstruo, nuestro anfibio perfecto y todo el perfume de su sangre siguen componiendo un alfabeto con la caligrafía de la ausencia. La más bella mariposa aguarda agazapada entre palabras el tiempo del reencuentro de la sed y del agua.