«La noche en que el muro de Berlín cayó en la Boca», un relato de Marcelo Carnero

 

 

Los lectores conocemos a Marcelo Carnero como autor de La boca seca, la novela que Mardulce publicó en octubre del 2014. Una historia que cruza un desierto virtual, esclavos que se rebelan y combaten, un científico que experimenta con la clonación. La boca seca es una de las experiencias literarias más extraordinarias de la reciente ciencia ficción argentina.

Los lectores sabemos que La edad del agua, la segunda novela de Carnero, llegará a las librerías este 2018. Y nos preguntamos qué historia nacerá de ese imaginario capaz de desplazar elementos centrales de la literatura argentina a géneros periféricos y mestizos.

Tal vez lo que nos quedaba por descubrir a los lectores es que Carnero también trabaja con el material autobiográfico y lo hace estableciendo conexiones tan extrañas como las que encontramos en su literatura. Acá un muchacho de la Boca se conecta con marineros rusos, la caída del muro de Berlín, un asesinato durante un partido de fútbol y las economías de supervivencia. El relato se cuenta, la extrañeza sucede y, sobre todo, la poesía opera sobre el lenguaje para sacarlo de su zona de seguridad.

Notas: Juan Mattio

 

En diciembre del 90 mataron a Saturnino C. un muchacho de unos treinta y pico de años que vivía a la vuelta de mi casa. Esa noche pasó de todo y todo fue muy rápido, o por lo menos así me lo acuerdo. El ventiladorcito que habíamos plantado sobre una silla no llegaba ni a mover el aire de la cocina. Había terminado el primer tiempo de Boca y San Lorenzo cuando en la radio dijeron que en la cancha, la barra del cuervo, había arrancado y tirado un paravalanchas tribuna abajo. El fierro había caído y después de rebotar varias veces en los escalones, había dado de lleno en la cabeza de Saturnino C. que murió en el momento. Cuando escuchamos en cuál tribuna había caído el fierro, con Carlitos nos miramos un poco impresionados: atrás del arco que da al río, dijimos los dos juntos. Esa era la tribuna en la que nosotros también veíamos los partidos. Pero esa noche no habíamos ido a la cancha porque teníamos que fundir metal y esperar a que el Gitano pasara a buscarlo. Con la plata que sacáramos íbamos a pasar las fiestas y parte del verano. La cosa se había puesto fea después de la caída del muro de Berlín. Era de película que unos piojosos hundidos en un conventillo de La Boca, estuviéramos preocupados por algo que parecía responder a órdenes más altos. Pero, aunque ustedes no lo crean, un gran porcentaje de nuestra economía dependía de la Unión Soviética. Ya que mi casa, poco a poco, se había convertido en un mercado negro de productos de los países del Este. La cosa se fue dando porque Carlitos trabajaba en un taller naval en el que atracaban los pesqueros rusos que hacían temporada en el Sur y que a la vuelta, antes de cruzar el atlántico, paraban a hacer mantenimiento en Buenos Aires. Como los tripulantes vivían en un régimen bastante estricto, y por el tema del idioma les costaba moverse por la ciudad, les cambiaban a los obreros del taller naval todo tipo de cosas por botellas de vodka o cualquier otra bebida que tuviera buena gradación etílica. Así fue que a mi casa empezaron a llegar planchas congeladas de pescados, sacadas directamente de los frigoríficos de los barcos. Pero después, cuando nos empezaron a crecer aletas de tanto comer pescado, empezaron a llegar enlatados, relojes, radios, gaseosas polacas, bolsas de caramelos, binoculares, ropa, cámaras de fotos y otras cosas que mejor ni mencionar y que venían directamente desde detrás de la Cortina de Hierro. Cuando cayó el muro, los barcos empezaron a escasear y a Carlitos se le ocurrió lo del metal. La idea era sencilla pero peligrosa: él era alesador, la viruta del material que trabajaba era de una aleación costosa, pero era viruta que se tiraba. Entonces le pidió a mi mamá que le hiciera unos calzoncillos elásticos para que en dos o tres cartones de tetrabrick vacio que se ponía adentro de los calzoncillos, transportara la viruta hasta mi casa y que no lo engancharan cuando pasaba los controles de la prefectura. Le empezamos a vender el metal al Gitano José, un gigante morocho que tenía una cueva en la calle Suárez. El Gitano vivía del cobre que los pibes del barrio pelaban de los cables que se afanaban de la calle o de las centralitas eléctricas de SEGBA. Así que cuando caímos nosotros con ese material, nos recibió con los brazos y los bolsillos abiertos. Primero se lo llevábamos así, hecho viruta, pero con el tiempo a Carlitos se le ocurrió hacer una olla y un par de moldes para fundir la viruta en la cocina de mi casa. Tardes enteras me pasé esperando que el metal se hiciera líquido para ver cómo Carlitos lo volcaba adentro de los moldes. Con impaciencia de alquimista meditaba sobre cuestiones gaseosas hasta que el líquido se volvía lingotes grises que guardábamos en una lata enorme de YPF abajo del tablón de la cocina. Esa noche que mataron a Saturnino C., el Gitano había dicho que pasaba a buscar el metal a eso de las diez en un auto y nosotros todavía teníamos que terminar de fundir. Pero cuando escuchamos lo que había pasado en la cancha y a las diez y media el Gitano no aparecía, enfriamos los lingotes en un balde de agua, Carlitos los envolvió en papel de diario, los metió en un bolso de lona que tenía y rumbeamos para la cueva de la calle Suárez. Teníamos que venderle el metal sí o sí, porque el Gitano nos había dicho que al otro día se iba a «hacer temporada» a la costa. Salimos y no había luz. Cuando llegamos a Brandsen y Brown la calle estaba cortada y había corridas por todos lados. La gente que salía de la cancha se peleaba con la montada. Nunca pudimos atravesar el caos y llegar a lo del Gitano. Al otro día nos enteramos que esa noche, antes del partido, le reventaron la cueva y que se iba a comer un rato adentro, por eso no había venido a buscar el metal. Lo batieron, me dijo Carlitos, va a haber que cuidarse. El metal fue cambiando de un lugar a otro de la casa, hasta que no lo vi más. Las fiestas y los meses siguientes la pasamos con lo puesto. Después del invierno, una mañana apareció el Gitano. Estaba  flaco, tenía el pelo canoso y caminaba un poco encorvado. Pero en la sonrisa le seguían brillando los dientes dorados. Le preguntó a Carlitos si todavía tenía algo del metal ese. Mi vieja había guardado los lingotes adentro de una Siam vieja que no tenía motor. Cuando lo sacamos de ahí, al Gitano le bailaron los ojos. Aguántame una semana, Carlitos, dijo con esa sonrisa tan comercial que tenía, y se llevó el metal. Así fue. Una semana más tarde Carlitos fue a encontrarse con el Gitano y volvió con unos pasajes de micro. Armamos los bagallos y salimos de Constitución en un colectivo que parecía menos legal que nosotros. Viajamos toda la noche y entre sueños se podían intuir los pueblos de la costa en los que paraba el micro. Pueblos con casas bañadas por el sol como si fueran decorados de cine de los años cincuenta. Atrás se escuchaba la respiración armoniosa de la sal que se quemaba. Nunca más volvimos a saber nada del Gitano, pero ese va a ser siempre el verano más lindo que recuerde, porque ese verano aprendí el mar.