La poesía es Ítaca
Por Juan Mattio
Juan Mattio comparte un recorrido íntimo por versos y poetas que lo marcaron, desde el descubrimiento a los 17 años de las plaquetas con textos de Timo Berger y María Medrano que editaba Del Diego hasta autores que lo fueron acompañando a lo largo de toda su vida, entre los que se cuentan Thenon, Giannuzzi, Mandeslstam, Fijman, Viel y muchxs otrxs. Incluso (o especialmente) en días rotos, en vidas rotas, la poesía sigue haciendo su magia salvadora.
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Vuelvo a la poesía en estos días rotos. Leo, de un tirón, los poemas de Casas (la presión de nuestros muertos / implorando por un significado), después a Sbarra (solo conocí /el exasperante deseo de que el amor existiese), recuerdo a Thenon (Vida: tirame una moneda), y leo a Bolaño en un archivo digital (En estas desolaciones, padre, donde de tu risa sólo quedaban restos arqueológicos.). Presté los poemas de Giannuzzi pero todavía lo tengo en la memoria (Yo bebo una cerveza y me pregunto / si valía la pena, si necesitábamos este tumulto, / si este vértigo de la materia triturada es digno de nuestra fe.) Y aunque nunca tuve un ejemplar de Hospital Británico, en mi cabeza suena ese estribillo que escribió Viel: Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. / Soy feliz. Me han sacado del mundo.
No puedo leer nada. Quiero decir, fuera del trabajo, de los compromisos, no puedo leer. Pero vuelvo a la poesía que es el lugar donde todo empezó. Tenía diecisiete años y alguien, alguien que amé, me mostró la poesía que editaba Del Diego. Las voces de Timo Berger y María Medrano y Daniel Durand, cada plaqueta que llegaba a mis manos, cada poema, iban ensamblando el ruido de la distorsión sobre el pasaje ballardiano del Conurbano. Ese adolescente de Hurlingham no imaginaba que un poema pudiera hablar de esa forma extraña y dolorosa. Así que ahora vuelvo a la poesía porque ahí, pienso esta noche, todo empezó.
Recuerdo que unos años después llevaba los dos tomos con la poesía de Bukowski en la mochila. Los llevaba a todos lados. Eran como cargar una parte de mi casa, de la casa que no tenía entonces. Podía escuchar su voz y tranquilizarme en el subte, en la sala de espera del médico, en la mesa de un bar roñoso. En ese tiempo pasábamos algunas noches en hoteles alojamiento. No íbamos en busca de sexo, estábamos escapando de nuestras familias. Nos encerrábamos a leer y tomábamos latitas de cerveza que habíamos metido a escondidas en esas habitaciones grotescas, sitiadas por espejos, arrojadas a una oscuridad permanente. Y después nos quedábamos dormidos, a veces sin siquiera sacarnos la ropa, sin siquiera besarnos. A la mañana, temprano, alguien golpeaba y dejaba dos cafés con leche y medialunas en una ventanita giratoria en la puerta de la habitación. La luz brutal del día nos recibía en la vereda pero todavía era posible retener “No hay ninguna / posibilidad: / estamos todos atrapados / por un destino / singular. / Nadie encuentra jamás / al otro.”
Después llegó Pablo. Él era un poeta. No lo sabía entonces pero lo sé ahora. Pablo era muy joven pero lo habían endurecido. Nunca supe qué le había hecho tanto daño. Nos encerrábamos en la pequeña pieza que tenía en la casa de su madre. Pablo me leía su poesía que era un evento despiadado y luminoso. Yo, sentado en la cama, lo escuchaba enceguecido. Pasábamos la madrugada así. A veces nos besábamos, recuerdo el gusto de la ginebra y el cigarrillo en su boca. Recuerdo que yo tenía miedo y, sobre todo, recuerdo sus cuidados. Años después nos volvimos a ver, me llevó a la Farmacia, un bar a la vuelta de la Universidad de las Madres, donde tenía cuenta. Una deuda impagable hecha a base de cerveza, vino y alguna cena. No sé por qué un día me trajo un sobre de papel madera. Era toda la poesía que había escrito hasta ese momento. Nunca publicó. Le parecía que eran ejercicios, borradores. Nada que valiera la pena. Me dio ese sobre con toda la poesía que había sido capaz de escribir y a los pocos meses no lo vi más. Todavía guardo en un cajón su poesía salvaje. Y lo espero. Lo espero porque ahora intuyo qué cosas te endurecen, qué puede hacer que te vuelvas inaccesible.
Alguien trajo, una vez, a nuestra mesa de bar, debió ser ella, o tal vez Nicolás, trajo a esa mesa donde se amontonaban las botellas de cerveza y las colillas en el suelo, una pequeña selección de poemas sobre la muerte y el amor que le habían dado en Puán. De ahí retengo una serie que me acompaña: Edna St. Vincent Millay: “Y tú también morirás, amado polvo, / y toda tu belleza no te será de ninguna ayuda”; Auden: “Ahora nada bueno puede hacerse con nada”, Dyan Thomas: No entres dócilmente en esa noche quieta”; y, sobre todo, un poema de Lorna Crozier:
Antes de entrar al río
y no regresar, la mujer que no podía recordar
el día de la semana
o el rostro de sus niños,
hizo un listado de todos los hombres
que alguna vez había amado,
lo dejó para su marido junto a la cafetera
su nombre al final
subrayado dos veces
a modo de énfasis
Claro que pasaron Orozco, Urondo, Pizarnik, Gelman. Incluso Darío. No sé por qué leíamos a Darío con entusiasmo. Tal vez porque lo asociábamos al tango. Y el Canto general, por supuesto. Y Vallejo, un animal indócil. Pero todo en ellos era distante, un museo, una galaxia que quedaba a años luz de nuestras pequeñas mónadas grises, sin ningún brillo. Nos fascinaban y, al mismo tiempo, sentíamos la lejanía. Algo que ahora asocio a una ruptura generacional. Lo habían dado todo. Cada quien a su manera. Habían ido hasta el fondo. En esos días, en un bar de borrachos en Dique Luján o Escobar, ya no recuerdo, alguien dijo, tal vez Teno: “para nosotros, la fiesta siempre va a estar en otro lado”. Esa era la sensación entonces. Y todavía conserva su momento de verdad. Para esta generación la fiesta siempre está en otro lado.
Terminé de saberlo cuando fuimos a entrevistar a José Luis Mangieri a su casa en Flores. Eran una casa hermosa, llena de libros y papeles, en el desborde apasionado de ese lector que Mangieri fue. Queríamos hacerle una entrevista sobre Arlt pero no logramos que diga nada, ni una palabra, sobre Roberto Godofredo. En cambio, nos invitó ginebra, mucha ginebra, tal vez una botella entera tomamos esa tarde y él habló de lo que quiso y nosotros lo escuchamos con esa distancia reverente que él no imponía pero de la que no supimos salir. Allá, ellos. Acá, en cambio, nosotros.
Unos años más tarde, siguiendo las huellas de Urondo, llegué a Bayley y descubrí un poema que me deslumbró:
No hay una naranja perfectamente redonda
No hay un día perfecto
Hay un sol para los que han peleado
contra las sombras
sin rendirse jamás
de noche
de día
a orillas del lago
bajo el sicomoro y el sauce
entre las rocas y las anémonas
Para ellos hay –habrá- un sol
porque han peleado contra las sombras
contra su propia oscuridad
su turbia lámpara
su ignorante desgano
Para ellos
sí
habrá un sol
pero no hay
no habrá nunca un día perfecto
una naranja perfectamente redonda
Eso sí era para nosotros.
Y también Vilariño: “Ya no tengo / no quiero / tener más preguntas”.
Y también Fijman: “Está mi risa de niño / con la abuelita ciega en la noche oscura”.
La etapa Tsvietáieva y Ajmátova pasó sin pena ni gloria. Lo mismo con Blok. Pero recuerdo un viaje en avión –tengo pánico a volar y me aferraba al libro para evadirme- donde leí el «Viaje a Armenia» de Mandelstam: “La isla comenzó a sentir náuseas como una mujer embarazada”. Esa imagen quedó inscripta en algún pasillo mal iluminado de mi inconsciente.
Cuando llegué a Pound y a Eliot ya era un lector empobrecido. Pero, ¿quién puede ser indiferente a «La tierra baldía»? Me impactaron, por supuesto. Igual que Williams. Igual que «Aullido» de Ginsberg. Igual que Sharon Olds: “La infinita impurificación / ha comenzado esta mañana.” El problema es que yo había perdido el vértigo que es necesario para leer poesía. Las derrotas se acumulaban. La vida era un evento alienado del que no podía salir. Entonces abandoné. Leí novelas y relatos. Leí ensayos. Mucha teoría. Traté de ordenar mis ideas. Y dejé caer la poesía y también vi a mis amigos desbandarse y encontré que la hostilidad del mundo no era algo excepcional sino un hecho cotidiano.
Pero ahora, en estos días rotos, vuelvo. En este desorden, en este caos que algunos llaman duelo y otros llaman depresión y yo no llamo de ninguna manera porque es el lugar que habito, vuelvo. Lo sé porque hace unos días escribí en la pizarra donde anoto lo que no debo olvidar, puse ahí un verso de Valéry en Cementerio marino: “El viento se levanta / hay que intentar vivir.”